Darshan. Alexis Racionero Ragué

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Darshan - Alexis Racionero Ragué Sabiduría Perenne

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a los intentos americanos por detener el comunismo, este sistema rige en esta república democrática popular desde 1975. En su capital, Vientiane, sigue ondeando la bandera de la hoz y el martillo a lo largo de su paseo principal junto al río Mekong.

      Recomiendo encarecidamente visitar el Museo de Historia Nacional, una joya histórica por el contenido de una colección que rebosa comunismo y antiamericanismo con fuentes gráficas de todo tipo. Pese a ello, no hay que creer que el país es un lugar hostil y peligroso para un occidental. En Laos no anida el resentimiento lógico que uno puede encontrar en Vietnam. Parece que el budismo les ha enseñado a perdonar o a desprenderse de las tragedias de su historia reciente, algo que puede compartir con Camboya.

      Laos es un tranquilo y remoto lugar que alberga uno de los tesoros más importantes del sudeste asiático: Luang Prabang, una villa reconocida por la Unesco y visitada por los turistas. El acceso no es sencillo, pese a encontrarse a pocos kilómetros de Vientiane o de Hanói, la capital del norte de Vietnam. El lugar parece el corazón de las tinieblas descrito por Joseph Conrad, cuando despierta con las brumas de la mañana. Sin embargo, en cuanto el sol alcanza las cúpulas doradas de su centenar de pagodas, este pequeño pueblo resplandece como un oasis en mitad de las montañas selváticas.

      En él se encuentran diversos afluentes, del gran Mekong, bajo una colina que alberga un templo primitivo: That Phu Si, que ofrece sobrecogedoras vistas al atardecer.

      Pese al turismo incipiente que ha instalado un nightmarket con artesanía local, la atmósfera del pueblo sigue anclada entre la vida monacal de los miles de monjes que la habitan y el aroma colonial que dejaron los franceses con bellas villas y cafés. Este es uno de esos lugares donde se encuentran el Oriente y el Occidente más refinados. Luang Prabang es un lugar para quedarse a ver pasar las horas, un espacio de esos que el turismo considera que se visitan en dos días. Sin embargo, si uno se queda por más tiempo, se contagia del espíritu de una tierra que invita a desacelerar, a escuchar el ritmo de la vida y a percibir desde otro lugar, más allá de la mente. La potencia del río Mekong es tal que, aunque no se esté ante él, se presiente, de un modo parecido a los mantras y plegarias de los monjes que acontecen sigilosamente dentro de los monasterios. Si uno quiere, puede participar de ellas, escuchando y meditando, pero aún sin hacerlo, hay algo en Luang Prabang que te alcanza y te invita a bajar de revoluciones, a sentir la vida pausadamente.

      El calor tropical ayuda, al igual que el manto de estrellas en la noche, pero no hay un porqué concreto, es algo inherente a la magia ancestral del lugar.

      Vivencias

      Aterricé en Laos en un avión de hélices, procedente de Hanói, la capital del norte de Vietnam. Mi puerto de entrada fue Luang Prabang, porque quise ir directamente al lugar del que tanto me habían hablado. El norte resultaba un lugar remoto en el que durante la antigüedad los pueblos solo podían ser alcanzados por vía fluvial o mediante penosas expediciones por la selva tropical, salpicada de montes.

      El viajero y escritor Norman Lewis, en su libro de viajes por Indochina titulado A Dragon Apparent (1951), fue de los primeros en hablar de la belleza de sus pagodas.

      Llegué casi al anochecer, entre el rumor de las aguas que envuelven a esta aldea que parece una isla rodeada por cuatro ríos. Los mantras de la tarde se habían callado, pero todavía podía olerse el incienso y palparse el calor del final del verano. Los niños jugaban en la calle y el mercado de noche se preparaba para recibir a los turistas de paso, que se movían con la cadencia apresurada del viajero occidental que considera que un lugar tan pequeño no necesita más de dos días de visita. Yo había venido para quedarme, al menos durante una semana.

