Como el fuego. Carol Marinelli
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–Bien –respondió la mujer, encogiéndose de hombros–. Bueno, un poco triste.
–Lo sé.
–Y un poco preocupada también. Mi marido y yo… en fin, echaremos mucho de menos al señor Romano. Y también a usted.
Mia sabía que la pareja había vivido allí durante muchos años y debían estar preocupados por su puesto de trabajo.
–Gracias –le dijo, dando un paso adelante para abrazarla. Mia no era particularmente afectuosa, pero adoraba a Sylvia, que siempre había sido cariñosa con ella–. Será mejor que bajemos. Los saludaré y les ofreceré una copa, pero cenaré en mi habitación.
–Sí, claro –asintió Sylvia, que conocía bien la situación.
Cuando el ama de llaves desapareció, Mia se miró en el antiguo espejo de cuerpo entero. Llevaba un sencillo vestido negro, medias negras, zapatos de medio tacón y el pelo sujeto en un moño. Iba a ponerse un collar de perlas que había sido de su madre, pero se preguntó si sería demasiado ostentoso.
No sabía cómo debía actuar y menos qué sentía en realidad. El suyo había sido un matrimonio de conveniencia, pero Rafael se había convertido en un amigo muy querido y lo echaría de menos.
Daba igual, lidiaría con sus sentimientos más tarde, cuando se hubiese alejado de aquella familia para siempre.
Mia bajó por la escalera y entró en el salón. Estaba frente a la chimenea, abrazándose a sí misma e intentando calmarse, cuando los Romano entraron en la casa.
¿Qué iba a hacer?
Todos la detestaban porque creían que era la causa de la ruptura entre Rafael y Angela. ¿Esperarían que saliese a saludarlos? No, lo dudaba.
Durante los últimos años, cada vez que alguno de ellos visitaba a su padre, Rafael estaba allí. Iba a ser muy diferente estando sola.
Poco después oyó voces en el pasillo y, entre ellas, la de Dante, con su particular tono venenoso.
–¿Dónde está nuestra madrastra?
Mia torció el gesto. Dante insistía en llamarla así y esa noche le molestó de verdad.
–Ah, aquí estás.
Ni el mínimo intento de ser amable, aunque solo fuese para guardar las apariencias. Nunca se habían tocado siquiera. Ni un beso, ni un apretón de manos.
La relación siempre había sido difícil, pero la tensión entre ellos había aumentado en las últimas semanas. Cuando iba a visitar a su padre en el hospital y ella se levantaba de la silla, Dante daba un paso atrás, como si no pudiera soportar rozarla siquiera. Desde que Rafael le dijo que era su amante, era como si entre ellos hubiese una pesada puerta de acero.
Una puerta que no se había abierto ni un solo centímetro en esos dos años.
Hablaban solo cuando no tenían más remedio que hacerlo y, en realidad, Mia lo agradecía. Dante era alto y formidable en los mejores momentos y en los peores, como aquel, podía ser el propio demonio.
Llevaba un traje de chaqueta oscuro y una camisa blanca arrugada, algo poco habitual en él, que siempre iba inmaculadamente vestido. No se había afeitado y sus ojos estaban un poco enrojecidos, pero aparte de eso nadie sabría que estaba de luto. Sí, era guapísimo, pero Mia se negaba a pensar en ello.
–Te acompaño en el sentimiento –le dijo, aunque sabía que sus palabras sonaban forzadas.
–Pero no lo compartes –replicó Dante.
En lugar de contestarle como merecía, Mia se mostró fríamente amable.
–Las habitaciones están preparadas.
–No es necesario. Mis hermanos dormirán en casa de mi tío y yo me alojaré en el hotel.
–Muy bien, pero si alguien cambiase de opinión…
–Lo dudo mucho.
Dante se dirigió al bar, abrió un decantador de cristal y se sirvió una copa de coñac.
–¿Tus hermanos no van a entrar? –le preguntó ella.
–¿De verdad esperabas que tomasen una copa contigo? No, lo siento, pero han ido directamente al comedor. Solo queremos que esta cena termine cuanto antes. Cenaremos y luego te dejaremos en paz.
–Entonces, os dejo solos para que cenéis tranquilos.
–No, de eso nada. Tú cenarás con nosotros.
–¿Por qué? Acabas de dejar bien claro que no soy bienvenida.
–Pero mi padre quería que cenásemos juntos esta noche y, además, es la última oportunidad de repasar los preparativos del entierro y el funeral. No tendré tiempo de explicarlo dos veces.
–¿Qué hay que explicar? Todo está organizado.
–Porque lo he organizado yo. Los coches, el discurso, el entierro, la lectura del testamento. ¿Es que no piensas aportar nada al funeral de tu marido más que unas lágrimas de cocodrilo?
Sin esperar respuesta, Dante se dio la vuelta y se dirigió al comedor.
–¿Ella va a cenar con nosotros? –le preguntó Ariana.
A pesar de las instrucciones de Rafael, ninguno de ellos pensaba que Mia tendría la desvergüenza de presentarse.
–Creo que sí.
–Menuda cara…
–Calla, Ariana –le advirtió Dante.
No le gustaba esa mentalidad de ataque en grupo y se daba cuenta de que su animosidad hacia ella era exagerada, pero verla era como una patada en el estómago.
Cuando entraron, la casa estaba en silencio. En una típica casa italiana habría sollozos, llantos, gritos de dolor, pero Mia estaba inmóvil y digna frente a la chimenea.
En silencio, digna y totalmente capaz de excitarlo a pesar de todo.
Capítulo 3
HUBO muchas miradas de soslayo mientras Mia se sentaba en la cabecera de la pulida mesa. Después de todo, era la señora de la casa y todos la detestaban por ello.
–Dei morti parla bene –dijo Dante, levantando su copa.
Mia conocía esa expresión: «habla bien de los muertos».
Tomó un sorbo del oscuro líquido, un vino del viñedo privado de Rafael, y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar porque le sabía amargo.
Un segundo después, Luigi ofreció un brindis mirándola directamente.
–‘Dove c’è’ un testamento, c’è’ un