Después de la utopía. El declive de la fe política. Judith N. Shklar
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Echar una mano a la naturaleza era la mayor ambición del romanticismo. Se ha dicho que los románticos idealizaron la naturaleza. Nada más lejos de la verdad. Ellos admiraron la eterna creatividad de la naturaleza, sus calidades dramáticas, que son las que querían imitar. «La naturaleza tiene instintos artísticos», observaba Novalis125. Pero emular a la naturaleza significaba, tan solo, ser muy enérgico en la producción. El fin de la creación humana era un nuevo hombre y una nueva cultura, mayores pretensiones que las que la propia naturaleza podía detentar. No es que los primeros románticos temieran la naturaleza. Ella era su verdadera aliada. De hecho, la naturaleza solo se revela realmente al poeta. En consecuencia, el científico era enemigo mortal de todos los poetas románticos. «Los poetas», escribió Novalis, «conocen la naturaleza mejor que los científicos»126. «No podemos entender la naturaleza por pura razón», continuaba Coleridge, «el verdadero naturalista es un poeta dramático»127. Todos ellos experimentaban con las ciencias, pero no en busca de datos empíricos, sino como una forma de magia negra. Ni Schiller ni Goethe pensaron mucho en Alexander von Humboldt como científico, puesto que empleaba su tiempo en investigaciones exactas, empíricas, que no parecían conducir a nada trascendental128. No hay muchos incidentes tan lamentables en la historia intelectual como la inútil guerra emprendida por Goethe contra Newton. Incluso se engañaba a sí mismo pensando que este era su gran logro, con el que «había hecho historia en el mundo»129. La finalidad de sus esfuerzos, sin embargo, no era descubrir la verdad científica, sino salvar la naturaleza para la imaginación creativa, para la vida interior del hombre, defendiéndola contra la obra diseccionadora, mecanizada y alienada de la ciencia. Aunque el hombre es una parte integral de la naturaleza, esta solo puede ser entendida por aquellos que están preparados para su mensaje, unos cuantos creativos –de ahí su oposición a instrumentos mecánicos como el microscopio y el telescopio–130. Schelling, cuyas ideas admiraba, hablaba en el mismo tono cuando exclamó que, «solo el investigador inspirado (la naturaleza) es la bendición de la tierra, creando eternamente energía primaria, que engendra y hace que todas las cosas broten». Copiarla significaría entonces, «emular su energía creadora», y en esto, los científicos, «que se han alejado de la naturaleza», no pueden triunfar, pues la han reducido a materia muerta. En cualquier caso, el artista no debe subordinarse a la naturaleza. Tiene que erigirse por encima de sus productos, «aprehenderla espiritualmente» y crear algo verdadero, algo que sea más que lo simplemente natural131. Este fue también el sentimiento de Nietzsche. La ciencia debe verse «a través de los ojos del artista y el arte a través de los ojos de la vida»132. Su aversión hacia el científico como el peor enemigo del artista, como «un ser humano bajo», no tiene límites. Era Prometeo y solo Prometeo quien conocía la naturaleza –y también cómo sobrepasarla–. Esta enemistad hacia la ciencia y el científico como plebeyo especializado permaneció durante todo el romanticismo. Solo Byron aceptó el universo newtoniano, algo que resulta inquietante: indicaba que reconocía la exclusión del poeta de la naturaleza, que Prometeo había sido rechazado por un universo hostil.
