La guerra de los mundos. H. G. Wells
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Dentro del círculo de cinco millas la mayoría de la gente no hizo nada. Yo he descrito la conducta de los hombres y mujeres con quienes hablé. En todo el distrito la gente cenaba tranquilamente; los trabajadores atendían sus jardines después de la labor del día; los niños eran llevados a la cama; los jóvenes paseaban por los senderos haciéndose el amor; los estudiantes leían sus textos.
Quizá hubiera ciertos murmullos en las calles de la villa y un tópico dominante en las tabernas. Aquí y allá aparecía un mensajero o algún testigo ocular, causando gran entusiasmo y muchos corros. Pero en su mayor parte continuó como siempre la rutina de trabajar, comer, beber y dormir... Parecía que el planeta Marte no existiera en el universo. Aun en la estación de Woking y en Horsell y Chobham ocurría esto.
En el empalme Woking, hasta horas muy avanzadas, los trenes paraban y seguían viaje; los pasajeros descendían y subían a los vagones y todo marchaba como de costumbre. Un muchacho de la ciudad vendía diarios con las noticias de la tarde. El ruido seco de los parachoques al chocar y el agudo silbato de las locomotoras se mezclaban con sus gritos de “Hombres de Marte”.
Hombres muy nerviosos entraron a las nueve en la estación con noticias increíbles y no causaron más turbación que la que podrían haber provocado algunos ebrios. La gente que viajaba hacia Londres se asomaba a las ventanillas y sólo veían algunas chispas que danzaban en el aire en dirección a Horsell, un resplandor rojizo y una nube de humo en lo alto, y pensaban que no ocurría nada más serio que un incendio entre los brezos. Sólo alrededor del campo comunal se notaba algo fuera de lugar. Había media docena de aldeas que ardían en los límites de Woking. Se veían luces en todas las casas que daban al campo y la gente estuvo despierta hasta el amanecer.
Una multitud de curiosos se hallaba en los puentes de Chobham y de Horsell. Más tarde se supo que dos o tres arrojados individuos partieron en la oscuridad y se acercaron, arrastrándose, hasta el pozo; pero no volvieron más, pues de cuando en cuando un rayo de luz como el de un faro recorría el campo comunal, y tras de él seguía el rayo calórico. Salvo estos dos o tres infortunados, el campo estaba silencioso y desierto, y los cadáveres quemados estuvieron tendidos allí toda la noche y todo el día siguiente. Muchos oyeron el resonar de martillos procedentes del pozo.
Así estaban las cosas el viernes por la noche. En el centro, y clavado en nuestro viejo planeta como un dardo envenenado, se hallaba el cilindro. Mas el veneno no había comenzado a surtir efecto todavía. A su alrededor había una extensión de terreno que ardía en partes y en el que se veían algunos objetos oscuros que yacían en diversas posiciones. Aquí y allá había un seto o un árbol en llamas. Más allá se extendía una línea ocupada por personas dominadas por el terror, y al otro lado de esa línea no se había extendido aún el pánico. En el resto del mundo continuaba fluyendo la vida como lo hiciera durante años sin cuento. La fiebre de la guerra, que poco después habría de endurecer venas y arterias, matar nervios y destruir cerebros, no se había desarrollado aún.
Durante toda la noche estuvieron los marcianos martillando y moviéndose, infatigables en su trabajo, con máquinas que preparaban. A veces se levantaba hacia el cielo estrellado una nubécula de humo verdoso.
Alrededor de las once pasó por Horsell una compañía de soldados, que se desplegó por los bordes del campo comunal para formar un cordón. Algo más tarde pasó otra compañía por Chobham para ocupar el límite norte del campo. Más temprano habían llegado allí varios oficiales del cuartel de Inkerman y se lamentaba la desaparición del mayor Edén. El coronel del regimiento llegó hasta el puente de Chobham y estuvo interrogando a la multitud hasta la medianoche. Las autoridades militares comprendían la seriedad de la situación. Según anunciaron los diarios de la mañana siguiente, a eso de las once de la noche partieron de Aldershot un escuadrón de húsares, dos ametralladoras Maxim y unos cuatrocientos hombres del Regimiento de Cardigan.
Pocos segundos después de medianoche, el gentío que se hallaba en el camino de Chertsey vio caer otra estrella, que fue a dar entre los pinos del bosquecillo que hay hacia el noroeste. Cayó con una luz verdosa y produjo un destello similar al de los relámpagos de verano. Era el segundo cilindro.
Comienza la lucha
El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue también una jornada calurosa y pesada y el termómetro fluctuó constantemente.
Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me levanté muy temprano. Salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando, pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra.
El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones.
En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking.
—No los van a matar si pueden evitarlo —dijo el lechero.
Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato. Después fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el transcurso del día.
—Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observe—. Sería interesante saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas.
Se acercó a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf de Byfleet.
—Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros.
Rió jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas.
—El terreno estará muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino — agregó. Se puso serio, y luego dijo—: ¡Pobre Ogilvy!
Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores, que lucían gorros pequeños, sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña.
Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal, y al mirar hacia el puente vi a uno de los soldados del Regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia. Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién había autorizado la movilización de las tropas; opinaban que se había producido una disputa al respecto en los Guardias Montados. El zapador ordinario es mucho más culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos.
—Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos —expresó uno.
—¡Bah!—dijo otro—. ¿Cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera.
—¡Tú y tus trincheras! Siempre las quieres. Ni que fueras un conejo.
—¿Es