Amor entre viñedos - Un brote de esperanza. Kate Hardy
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–Entonces, hasta luego.
Tras despedirse de Guy, Allegra entró en el edificio. Como la puerta del despacho de Xavier estaba abierta, ella vio que él estaba dentro y que estaba tomando unas notas en una libreta. Parecía sumido en sus pensamientos. Aquella mañana se había afeitado, pero tenía el pelo revuelto. Se había remangado la camisa y sus fuertes brazos revelaban el vello oscuro que los cubría.
Allegra lo encontró exquisitamente atractivo. Se tuvo que clavar las uñas en las palmas para no hacer algo absurdo como abalanzarse sobre él, ponerle las manos en las mejillas y darle un beso apasionado.
Respiró hondo y se recordó que ya no era su amante, el hombre con el que había soñado vivir.
Xavier miró a Allegra, que llevaba otro de sus trajes de ejecutiva agresiva. Desde su punto de vista, no podía estar más fuera de lugar. En esa época del año, todo el mundo se dedicaba a trabajar en las viñas; y los viñedos no eran el lugar más adecuado para llevar trajes y zapatos de tacón alto. Los trajes se podían desgarrar con las ramas y los tacones se hundían irremediablemente en el terreno.
–Gracias por venir… Pero siéntate, por favor.
Ella se sentó y le dio una cajita cerrada con un lazo dorado.
–Es para ti.
Él miró el objeto con interés.
–Me pareció que sería más apropiado que un ramo de flores o una botella de vino –continuó Allegra.
–Merci.
Xavier quitó el lazo, apartó el envoltorio y se encontró ante una de sus debilidades: una caja de bombones de chocolate negro.
Fue toda una sorpresa. Jamás habría imaginado que se acordara de sus gustos, ni esperaba que se presentara con un regalo.
–Muchas gracias, Allegra –repitió–. ¿Te apetece un café?
–Sí, por favor.
Ella lo siguió hasta la pequeña cocina americana.
–¿Te ayudo? –preguntó.
Xavier pensó que solo lo podía ayudar de una forma: vendiéndole su parte de la propiedad y marchándose de allí antes de que la tumbara sobre la mesa y le hiciera el amor. Pero, naturalmente, no se lo dijo.
–No, no hace falta.
–¿No me vas a preguntar si lo quiero con leche y azúcar?
Él sonrió.
–Siempre te gustó solo.
Sirvió dos tazas de café y las puso en una bandeja. A continuación, alcanzó un bol con tomates, un pedazo de queso, una barra de pan, dos cuchillos y dos platos. Cuando ya los había llevado a la mesa, dijo:
–Sírvete tú misma.
–Gracias.
Como Allegra no se movió, él arqueó una ceja y cortó un pedazo de pan y un poco de queso.
–Discúlpame por no esperar a que te sirvas tú –dijo–. Tengo hambre… He estado en los viñedos desde las seis.
–Bueno, ¿de qué quieres que hablemos? –preguntó ella.
–Podríamos empezar por lo más importante. ¿Cuándo me vas a vender tu parte de los viñedos? –replicó.
–No insistas, Xav; no tengo intención de vender –dijo–. ¿Por qué no me concedes una oportunidad?
A Xavier le pareció increíble que le preguntara eso. ¿Por qué le iba a conceder una oportunidad? Allegra lo había abandonado cuando más la necesitaba, y no se iba a arriesgar a que le hiciera otra vez lo mismo.
Además, empezaba a desconfiar de sí mismo en lo tocante a ella. No había pegado ojo en toda la noche porque no podía creer que Allegra le gustara tanto como a los veintiún años. Era una debilidad que no se podía permitir.
–Tú no perteneces a este sitio –replicó–. Mírate: ropa de diseño, un coche de lujo…
–Llevo un traje normal. Y el coche ni siquiera es mío; es alquilado –puntualizó ella–. Me estás juzgando mal, Xav. Estás siendo injusto.
Xavier arqueó una ceja. En su opinión, era bastante irónico que una persona que lo había dejado en la estacada lo acusara de ser injusto. Tuvo que hacer un esfuerzo para refrenar su irritación. Y fue un esfuerzo parcialmente fracasado.
–¿Qué esperabas, Allegra?
–Todo el mundo comete errores.
–Sí, claro que sí –dijo él con sarcasmo.
Ella suspiró.
–Ni siquiera me vas a escuchar, ¿verdad?
–¿Para qué? Ayer nos dijimos todo lo que teníamos que decir.
–Te aseguro que esto no es un capricho –insistió Allegra–. Estoy decidida a hacer un buen trabajo.
Justo entonces, Xavier se dio cuenta de que tenía ojeras y comprendió que tampoco ella había dormido bien. Por lo visto, él no había sido el único que había estado pensando en los viejos tiempos. Y debía admitir que, al menos, Allegra había tenido el coraje necesario para volver a un lugar donde sabía que todo el mundo la despreciaba.
–Está bien –dijo a regañadientes–. Escucharé lo que tengas que decir.
–¿Sin interrupciones?
–No te lo puedo prometer, pero te escucharé.
–De acuerdo.
Ella alcanzó el café y echó un trago. No había probado la comida.
–Harry y yo terminamos mal cuando me fui a Londres la primera vez. Terminamos tan mal que me juré que no volvería a Francia. Pero más tarde, cuando salí de la universidad, empecé a ver las cosas de otra manera e hice las paces con él. Desgraciadamente, ya me había asentado en Londres y… –Allegra se mordió el labio–. Bueno, olvídalo. No sé por qué intento explicártelo. No lo entenderías.
–¿Quién está juzgando a quién ahora?
Ella sonrió con timidez.
–Como quieras –dijo–. Tú creciste aquí, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva tu familia en estas tierras? ¿Un par de siglos?
–Algo así.
–Y siempre supiste que pertenecías a este lugar…
Él asintió.
–Sí, siempre.
–Para mí fue diferente. De niña, viajé con mis padres por todo el mundo. Cuando su orquesta no estaba de gira, mi madre daba conciertos como solista y mi padre