Después de la utopía. El declive de la fe política. Judith N. Shklar

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Después de la utopía. El declive de la fe política - Judith N. Shklar La balsa de la Medusa

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in the History of Ideas (Baltimore, 1948), pp. 228-253. En respuesta a esta concepción, hay un argumento impresionante que muestra la unidad del romanticismo: R. Welleck, «The Concept of ‘Romanticism’ en Literary History», Comparative Literature, 1949, vol. I, pp. 1-23 y 147-172.

      18 Los más conocidos de estos estudios políticamente inspirados del romanticismo son, probablemente, las innumerables obras del barón Ernest Seillière. Podemos encontrar un extracto breve pero completo de este punto de vista en su Romanticism, trad. C. Spritsma (Nueva York, 1929).

      19 The Sociology of Georg Simmel, trad. y ed. K. H. Wolf (Glencoe, Illinois, 1950), pp. 58-84.

      20 The Phenomenology of the Mind, trad. de J. B. Baillie (Londres, 1931), pp. 250-267 y 752-756. Estos conceptos, como muchas traducciones de las obras de Hegel, no son muy adecuados pero, puesto que hay pocas citas directas, nos referiremos a las versiones inglesas habituales. Su significado general se ha contrastado con el alemán original. (En castellano, seguimos la primera traducción de la Fenomenología del espíritu de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1985; también la versión de Manuel Jiménez Redondo, Pre-Textos, Madrid, 2009, que sí recoge el término «conciencia infeliz o desgraciada», y la edición bilingüe de Antonio Gómez Ramos, Abada, Madrid, 2010. N.T.)

      21 The Tragic Sense of Life, trad. de J. E. C. Flitch (Nueva york, 1954), pp. 1-57.

      22 Tengo la firme convicción de que el deseo de Grecia no solo fue la primera manifestación del romanticismo, sino también la esencia de su actitud cultural. Nunca había sido el medievalismo tan importante o tan universal. Véase, e.g., E. M. Butler, The Tyranny of Greece over Germany (Cambridge, 1935); G. Highet, The Classical Tradition (Nueva York, 1949), pp. 355-405.

      23 C. A. Saint-Beuve, Portraits Litteraires (París, n. d.), vol. II, pp. 394-399.

      24 Soirées de Saint-Petersbourg (Classiques Garnier, París, 1922), vol. I, pp. 170-177 y 201-211.

      25 Ibid., vol. II, pp. 21-25 y 121.

      26 Ibid., vol. I, pp. 29-33.

      27 Ibid., vol. II, pp. 102-104.

      28 Ibid., vol. I, pp. 192-197.

      29 Ibid., vol. II, pp. 174-176.

      30 Ibid., vol. I, pp. 108-109.

      31 Considérations sur la France (París, 1936), pp. 17-32.

      32 Progress and Religion (Londres y Nueva York, 1933), pp. 192-193.

      33 The Philosophy of History, trad. J. B. Robertson (Londres, 1846), pp. 464-470.

      34 Jean Wahl, en su estudio sobre el tema, piensa que Hegel consideraba a todo el cristianismo como una «conciencia infeliz»; sin embargo, creo que esto es falso, pues Hegel analiza la conciencia infeliz como un fenómeno específicamente pre y postcristiano, lo describe como respuesta a un clima de escepticismo. Véase J. A. Wahl, Le Malheur de la Conscience dans la Philosophie de Hegel (París, 1929).

      35 J. Pieper, The End of Time, trad. M. Bullock (Londres, 1954).

      II

      El romanticismo encontró su primera expresión clara en la rebelión estética frente a la Ilustración. Pero antes de la aparición de la escuela literaria romántica ya hubo estallidos de insatisfacción ante las ideas imperantes del siglo XVIII. La conciencia infeliz, en las antípodas de la sociedad, de cualquier fe establecida, incómoda con el escepticismo y con anhelo de algún retiro imaginario, despertó mucho antes de que el romanticismo apareciese en el mundo literario. El propio romanticismo se nutría de dos corrientes de sentimiento: el anhelo por una cultura más puramente estética y un profundo disgusto ante los excesos racionalistas de la Ilustración. Por un lado, estaba la rebelión de la poesía frente a la filosofía; por otro, una simple reafirmación de lo emocional y natural en la experiencia humana frente a la eterna razonabilidad del moralista.

