Después de la utopía. El declive de la fe política. Judith N. Shklar

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Después de la utopía. El declive de la fe política - Judith N. Shklar La balsa de la Medusa

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de todo, una vida humana merecía más la pena que cualquier principio y que en moralidad no puede existir «un juez absoluto»24. Simplemente, debemos amueblar nuestras mentes de nuevo en cada ocasión. Parece, entonces, que ningún sistema ético es posible; de hecho, que la filosofía, el arte de generalizar, es inmoral y vana a un mismo tiempo. Sin duda, ley y justicia se convierten en algo totalmente incompatible. Si no hay dos personas y dos acciones iguales, no puede inventarse ninguna regla legal que las cubra, ni la misma ley puede aplicarse dos veces con justicia. La ley nunca es justa25. «La fábula de Procusto nos presenta una débil sombra del esfuerzo perpetuo de la ley», señalaba26.

      La filosofía sistemática, como la sociedad legal sistemática, es entonces un completo fracaso. Solo un anarquismo perfectamente moral, social e intelectual podría triunfar. Tal era, de hecho, la pretensión de Godwin, pero, ¿cómo podía conseguirse?, ¿qué podía proporcionar ese mínimo de cohesión social que incluso una sociedad anarquista también necesita? Sin duda, no había nada en el estado presente de la sociedad y de la inteligencia humana que garantizase la esperanza.

      Nadie ha criticado todas las instituciones existentes de forma más vehemente que Godwin. El efecto perjudicial del orden establecido en las vidas de los individuos era, de hecho, tema constante de sus sombrías novelas27. Sin embargo, Godwin seguía creyendo que la razón arrancaría a los hombres de su presente irracionalidad para mantenerlos después en una eterna y armoniosa anarquía –¡y esto, después de haber demostrado con claridad meridiana que la razón solo puede desintegrar y nunca proporcionar la base para la reconstrucción!–. Su continuado optimismo era un tributo a su propio temperamento clásico, no a su filosofía. Pero esta era la condición necesaria para el florecimiento de una «conciencia infeliz». Pasado y presente se habían descrito como odiosos, y no había forma de rehabilitarlos. La filosofía había caído en desgracia. En Alemania, de hecho, Kant ya había tenido más o menos la misma influencia mucho antes. El más grande e influyente de los filósofos modernos se las arregló para desalentar a los poetas en la misma medida en que incendiaba de admiración a sus compañeros filósofos. En el ámbito de las ideas literarias, produjo una reacción que era del todo hostil a sus pretensiones reales y a los muchos filósofos que continuaron apreciándole. Hoy en día es difícil imaginar el efecto tan demoledor que pudo tener la primera lectura de la Crítica de la Razón pura. No tenemos más que leer la carta de Kleist, con el corazón destrozado, contando cómo había destruido todas sus certidumbres, para recordarlo28. Para Nietzsche, la experiencia de Kleist todavía le parecía muy cerrada29. Por eso, Heine afirmaba que Kant había sido más destructor que Robespierre, por eso también le tacha de «apoético» y «filisteo»30. Al revelar primero los límites de la razón, y asentar después un sistema moral donde la razón vivía a expensas de la experiencia de cualquier impulso natural, Kant contribuyó a que los espíritus poéticos se sumieran en cierto estado de desesperación general e incluso de aversión a la filosofía.

      El nuevo mundo de la razón compensaba con mucho a los filósofos y científicos ante la pérdida de un universo religioso seguro, pero para la gente de imaginación más ardiente resultaba intolerable. Para ellos, el reconocimiento de que «Dios ha muerto» era una tragedia. Su única esperanza era encontrar una visión poética de la realidad que pudiera colmar el vacío emocional del mundo de la prosa con máximas políticas y lógica científica. En esto, los jóvenes rebeldes de Sturm und Drang, incluso el maduro Schille, o Goethe, todos los poetas del renacimiento romántico en Inglaterra, Francia y Alemania, así como pensadores posteriores tan imaginativos como Kierkegaard y Nietzsche, estaban de acuerdo. Esta búsqueda de la conciencia infeliz, no solo su sentimiento de alienación del mundo moderno, se hallaba en el corazón del romanticismo del siglo XIX.

