Como el fuego. Carol Marinelli
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–No hace falta. Ya le dije a tu padre todo lo que tenía que decirle.
–Ya, claro –asintió él, con tono desdeñoso.
La tensión era insoportable y Mia se levantó de la silla.
–Si me perdonas –murmuró.
–No necesitas mi permiso para levantarte, pero márchate si quieres, me da igual.
Mia subió a su habitación, angustiada. Sylvia había cerrado las cortinas y, después de ducharse y ponerse el camisón, se metió en la cama, temiendo el día siguiente.
No podía dejar de recordar el entierro de sus padres y la idea de ir sola tras el coche fúnebre le hacía sentir náuseas.
Quería un té, una tila, algo caliente y relajante, pero no pensaba bajar a la cocina hasta que Dante se hubiera ido.
Aunque entonces estaría sola en la casa.
Le daba miedo estar sola en la casa por la noche. De hecho, le daba pánico.
Sylvia y su marido vivían en una casita cerca de la residencia, pero jamás los llamaría para algo tan trivial como hacerle un té. Sí, aquella sería su última noche en la casa porque, por tonto que pareciese, le daban pánico los fantasmas. No podía quedarse allí sabiendo que Rafael estaba enterrado en la finca. Ya había hecho las maletas y al día siguiente, después de la lectura del testamento, se iría de Luctano para siempre.
Los Romano querían que se fuera y ella se lo pondría fácil.
Estaba leyendo en la cama cuando Stefano volvió para buscar a su hermano. Cuando la puerta se cerró y oyó pasos sobre la gravilla del camino, se puso una bata y salió de la suite.
Encendió la luz del pasillo y bajó por la escalera sobresaltándose con cada ruido, pero cuando abrió la puerta de la cocina se dio cuenta de que no estaba sola. Porque allí, en silencio, con una copa de coñac en la mano, estaba Dante.
–Ah, pensé que habías ido a la vigilia –dijo al verlo, abrochándose el cinturón de la bata a toda prisa.
–No, he decidido no ir –respondió Dante–. Vi a mi padre el día que murió, así que no necesito verlo ahora.
Mia asintió con la cabeza. No se le ocurría nada peor que pasar la noche en una iglesia con un cadáver.
–Iba a hacerme un té. ¿Quieres uno?
Dante negó con la cabeza.
–No, gracias. Me voy al hotel. Ah, y hay un pequeño cambio de planes para mañana. Stefano insiste en que Eloa acuda al entierro.
–¿Y no te parece bien? Están comprometidos y van a casarse.
–Ya, bueno, esperemos que Roberto redacte un acuerdo prematrimonial.
–¿No crees que puedan estar enamorados?
–Que Dios los ayude si es así, el amor solo causa problemas.
–Qué cínico eres.
–Dice la joven y desolada viuda –replicó él, sarcástico.
Mia le dio la espalda y Dante intentó no notar el ligero temblor de su mano mientras se preparaba el té. Le sorprendía que se hiciera el té ella misma en lugar de llamar a Sylvia. La había imaginado sentada en la cama, tocando la campanilla para que le llevasen una bandeja… pero apartó esa imagen de su mente porque no quería imaginar, ni por un segundo, a Mia en la cama.
Tenía que hacer un esfuerzo para no mirar sus curvas bajo la bata de seda. Algo había cambiado entre ellos desde la muerte de su padre. Las reglas que se había impuesto para evitarla empezaban a derrumbarse.
Miró hacia la ventana, pero la noche era tan oscura que podría estar mirando un espejo.
–Dante, no quiero ir al entierro…
–Lo siento, pero tienes que hacerlo. ¡Eras su mujer!
–Sí, lo sé, pero no quiero ir sola en el coche.
–¿Dónde están tus parientes, tus amigos? –le preguntó Dante.
Por lo poco que le había contado su padre, sabía que sus padres habían muerto, pero no sabía mucho más sobre su vida.
–No he llamado a nadie.
–¿Por qué no? ¿Es que se han cansado de tus juegos? Tienes un hermano, pero no estuvo en la boda y tampoco está aquí hoy, aunque creo recordar que el año pasado tú fuiste a su boda. ¿Te preocupa que venga y revele alguna de tus mentiras?
–Dante…
–No es un castigo que vayas sola en el coche sino un gesto de cortesía. No es culpa mía que no tengas a nadie que te acompañe.
Ella se volvió, airada.
–¿Esperas que los vecinos me tiren fruta podrida o algo así?
Dante vio un brillo de lágrimas en sus ojos azules. Era la primera muestra de emoción desde que llegó. De hecho, era la primera vez que mostraba emoción desde el día que se conocieron y, a pesar de sí mismo, lo conmovió. Quería ofrecerle consuelo, tomarla entre sus brazos…
Su deseo por ella era perpetuo, un fuego que tenía que apagar constantemente, pero cada día era más difícil.
–¿Pensabas que iríamos juntos a la iglesia como una familia unida? No me hagas reír.
–Me voy a mi habitación –dijo ella, tomando la bandeja.
–Saldremos de aquí a las once –anunció Dante.
–Muy bien.
En sus ojos vio un brillo que no se atrevía a descifrar. Puro desdén, pensó, nada más que eso. No podía ser nada más.
Siempre había sido consciente de la potente sexualidad de Dante, pero ahora, de repente, era consciente de la suya propia. Consciente de que estaba desnuda bajo el camisón. Sus pechos se habían vuelto extrañamente pesados y parecía haber chispas en el aire. La puerta de acero se abría cada vez más y le daba pánico ver lo que podría haber detrás.
–Buenas noches –se despidió, con voz ronca, antes de dirigirse hacia la escalera.
Estuvo a punto de tropezar y solo pudo respirar cuando cerró la puerta de la habitación.
Olvidándose del té, se dejó caer sobre la cama, angustiada. Y la llamaban «la reina de hielo», pensó. Estaba ardiendo por él. Sentía cosas que no había sentido nunca antes de conocer a Dante.
Había pensado muchas veces que le faltaba algo, que debía tener algún problema porque nunca había tenido el menor interés por el sexo.
Incluso en la universidad, cuando escuchaba perpleja la obsesiva charla de sus compañeras sobre los chicos y las cosas que hacían con ellos, a ella le parecían sucias y la dejaban con