Incluso para los románticos, que adoraban la naturaleza, esta nunca había sido un asunto fácil. Su sentido dramático de la vida estaba fascinado ante su violencia y destructividad. «La semilla de la creación divina se revela en el éxtasis de la destrucción», escribió Friedrich Schlegel a su hermano133. Un año más tarde, Nietzsche todavía se maravillaba ante la explosión y destrucción inherente en toda vida orgánica y creativa134. «Todas las criaturas vivas dependen de la destrucción de otras especies…, el hombre vive en los animales, los animales en otros… Percibo muerte y asesinato en la creación»135. Estas no son las palabras del sombrío De Maistre o del perverso marqués de Sade, sino del apacible Herder. La creación es trágica, solo surge de la destrucción. Todo romántico, de Herder a Nietzsche, lo sabía. Solo con los románticos tardíos, especialmente Baudelaire, cesó la necesidad de justificar tanta crueldad. Es entonces cuando la naturaleza se convierte en el horror inexplicable que Sade había sentido136. Prometeo ya no puede enfrentarse a su enemigo final, la muerte. Pues la muerte es el gran obstáculo en su camino a la omnipotencia. La muerte apresa la conciencia prometeica, la muerte es su derrota final.
La muerte está aquí y allí
La muerte siempre anda ocupada
A nuestro alrededor, más allá
Está la muerte –y somos la muerte
La muerte ha dejado su impronta y su sello
En todo lo que somos y sentimos
En todo lo que sabemos y tememos137.
«¿Cómo se puede ser feliz en este mundo –cuando todo termina en la muerte?», se preguntaba Novalis, pregunta que se repetía una y otra vez138. Pero en principio, el romanticismo no perdió la esperanza. La vida estaba subyugada a la muerte. Herder, que no podía amar la vida como Goethe, aunque la naturaleza no tuviera propósito ni sentimiento, encontraba sosiego en la idea de palingenesia. La muerte no existe realmente en la creación. Solo es una apariencia; la raíz de nuestro ser vivo, de alguna forma transformado. La muerte no es falta de vida, sino metamorfosis139. Aunque Goethe no utilizaba conceptos teleológicos de la naturaleza, la muerte tampoco le asustaba. La muerte, le dice Prometeo a Pandora, es el momento sentimental más intenso de nuestra vida, en el que nos perdemos solo para vivir de nuevo. Al final, Demogorgon agradece al Prometeo de Shelley la victoria sobre «el azar, la muerte y la mutabilidad» que él no había conseguido. Pero para Shelley no era suficiente. La muerte debe ser abolida del todo y transformada en una forma más alta de vida, no en su antítesis. Por eso Adonais no muere realmente, «se confunde con la naturaleza». Y su muerte no es tal: «indestructible es la Unidad del Mundo/ solo apariencia son cambio y olvido». Al final, la muerte se convierte en un fin deseado; «muere, muere/si a confundirte plenamente aspiras». El miedo a la muerte se ha transformado en un deseo de muerte. Novalis pasó exactamente por el mismo proceso. Incluso, llegó a convencerse de que el poder del espíritu humano sobre la vida y la muerte era tal que se podía morir deseando intensamente unirse a los amigos muertos140. «Quizá mi mayor objetivo es poder desear morir», repetía Schleiermacher141. Kleist, que vivió toda su vida torturado por el pensamiento de los millones de personas que ya habían muerto, sucumbió a la muerte deseando que terminase en suicidio142. Prometeo conquista el olvido y se convierte en algo más que sí mismo. Tal era el significado final que el poeta compartía con la eternidad.
La muerte, sin embargo, no se conquista tan fácilmente. Hegel avisaba que la muerte vencería a Prometeo. El hombre fáustico, que trata de «tomar» y «poseer» la vida, encuentra que solo «tiene que aguantar la muerte». Hegel no se sorprendió de que estas vehementes aspiraciones condujesen a la impotencia y al misticismo143. Había abandonado a Prometeo con el resto del romanticismo. Un filósofo sensible siempre puede evitar la desesperación, a pesar de que, como Hegel, sepa que el conocimiento absoluto está siempre detrás de la vida, que solo recuerda la vida para «pintarla gris sobre gris», en el crepúsculo, cuando la vida misma se ha ido144. Pero Prometeo no es capaz de resignarse de esta manera. Ante la derrota, es Manfred pidiendo el puro olvido, una muerte que ponga final a una vida de desdichas. Los héroes de Byron ya no abolen la muerte; solo se condenan infligiendo muerte, como Caín,
¡Yo, que aborrezco el nombre de la muerte,
cuyo