Darshan. Alexis Racionero Ragué

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Darshan - Alexis Racionero Ragué Sabiduría Perenne

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como al confucianismo. También se lanzan unas varillas y, como sucede en casi todas las formas de adivinación primitivas como la cábala, la numerología pitagórica o la tántrica, los números establecen un oráculo. Aunque el I Ching es mucho más que esto. Por ejemplo, en él se recoge la sabiduría de los cinco elementos y temas de la medicina china.

      Con la conciencia del oráculo, remonté el Mekong para visitar las cuevas de Paok See, famosas por los centenares de estatuillas budistas depositadas como ofrendas durante siglos por los devotos.

      Subido a bordo de una larga y estrecha barcaza, un hombre curtido, con callos en las manos de tanto asir el remo, puso en marcha el motor. La corriente nos varaba continuamente, pero poco a poco corregíamos rumbo y ascendíamos sobre unas aguas arenosas con un caudal estremecedor. A uno de los lados, se divisaba alguna aldea de campesinos, pero el otro costado era casi imposible de ver debido a la enorme distancia. Cielos azules, con alguna nube sobre las verdes colinas selváticas. Unas horas más tarde, llegamos a las cuevas. La primera, junto al río, resultaba más luminosa y bella, pero también más visitada y ruidosa que la que descubrí internándome unos metros en la selva, siguiendo una escalinata que daba a una cavidad que invitaba a adentrarse en la oscuridad. Pasado el umbral, un bello Buda reclinado, ocupaba un altar que apareció bajo la luz de mi linterna.

      Un poco más hacia el interior, en otra sala lateral y todavía más profunda, diversos Budas se alineaban de pie, como un ejército de la templanza. Silencio y oscuridad, cobijo y refugio de la luz cegadora del exterior. Toda una experiencia en el corazón de las tinieblas, un lugar en el que el tiempo parecía detenerse, un espacio donde serenarse, antes de volver a las aguas del río, que, ya de regreso, te llevaban como si fueras montado sobre una gran ola.

      El arte budista ofrece numerosas variaciones. Normalmente, su espacio más conocido son las estupas o chortens, esas estructuras cónicas que apuntan al cielo, originadas como lugar de custodia de reliquias del Buda. Son lugares de culto exterior, cubiertas de oro, que relucen ante la luz del cielo e irradian su entorno. En cambio, las cuevas son espacios de recogimiento y meditación, con ese algo ancestral que nos devuelve al útero, al origen del que procedemos, a la noche de los tiempos, al silencio de la inmortalidad. Hoy suelen visitarse en compañía de fieles devotos o simples turistas, pero, si se llega a primera o última hora, queda la esperanza de vivir la experiencia en solitario, pudiendo sentir la atmósfera de recogimiento. Si esto no es posible, siempre queda la contemplación estética de los cientos de Budas que la gente ha ido depositando a lo largo de los siglos.

      Aquí, en Laos, todos eran Budas alargados con bellas coronas flamígeras y expresivas sonrisas. Brazos gráciles y cuerpos en movimientos armónicos que demostraban un arte escultórico muy avanzado. El interior poco tenía que ver con la belleza de las grutas del arte budista hindú, como Ellora o Ajanta, pero quedaba compensado con su esplendor natural, con las cuevas suspendidas sobre el gran río, escondidas en mitad de la selva tropical. Llegar hasta ellas devenía en todo un ritual, una experiencia casi iniciática.

      Al llegar al embarcadero de Luang Prabang, me quedé hipnotizado, observando el planear de las embarcaciones, que, para cubrir el trayecto de orilla a orilla, debían trazar virtuosas diagonales y curvas sinuosas que compensaban la fuerza contraria de la corriente. Lo que para unos hubiera sido un ejercicio de pánico, se vivía con toda tranquilidad. Simplemente, integraban el Tao en sus movimientos, siguiendo el flujo de la corriente del río. Si todos pudiéramos hacer lo mismo con nuestras vidas, tal vez sería todo más sencillo.

      Embarcadero de Luang Prabang al atardecer sobre el río Mekong.

