Después de la utopía. El declive de la fe política. Judith N. Shklar

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Después de la utopía. El declive de la fe política - Judith N. Shklar La balsa de la Medusa

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la gran ley de individuación, «despertar nuestro verdadero ser y reforzar el principio de individualidad en nosotros». Para él, no se trataba de ética subjetiva como para los últimos románticos, sino que era la afirmación de los valores de cada ser como un todo, como una simple unidad dada. Tenía la sensación de la mismidad, de la simple existencia que Coleridge vio como la salvación del hombre desintegrado.

      Cuando él, por sagrada simpatía pueda hacer

      de todo un ser, ¡el ser que nadie conoce!

      Ser, ¡tan difuso como pueden volar las alas de la fantasía!

      Ser, ¡todavía extendiéndose! ¡Pero olvidándose de sí

      y de todas y todas sus posesiones! ¡Esto es fe!41

      Herder tenía un sentido de la unidad no solo del interior humano, sino también de toda la existencia. Para él, la idea de que la experiencia y el conocimiento puedan no ser uno, es absurda. La prueba cartesiana de la existencia o el examen hipercrítico kantiano de la prueba de la existencia de Dios solo eran ejemplos de oscurantismo intelectual. Sabemos que existimos, que Dios existe, no porque pensamos, sino porque todo nuestro ser nos dice que es así. Somos directa e inevitablemente conscientes de la existencia, del mismo modo que no podemos imaginar el no ser. No puede haber separación entre pensamiento y experiencia, porque nuestra conciencia de la existencia, de Dios, es más que eso. Es la base de todo nuestro conocimiento y nuestra felicidad, pues es expresión de todo nuestro ser como parte de una Existencia universal42. Una y otra vez, Herder subraya cómo nuestro sentimiento de lo bello nos ayuda a verlo.

      Y en el fondo de todo esto, subyace la convicción herderiana de que la intuición es nuestra guía real para descubrir la verdad; que es la forma más alta de conciencia –lo cual puede ser cierto en el arte, pero es dudoso en filosofía–. Mientras Herder se enzarzaba en lo que confundía como debates filosóficos, Goethe era muy sincero en su antipatía por la especulación y la metafísica43. Prefería partir del ámbito kantiano, con sus conflictos sin resolver, «huir a la poesía»44. Mientras Herder desarrollaba sus ideas sobre la existencia, malinterpretando a Spinoza, este último era el filósofo favorito de Goethe. Para él, Spinoza significaba que no necesitamos diseccionar el universo para entenderlo, sino que nuestro propio genio se construye una imagen del universo a partir de sus propios pensamientos y sentimientos internos45. Al contrario que Herder, no sentía la necesidad de vincular su apreciación de la vida a un sistema teleológico de la naturaleza, planeado por Dios. «La eternidad está en el momento», y la energía que desplegamos en nuestra vida, la creatividad que llevamos dentro, es la verdadera justificación de nuestra existencia46. Nuevamente, la personalidad en su conjunto, no las virtudes de libro de texto, es la que nos hace felices y buenos47. Cada uno de nosotros está bendecido por un «daimón» interior que podemos desarrollar, pero que nunca cambia. Aunque esto supone un cierto grado de fatalismo, no termina en el pesimismo, sino en el reconocimiento de que la expresión es la mayor ambición del hombre48.

      Sin embargo, esta serena indiferencia de la intuición poética ante los problemas de la metafísica, no era habitual. Muchos románticos tendían a adoptar el método de Herder: reformar la filosofía imponiendo una nueva concepción de la vida. La imaginación creativa, la poesía, estaban para suplir las necesidades de un «anhelo metafísico». La imaginación no era una cualidad que el clasicismo valorase enormemente. De hecho, Hobbes, uno de los pilares de la crítica neoclásica inglesa, había sostenido que la ficción nunca debía «exceder las posibilidades de la naturaleza»49. Sin embargo, para los románticos, la imaginación no solo era una «fantasía»; era el núcleo de todos los poderes humanos, racionales y emocionales, de donde surgía la acción creativa. Era, por definición, esa fuerza en el hombre que podía completarlo de nuevo, e incluso recrearlo en una forma más alta. La imaginación, sus creaciones, su originalidad –estos eran los elementos divinos del hombre, la cualidad primaria de Prometeo–. No podemos olvidar los orígenes religiosos de estas ideas. El hombre piadoso se veía conmocionado positivamente por estas pretensiones50. Era la aspiración humana a ser Dios. «Sostengo que (la Imaginación)», escribió Coleridge, «es el Poder vivo y el primer Agente de toda Percepción Humana, como una repetición de la mente finita del eterno acto de creación en el infinito Yo Soy»51.