      El romanticismo no surgió de filosofía alguna, sino que la filosofía asentó el escenario intelectual para el nuevo espíritu y entabló una guerra con la poesía. La propia filosofía proporcionaba ocasiones para la erupción de la «conciencia infeliz» y una gran parte de la historia intelectual del siglo XIX consiste precisamente en la guerra entre filosofía y poesía. La poesía trataba de «curar las heridas que la razón nos había infligido» y la filosofía buscaba defenderse del creciente predominio de las formas de pensamiento antirracional. En el curso de este diálogo, ambas partes se vieron modificadas; incluso hoy, tenemos una poesía y unos filósofos excesivamente intelectuales que constantemente exigen más vida. Al principio, sin embargo, fue la visión estética de la vida la que trató de salvar la existencia humana de los excesos del espíritu analítico.

       La contienda entre poesía y filosofía

      El hombre que salva a Fénelon sufre de una enfermedad que Coleridge denominaba «la alienación y autosuficiencia de la razón»31. El romanticismo protestó contra esta fragmentación analítica del hombre, más que contra la razón misma. Desde los primeros estertores de Sturm und Drang, el romanticismo se dedicó al ideal de totalidad humana, la integridad de toda la personalidad. Sus excesos de «sentimiento» eran afirmaciones de vitalidad, una fuerza viva antifilosófica. Si el héroe de Sturm und Drang era una mero Kraftgenie, si su culto a la energía y espontaneidad era exagerado, es cuestión que debe verse como un esfuerzo para redirigir el equilibrio que los excesos de la razón analítica habían alterado. La vida no se identificaba solo con la energía; se buscaba la unidad interna de los poderes humanos, en vez de su departamentalización en «sentimiento» y «razón».

      Manfred se refería a todo ello cuando afirmaba que «el árbol del conocimiento no es el de la Vida», pero la cuestión real quedaba por formular: «¿qué es la vida en sí?»32. Especialmente para los últimos románticos, más reflexivos, la emoción sola no era suficiente33. Para ellos, la vida nunca estaba realmente allí, en el presente, sino que siempre era una meta distante, una aspiración, algo inalcanzable, un objeto de deseo más que algo experimentado. Para la mayoría de los románticos, la vida era un deseo, no una realidad34. Su deseo constante de más vida y menos pensamiento era, en realidad, la demanda de una nueva forma de mirar la vida –la forma del artista, para ser exactos, creativamente–. Era el deseo intenso de volver a unir todo lo que la filosofía había destrozado, razón y experiencia, deuda e inclinación. No era el análisis, sino los poderes restauradores de la imaginación creativa, los que iban a recrear al hombre y hacerlo más vivo.

      La primera objeción a la filosofía, entonces, es que no era creativa. «La mente…no puede crear, solo puede percibir»35. Pero más serio resulta que la «mente» pueda destruir. Puede robarnos nuestra simple conciencia de la existencia, nuestro lugar en la creación, como señalaba Herder. «Una ocupación triste», así decía de la filosofía36. Esta fue la primera voz auténtica del romanticismo, Herder fue el primero en aplicar el punto de vista poético a todo problema intelectual y social37. En literatura, terreno de Herder, no existe «el hombre en general», como a la filosofía le gusta contemplar. Solo hay individuos concretos –el propio artista y sus personajes–. Un autor es grande si es original, es decir, no como «el hombre en general». Su obra es bella en cuanto que sus personajes son seres vivos, no abstracciones representando características aisladas. Según Herder, por eso Homero era un Prometeo creando dioses y hombres vivos, mientras que la poesía didáctica de Horacio y sus imitadores solo trataba de símbolos vacíos38. El poder del poeta, «sus dioses y hombres», depende de la unidad de su ser interior: el poema tiene que ser expresión de toda la personalidad del poeta, sus dioses y hombres tienen que ser creíbles, individuos multifacéticos. Desde este punto de vista, por supuesto, hablar de un hombre dividido en lo racional y emocional se convierte en algo poco fructífero. De nuevo, la idea de una naturaleza común humana, un hombre generalizado, parece irreal, los hombres difieren más entre sí que las diversas especies de animales, insistía Herder39. Contemplaba el proceso de individuación en toda la naturaleza. En vez de convertirnos en «el hombre en general», abstracto, filosófico, deberíamos ser más diferenciados, más «un todo»: «la convicción de nuestro egoísmo, el principio de nuestra individuación, es más profunda que nuestro entendimiento, nuestra

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