      El wu wei puede entenderse como un juego del hombre que retorna a la niñez para compenetrarse con los elementos de la naturaleza y actúa desde la acción espontánea. Cuando de adultos adquirimos la conciencia del Yo, que en sánscrito se denomina Ahamkara, esta se apropia de la acción y la subordina a sus propios fines. Cuando actuamos desde este Yo, la acción se estropea, se premedita y no fluye.

      Al desacelerar y pausar, activas la capacidad de escuchar las armonías de tu entorno y la acción surge de una forma espontánea y natural. Sin embargo, esto no se puede confundir con la velocidad. Espontaneidad no es celeridad, sino naturalidad desde una cadencia, que se ajusta al entorno que te rodea.

      La cadencia de Luang Prabang era reposada desde el amanecer. Recuerdo la ritualidad de unos desayunos coloniales, entre muebles de teca y ventiladores, viendo pasar la vida.

      La gente local se movía de forma silenciosa y apacible, entre turistas que iban y venían, persiguiendo con sus cámaras a los monjes en su rito matinal de recoger alimentos por las calles.

      Un día trabé amistad con un monje que sabía mucho de fútbol y tenía ganas de aprender inglés. Resultaba curioso comprobar cuánto sabían de fútbol los monjes, tanto como cualquiera de los nativos dedicados al transporte o el turismo. Tal vez esta era la religión nuestra que más les llegaba o, simplemente, era la punta de lanza del voraz capitalismo comercial, que se enriquece vendiendo camisetas en cualquier lugar del mundo.

      Los monjes saben de fútbol y también son personas. Este descubrimiento de aquel día rompía mi estúpido tópico de pensar que eran personas que vivían la vida en plena reclusión y aislamiento. Su visión del deporte era serena, sin pasiones, estridencias o alteraciones de tono, casi comprendiendo el sentido reverencial que para muchos de nosotros puede tener esta especie de religión del urbanita occidental contemporáneo.

      A mi alrededor, los templos se disponían junto a una estupa central blanca cubierta por esferas desconchadas y restos dorados. Los tejados de los edificios parecían posarse sobre el suelo, adornados por preciosas filigranas ornamentales en madera policromada, en tonos rojos y colores terrosos. Había en ellos un indudable estilo, procedente de la antigua China.

      No podía dejar de contemplar aquellas maravillas, mientras el monje seguía hablándome de su día a día, de los años que le quedaban de formación, de la imagen que él tenía de Occidente. No es que sus palabras fueran ruido para mí, pero lo que expresaba, lo que verdaderamente me hablaba era su tono melodioso y pausado.

      Aquel era un lenguaje universal, cuya cadencia parecía ajustarse con la melodía del río y el sentido de las nubes, detenidas sobre las colinas.

      Luang Prabang fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco y, desde entonces, su paz puede quebrarse por la irrupción de todos los turistas que venimos a conocer su magia y, en ocasiones, nos perdemos en el detalle de una superficie que no nos deja escuchar su silencio. Para ello, hay que detenerse, frenar y quedarse un tiempo.

      Un lugar para permanecer unos días, más allá de lo establecido en las guías o en la idea típica del mundo civilizado que viene a ver lo que hay que ver en un tiempo preestablecido, para seguir acumulando millas y trofeos turísticos.

      Luang Prabang invita a comprender el poder de la desaceleración, pues en la lentitud y en la pausa se hace visible lo más sutil.

      Algo de todo esto se mantiene en Vientiane, la capital de Laos, pero, como es de esperar, la ciudad rompe la magia de los lugares remotos. En comparación con otras metrópolis asiáticas, Vientiane resulta un balneario a orillas del Mekong, pero sus vibraciones son bastante reconocibles para cualquier occidental. Tráfico, bares, bullicio, alta oferta hotelera, bazares y templos en reconstrucción que hablan de una ciudad que se abre al mundo, desde el anclaje de un régimen comunista que le ha aportado un cierto candor por su anacronismo.

      El mayor espectáculo son los atardeceres en el paseo del Mekong, donde las mujeres acuden a practicar aeróbic al aire libre, a un ritmo endiablado, más propio

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