Despertar. Sam Harris
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Aunque Huxley fue muy cauto en sus palabras, la noción de «máximo factor común» como punto de unión de todas las religiones empieza a dividirse en el momento en que ejercemos cierta presión en busca de detalles. Por ejemplo, las religiones de Abraham son incorregiblemente dualistas y se basan en la fe: en el judaísmo, el cristianismo y el islam el alma humana se concibe como algo genuinamente separado de la realidad divina de Dios. La actitud adecuada para la criatura que se encuentra en esta circunstancia es una mezcla de terror, vergüenza y estupefacción. En el mejor de los casos, las nociones de amor y gracia de Dios proporcionan cierto alivio, pero el mensaje central de estas fes es que cada uno de nosotros está separado de una autoridad divina y a la vez está en relación con ella, y esa autoridad divina castigará a todo el que albergue la más mínima sospecha sobre su supremacía.
La tradición oriental presenta una imagen muy diferente de la realidad. Y sus enseñanzas más elevadas –las de las distintas escuelas budistas y la tradición hindú llamada Vedanta Advaita– trascienden explícitamente el dualismo. Según todas estas enseñanzas, la conciencia de cada uno de nosotros es idéntica precisamente a esa realidad que bien podríamos confundir con Dios. Aunque tales enseñanzas afirmen cosas que cualquier estudiante serio de ciencias consideraría increíbles, se centran en una serie de experiencias que tanto el judaísmo como el cristianismo y el islam consideran zona prohibida.
Qué duda cabe de que místicos judíos, cristianos o musulmanes concretos han tenido experiencias parecidas a las que han dado origen al budismo y el advaita, pero estas perspectivas contemplativas no son representativas de su fe, sino más bien hechos anómalos que los místicos occidentales siempre han luchado por entender y honrar, a menudo corriendo un considerable riesgo personal. Dado su peso, estas experiencias han sido causa de heterodoxias por las que muchas veces se ha exiliado o matado a judíos, cristianos y musulmanes.
Como Huxley, cualquiera que decida encontrar una feliz síntesis entre las diferentes tradiciones espirituales, verá que las palabras del místico cristiano Meister Eckhat (c. 1260-1327) sonaban muchas veces a budistas: «El conocedor y lo conocido son uno. Los simples se imaginan que verán a Dios como si él estuviera allá y ellos aquí. No es así. Dios y yo somos uno en el conocimiento». Pero sus palabras también sonaban a alguien condenado a ser excomulgado por su iglesia… y así fue. Si Eckhart hubiera vivido un poco más, seguro que le habrían arrastrado a la calle para quemarlo por sus expansivas ideas. Es una considerable diferencia entre el cristianismo y el budismo.
En el mismo sentido, es engañoso considerar que el sufí místico Al-Hallaj (858-922) representa el islam. Era musulmán, sí, pero sufrió la más horrible de las muertes imaginables en manos de sus correligionarios por suponer que era uno con Dios. Tanto Eckhart como Al-Hallaj dieron voz a una experiencia de autotrascendencia de la que cualquier ser humano, en principio, puede gozar. Sin embargo, sus puntos de vista no eran coherentes con las enseñanzas fundamentales de sus fes respectivas.
En comparación, la tradición india está libre de problemas de este tipo. Aunque las enseñanzas del budismo y del advaita se insieren en religiones más o menos convencionales, contienen perspectivas empíricas sobre la naturaleza de la conciencia que no dependen de la fe. Podemos practicar la mayor parte de las técnicas de meditación budista o el método de las autopreguntas del advaita y experimentar los cambios percibidos en nuestra conciencia sin tener que creer en la ley del karma o en los milagros atribuidos a los místicos indios. En cambio, para iniciarnos como cristianos debemos aceptar de entrada una docena de cosas imposibles sobre la vida de Jesús y los orígenes de la Biblia. Y lo mismo puede decirse, excepto por unos pocos detalles sin importancia, del judaísmo y del islam. Si resulta que alguien descubre que el creer que es un alma individual es una ilusión, será acusado de blasfemia en cualquier parte al oeste del Indo.