      Así pude observar, permanecer y entrar en la forma de vida de este pequeño paraíso, que se levanta poco antes del amanecer, cuando los monjes salen a la calle a pedir limosna, y se acuesta con el sol, entre rezos y plegarias.

      En Luang Prabang encontré el culto budista integrado en la cotidianeidad y oficiado en el marco de unos templos históricos y monumentales que seguían vivos, no convertidos en reliquias o en museos aptos para la visita turística, como en otros puntos de Asia. Los monjes permitían compartir ceremonias y ser observados en pleno culto, siempre que hubiera un respetuoso silencio y se siguieran normas básicas como descalzarse al entrar en los templos y mantener una actitud considerada.

      La primera pista que detecté en relación con la desaceleración fue la cadencia de los movimientos de los monjes, pues sus cuerpos parecían estar detenidos en la meditación y se movían como lo hacen las palmeras cuando el viento las mece.

      Me recordaban la cadencia del tao, el ritmo que establece la naturaleza, tal como la entiende esta antigua forma de sabiduría china. Siguiendo el tao o el modo de ser de la naturaleza, alcanzas un estado de ánimo semejante a lo natural.

      Este concepto de naturalidad que yo veía en los monjes de Luang Prabang se conoceen China como wu wei, que podría traducirse como «no hacer nada», algo que asociamos comúnmente con la meditación. Craso error, porque el wu wei es un equilibrio dinámico, un reposo para comprender con atención, un vacío de la mente para percibir completamente, una comprensión del todo desde la no acción. Un lugar en el que la sombra del pensamiento, que media entre el estímulo y la acción, desaparece. Esta es una de las claves para meditar que los monjes practican diariamente hasta alcanzar la perfección.

      Desde el exterior, allí donde casi siempre estamos los modernos hombres civilizados, parece no suceder nada, pero internamente, están captando todo aquello que a nosotros se nos escapa. Pueden ser las armonías sutiles de la naturaleza como plantea el taoísmo o la mirada íntima hacia tu dios interior del budismo.

      Chuang Tsé, el gran filósofo chino taoísta que vivió en el siglo IV a.C., cuando habla del wu wei nos dice:

      «La mente del sabio por estar en reposo deviene espejo del universo, espectáculo de toda la creación.

      Reposo, tranquilidad, quietud y naturalidad son los niveles del universo, la perfección última del Tao.»

      Vuelvo a los monjes y escucho sus mantras, prestando atención a la sonoridad de unas palabras que no comprendo, pero cuya lenta cadencia apacigua mi estado de ánimo. Nada parece romper la armonía de un entorno que transcurre a un ritmo parecido al de las aguas del río Mekong. Suave, constante y fuerte.

      Una tarde subí a la colina principal de Luang Prabang para visitar su templo y contemplar las vistas panorámicas de toda la región que desde ahí se divisan.

      Con una terrible humedad, los ciento noventa escalones, solo podían ser superados a bajas revoluciones y a un ritmo constante. Una vez en la cima, las vistas parecían sacadas de un cuadro simbolista, con paisajes como los de Gustave Moreau, aquellos que recuerdan acuarelas japonesas, con colinas fantasmagóricas entre el vapor de las aguas del río fusionándose con las nubes. De pronto, el crepúsculo irrumpió para llenar de un color morado todo el cielo y los cientos de turistas quedamos paralizados, incapaces de hacer una fotografía durante unos preciosos segundos en los que el tiempo se detuvo.

      Dentro del templo, apenas había nadie, tan solo dos chicas locales que habían ido a consultar una especie de oráculo, que consiste en sacudir un cubilete lleno de varillas con números. Me invitaron a participar y fue divertido ver sus caras ante mi supuesta suerte, que apenas me pudieron transmitir, porque no hablaban inglés. Me fui con la experiencia y la visión de un paisaje que no podré olvidar. Allá arriba, la vida parecía detenida, quieta y estática.

      Probablemente, aquella forma de oráculo provenía del I Ching o libro de las mutaciones, el texto más antiguo

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