      Esta distinción entre sentimiento romántico y romanticismo propiamente dicho es particularmente importante a la hora de trazar los orígenes del movimiento. La intención, como es habitual, precedía al acto. Rousseau es el primer gran ejemplo de sentimiento romántico, pero su filosofía no es del todo romántica, y esta discrepancia entre impulso y deseo es la clave para entenderle. Los románticos estaban totalmente de acuerdo en amarle como a su hermano mayor, pero ninguno de ellos aceptó las conclusiones que esgrimió de su fuente común de experiencia. Compartía la convicción de que la civilización europea era un fracaso, pero no proponía su reconstrucción, pues Rousseau no tenía ninguna teoría estética. De hecho, Schiller no tuvo problemas para dedicarle unos versos de admiración y refutar todas sus ideas sobre arte y sociedad acto seguido.

      El único pensamiento serio que Rousseau dedicó alguna vez al arte como tal fue en su Lettre sur la Musique Française. Allí, de hecho, apelaba por una mayor libertad de estilo, más emoción, melodía y drama1. Pero, cuando escuchamos sus propias composiciones, este arrebato parece un tanto vacío. Es evidente que sus inocuas operetas rococó carecen de la más mínima sospecha del ruido y la furia. Aquí, como en todas partes, la protesta es romántica, pero la ejecución entra en las convenciones del siglo XVIII. El arte, en general, no congeniaba con este semicalvinista. Para Rousseau, el arte era una ocupación pecaminosa, signo de decadencia social. Tan solo interfería con nuestros deberes cívicos2. Si detestaba a los filósofos calculadores, estaba muy lejos de admirar a los artistas. Su héroe real era Catón, que había intentado echar a los artistas y autores griegos de Roma3. Su universo social solo contenía tres clases humanas: el hombre natural, el histórico y el ciudadano; es decir, el hombre ideal. El hombre creativo, el genio, era desconocido en este mundo.

      Sin duda, Rousseau detestaba a los filósofos como insensibles e irresponsables. El mundo de los salones era infinitamente artificial para él, y su vida personal fue un modelo para todos los bohemios posteriores. No se puede concebir estado o iglesia real que pudieran haberle incluido. Se condenó a la soledad, pues se vio obligado a alienarse de todo lo que le rodeaba. Si bien podría analizarse como un caso psiquiátrico, también fue el prototipo de la generación de intelectuales que le siguieron, pues en Rousseau funcionaban plenamente los anhelos eternos de la conciencia infeliz. Sin embargo, solo era un estado de ánimo, no le llevó a urdir una nueva filosofía. ¿Qué decir del desagrado de Rousseau por lo artificial, su amor por la soledad, la existencia simple, natural, espontánea? En estas reminiscencias arcadianas hay todo un enjuiciamiento real de una sociedad que ha destruido la unidad interior original del hombre. Se trata de un sentimiento que compartieron todos los románticos. Pero Rousseau no sugiere que la obra de la civilización deba deshacerse, sino que tiene que ser completada. La sociedad concede al hombre la idea de moralidad, pero no le ofrece la oportunidad de realizarla. La sociedad debe restaurar al hombre en todo su ser, haciéndole absolutamente social, totalmente moral4. Su fracaso reside en destrozar el instinto sin reemplazarlo completamente por la razón. El hombre queda abandonado en un crepúsculo social en el que no es totalmente inconsciente de la moralidad ni tampoco un ser plenamente moral. El Contrato social pinta el cuadro de una sociedad donde los hombres se ven restaurados en una unidad interior y exterior mediante el triunfo de la voluntad social y moral. Nuevamente, solo en nuestro estado semisocial se convierte la soledad en una necesidad moral. Emilio ha sido educado para la ciudadanía, pero no existe una sociedad

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