El choque. Linwood Barclay
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—¿Cómo es que llevabas el móvil encima?
—Cuando Emily abriera la puerta para encontrarme, yo gritaría: «¡Sorpresa!», y luego quería ver cómo gritaba por el vídeo.
Sacudí un poco la cabeza.
—De acuerdo, o sea, que cuando ella se ha marchado de la habitación y te ha dicho que te quedaras allí es cuando tú me has llamado. —Asintió con la cabeza—. Has sido muy lista. Cuando ha salido de la habitación, ¿ha cerrado con pestillo?
—No lo sé. Ni siquiera sé si tiene pestillo, pero la señora Slocum me ha dicho que no me moviera y yo no quería meterme en más líos, así que me he quedado allí quieta. Pero no me ha dicho que no pudiera llamarte, así que te he llamado. Pero luego he pensado que a lo mejor se volvía a enfadar muchísimo, así que por eso te hablaba tan bajito. Cuando has llegado, he oído que el señor Slocum me llamaba y es entonces cuando he salido.
—Tesoro, lo que ha hecho la madre de Emily ha estado mal. Es verdad que tú no tendrías que haber estado ahí dentro, en su armario, pero ella no tendría que haberte castigado así. Pienso hablar con ella mañana.
—Pero entonces sabrá que te lo he contado y Emily ya no podrá ser mi amiga nunca más.
—Ya me aseguraré yo de que eso no suceda.
Kelly sacudió la cabeza con mucho ímpetu.
—A lo mejor se enfada más aún.
—Tesoro, la madre de Emily no te va a hacer daño ni nada parecido.
—Pero a lo mejor te hace daño a ti.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que va a hacerme?
—A lo mejor te mete una bala en el cerebro —dijo Kelly—. Eso es lo que le ha dicho que iba a hacerle a la persona con la que hablaba.
Capítulo 9
En cuanto Glen Garber se marchó con su hija, Darren Slocum le dijo a Ann:
—¿A qué coño ha venido todo eso?
—No lo sé. Se encontraba mal, se ha ido a su casa. Es una niña. Seguramente ha comido demasiadas porquerías. O a lo mejor echa de menos a su madre, yo qué sé. —Cuando se volvió para alejarse de su marido, él la agarró del codo.
—Suéltame —exigió Ann.
—¿Qué estaba haciendo en nuestro dormitorio? Ahí es donde la he encontrado, ¿sabes? Y cuando le he preguntado qué hacía ahí dentro, me ha dicho que tú le habías mandado que se quedara allí. No me gusta que las niñas husmeen en nuestra habitación.
—Las niñas estaban jugando al escondite —explicó Ann— y yo le he dicho que podía esconderse en nuestro cuarto.
—Las niñas no tendrían que andar jugando en nuestra habitación. Eso queda fuera de la jurisdicción de...
—¡Vale, está bien! Joder, ¿tenemos que convertir esto en un caso federal? ¿No te parece que ya tengo bastantes preocupaciones encima?
—¿Tú? ¿Te crees que eres la única que tiene de qué preocuparse? ¿Crees que esa gente piensa que te has metido tú sola en esto? Deja que te diga una cosa. Si vienen a por ti, se me llevan también a mí por delante.
—Ya lo sé, vale, tienes razón. Lo único que digo es que ya tenemos suficiente mierda que aguantar, y que no tengo tiempo para discusiones estúpidas sobre dónde pueden o no jugar las niñas en casa.
—Dejar que Emily invitara a una amiga a dormir ha sido una estupidez —dijo Darren en tono acusador.
Ann le lanzó una miradita de exasperación.
—¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Dejar de vivir hasta que consigamos solucionar esto? ¿Qué quieres que haga? ¿Que envíe a Emily a vivir con mi hermana o algo así hasta que todo haya vuelto a la normalidad?
—Y ¿todo eso te has gastado en pizzas? ¡Joder! —preguntó y, sacudiendo los brazos en el aire, añadió—: ¿Te crees que nos sobra el dinero como para ir tirándolo por ahí?
—Tienes razón, Darren. Esos veinte pavos que me he gastado en las pizzas nos habrían sacado del apuro ahora mismo. Podríamos haberles dicho: «Eh, mirad, aquí tenéis veinte pavos, aflojad un poco, anda».
Slocum dio media vuelta, furioso, pero enseguida se volvió para encararse otra vez con ella.
—¿Estabas hablando por teléfono hace un rato?
—¿Qué?
—La luz del supletorio de la cocina. Se ha encendido. ¿Eras tú?
Ann puso los ojos en blanco.
—Pero ¿a ti qué te pasa?
—Te estoy preguntando si eras tú la que hablaba por teléfono.
—La niña ha llamado a su padre, ¿recuerdas? Acaban de irse.
Eso le calló la boca un momento. Mientras él había estado hablando, Ann no había hecho más que pensar todo el rato: «Tengo que salir de aquí», pero le hacía falta una excusa. Algo verosímil.
Sonó el teléfono.
Había un supletorio inalámbrico en el salón. Ann estaba más cerca y se hizo con el auricular.
—¿Diga?
—¡Ha venido a verme! —chilló una voz.
—Por Dios, ¿Belinda?
—¡Me ha dicho que se me está acabando el tiempo! Yo estaba en el sótano, preparando unos medicamentos, y entonces...
—Cálmate un poco y deja de gritarme al oído. ¿Quién ha ido a verte?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Darren. Ann levantó una mano con la palma abierta.
—Ese tipo —dijo Belinda—. Ese con el que tratas tú. Te lo juro por Dios, Ann, por un segundo he pensado, ahí abajo... No sabía qué iba a hacerme. Tengo que hablar contigo. Tenemos que sacar ese dinero de donde sea. Si conseguimos darle aunque solo sean treinta y siete mil, más todo lo que puedas poner tú, te juro por la tumba de mi madre que te lo devolveré.
Ann cerró los ojos, pensó en el dinero que necesitaban. A lo mejor su llamada de antes, aquel con el que iba encontrarse dentro de un rato, podría ayudarles a ganar algo de tiempo. Tendría que decirle algo como: «Ya está, esta será la última vez, de verdad, después de esto no volveré a pedirte nada más».
Era un opción que valía la pena considerar.
—Está bien —dijo Ann—. Ya se nos ocurrirá algo.
—Necesito verte. Tenemos que hablar de esto.
Perfecto.