      Scheleiermacher, que al igual que Coleridge se consideraba un hombre absolutamente religioso, hablaba del «divino poder de la imaginación, que solo puede liberar al espíritu y llevarlo más allá de la coerción y limitaciones de cualquier tipo»52. Esto, sin embargo, solo es retórico. La cuestión real es, ¿cómo? Solo dos autores románticos, Schiller y Shelley, fueron capaces de conjeturar una respuesta realmente convincente –la misma respuesta, de hecho, por lo que nos vemos tentados a conjeturar si «Shelley no será el Schiller inglés»53–. Al contrario que algunos románticos, ninguno abusó de la filosofía como tal. Schiller solo quería hacer la ética kantiana más viable. Aceptó el escenario kantiano de perfección moral, pero dudaba de que la razón pudiera llegar al fin que le correspondía. Lo que se necesitaba era alguna facultad que «pudiera abrir el camino… del ámbito de la mera fuerza, al imperio de la ley»54. En el «impulso del juego» encontró un medio hacia la moralidad. Pero Schiller no se detuvo aquí. Incluso aunque acepta la idea kantiana de «la oposición radical y primitiva entre naturaleza y razón», no podía resignarse a ella55. La vida estética donde el hombre se hace uno reemplazó insensiblemente al ideal kantiano.

      El «impulso del juego» es para Schiller lo que la imaginación creativa era para la mayoría de los románticos –la necesidad de crear belleza–. Une «los sentidos y los impulsos formales», nuestra necesidad de variación e identidad» y, de hecho, pone en armonía «nuestra perfección y nuestra belleza»56. Su fin, la belleza, se convierte en «nuestro segundo creador», pues su pretensión es cultivar el conjunto de todos nuestros poderes sensuales e intelectuales en la armonía más plena posible»57. Por eso, «el hombre solo es realmente hombre cuando está jugando»58. Debemos «dar el salto al juego estético» para terminar «la guerra entre razón intuitiva y especulativa» que había dejado «del propio hombre… solo un fragmento»59. Solo así podremos alcanzar la humanidad. Y la humanidad es el ideal real de Schiller, un estado de perfección que solo lograron los griegos, «combinando la plenitud de la forma con la plenitud de su contenido, creativo y filosófico, tierno y energético a un mismo tiempo…, uniendo toda la juventud de la fantasía con la masculinidad de la razón en una humanidad espléndida»60.

      Pero esto está muy lejos de Kant, no solo de la letra, como pensaba Schiller, sino también del espíritu de su filosofía. La separación absoluta entre el deber y todo motivo emocional es la base de la ética kantiana, Kant nunca habría permitido la mediación de la belleza en la educación moral. Insistía en que el deber podía enseñarse mediante el ejemplo que, en su opinión, despertaría una respuesta racional incluso en el villano más depravado61. «¡La majestuosidad del deber no tiene nada que ver con el disfrute de la vida!»62. Schiller simplemente pospuso la regla del deber indefinidamente y Hegel tenía mucha razón al señalar que había liberado a la filosofía de la ética del deber63. Aunque admiraba a Schiller, ni Hegel –ni ningún otro filósofo– podía aceptar la idea de que la cultura estética es la verdad y el último fin del hombre, y que el artista es el único educador de la humanidad.

      Shelley hizo con Godwin exactamente lo que Schiller hizo con Kant. Aceptando la moralidad desinteresada como el verdadero fin del hombre, procedió a mostrar que la razón no puede lograr por sí misma ese fin, sino que precisa de la ayuda de la imaginación creativa, de la poesía. Pero, finalmente, encontró en la poesía fines que trascendían a la propia moralidad:

      La ética organiza los elementos que la poesía ha creado y propone modelos y ejemplos de vida civil y doméstica: no es por falta de doctrinas

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