Está fuera de toda duda que muchas disciplinas religiosas pueden proporcionar experiencias interesantes en las mentes adecuadas. Pero debe quedar claro que comprometerse con una práctica basada en la fe (y probablemente delirante), tenga los efectos que tenga, no es lo mismo que investigar la naturaleza de la mente sin asumir ninguna doctrina. Afirmaciones como esta pueden parecer diametralmente antagonistas de las religiones de Abraham, pero no por ello son menos autènticas: se puede hablar de budismo prescindiendo de sus milagros y asunciones irracionales. No se puede decir lo mismo del cristianismo o del islam.3
La relación de Occidente con la espiritualidad oriental se remonta como mínimo a la campaña de Alejandro Magno en la India, donde el joven conquistador y sus filósofos conocieron ascetas desnudos a los que llamaron «gimnosofistas». A menudo se dice que el pensamiento de estos yoguis influyó sobremanera en el filósofo Pirrón, el padre del escepticismo griego, lo cual debe de ser verdad a juzgar por lo mucho que sus enseñanzas tienen en común con el budismo. Pero estas perspectivas y métodos contemplativos nunca llegaron a formar parte de ningún sistema de pensamiento en Occidente.
Los estudios serios sobre el pensamiento oriental a cargo de personas no implicadas en dicho pensamiento no llegaron hasta finales del siglo XVIII. Por lo que sabemos, la primera traducción de un texto sánscrito a una lengua occidental fue la que hizo, en 1785, sir Charles Wilkins del Bhagavad-gita, un texto clave del hinduismo. El canon budista no volvió a atraer la atención de los estudiosos occidentales hasta al cabo de otros cien años.4
La conversación entre Oriente y Occidente empezó con toda seriedad, si bien de un modo poco propicio, con el nacimiento de la Sociedad Teosófica, ese golem de hambre espiritual y autoengaño que vino a este mundo de la mano casi exclusivamente de la incomparable madame Helena Petrovna Blavatsky, en 1875. Era como si todo lo que envolvía a Blavatsky desafiase la lógica terrenal: era una mujer tremendamente gorda de la que se decía que anduvo sola y sin ser vista por las montañas tibetanas durante siete años. También se creía que había sobrevivido a naufragios, heridas de bala y luchas de espadas. Ya sin tanto poder de persuasión, Blavatski decía estar en contacto físico con miembros de la «Gran Hermandad Blanca» de maestros ascendidos –unos seres inmortales responsables de la evolución y mantenimiento del cosmos en su totalidad–. Su líder procedía del planeta Venus, pero vivía en el mítico reino de Shambhala, que Blavatsky situaba en algún sitio próximo al desierto de Gobi. Bajo el burocrático y sospechoso nombre de «Señor del Mundo», este líder supervisaba el trabajo de los otros adeptos, incluidos Buda, Maitreya, Maha Chohan y un tal Koot Hoomi, que, según parece, no tenía nada mejor que hacer que ir por el mundo transmitiendo sus secretos a Blavatsky.5
Siempre resulta sorprendente cuando una persona atrae a hordas de seguidores y construye una gran edificio sobre su generosidad al mismo tiempo que trafica con mitología de tres al cuarto. Sin embargo, tal vez esto no fuera tan evidente en un tiempo en el que incluso la gente más ilustrada se esforzaba por asimilar la electricidad, la evolución y la existencia de otros planetas. Qué fácilmente olvidamos cómo de repente, al final del siglo XIX, el mundo se encogió y el cosmos se expandió. Las barreras geográficas entre culturas alejadas se rompieron gracias al comercio y las conquistas (entonces se podía pedir un gintónic en casi todos los lugares del mundo), y sin embargo la realidad de fuerzas ocultas y de mundos extraterrestres constituían un centro de interés cotidiano de la investigación científica más rigurosa. Inevitablemente, los transversales descubrimientos científicos se entremezclaron en la imaginación popular con los dogmas religiosos y el ocultismo tradicional. De hecho, esto sucedió, al más alto nivel del pensamiento humano, durante más de un siglo: siempre es instructivo recordar que el padre de la física moderna, Isaac Newton, gastó una considerable parte de su genio en estudios sobre teología, profecías bíblicas y alquimia.
La incapacidad de distinguir lo extraño pero verdadero de lo solamente extraño era algo bastante común en la época de Blavatsky –como lo es ahora–. El contemporáneo de Blavatsky Joseph