La primera sociedad. Scott Hahn

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La primera sociedad - Scott  Hahn Claves

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de amigos, de compañeros de estudios y de colegas de trabajo. Nos adherimos con entusiasmo a algún equipo deportivo o a un programa de televisión. Necesitamos ayudarnos unos a otros cuando surgen dificultades, tanto a título personal como a través de sistemas de apoyo social. Y, naturalmente, rendimos culto juntos (aunque no tanto como en el pasado).

      Y lo más importante: nacemos dentro de una comunidad. Una comunidad (idealmente) formada por la madre, el padre y el hijo. Nadie —ni siquiera Jesucristo— ha nacido plenamente formado de un modo estrictamente aislado. Nacemos totalmente indefensos dentro de una comunidad. A esa comunidad la llamamos familia. Y, así como la unidad básica de la humanidad es el individuo, la unidad básica de la sociedad es la familia.

      ***

      Cualquier familia, cualquier comunidad, cualquier sociedad empiezan de uno u otro modo con un hombre y una mujer: un Adán y una Eva. Así nos ha creado Dios. Y, de hecho, es así como compartimos más plenamente su imagen y semejanza, tal y como dice el Génesis: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).

      Ya he dicho antes que la pareja casada es la primera sociedad en el orden del tiempo y en orden de importancia. Pero ¿qué quiere decir eso exactamente?

      Empecemos por el orden del tiempo. Es obvio que eso significa que, en los primeros tiempos del jardín, Dios no le dio al hombre un colega o un mentor, sino una esposa. Dios podría haber establecido como la primera entre sus nuevas creaciones cualquier tipo de relación, pero optó por la de la familia. Y no lo hizo arbitrariamente: de ese modo quería indicar que, dentro de su valiosa creación, la unión del hombre y la mujer poseía un valor especial y permanente.

      Pero el concepto de la pareja casada como espacio inicial no terminó en el jardín. Con cada matrimonio se vuelve a establecer algo totalmente nuevo. Puede que Dios no vuelva a montar nuestras piezas, como hizo en el caso de Eva, pero sí reorganiza de un modo real nuestras almas. Cada pareja casada es una nueva creación: «Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 2, 24).

      La consumación del matrimonio es en un sentido real y radical un nuevo comienzo: la creación de una nueva familia, reflejo de la creación original de toda la humanidad; solo que esta vez colaboramos con Dios. Tanto si Dios bendice esa unión con hijos como si no, la pareja ha creado algo nuevo que no había existido nunca antes ni volverá a existir nunca. Esta participación en el poder creador de Dios es el fundamento de la sociedad humana.

      Por eso la pareja casada no es solo la primera en el orden del tiempo, sino también en importancia. Si Dios no concede a esa relación ese poder único creador, no puede haber más comunidad, no puede existir una sociedad autosostenible. De ahí el interés y el cuidado especiales que hay que dedicar al matrimonio. Sin menospreciar otro tipo de relaciones, se puede decir que no hay nada de lo que dependan tantas cosas como el matrimonio. No existe un sustituto para la unión de un hombre y una mujer como esposo y esposa.

      Una sociedad en la que no se construyan relaciones de amistad sólidas y basadas en el amor se debilita. Una sociedad en la que no se construyan relaciones laborales basadas en la confianza se empobrece. Y una sociedad en la que no se construyan matrimonios va camino de extinguirse.

      ***

      El ADN es básicamente el plano de cada una de las moléculas extraordinariamente complejas que deben fabricar las células vivas. Si las células no producen determinadas moléculas orgánicas, o si las moléculas que producen son deformes o no están bien formuladas, es factible toda clase de problemas, incluida la muerte.

      Así es como funciona el envenenamiento por radiación: pequeñas partículas atraviesan el cuerpo y, por el camino, colisionan con las cadenas de ADN, desbaratándolo todo. La radiación emborrona los planos, dando lugar a mutaciones, es decir, a cambios impredecibles e irreparables que se transmiten a la creación de nuevo ADN. Cuando los planos emborronados son muchos y los errores se van acumulando, el cuerpo acaba siendo incapaz de seguir funcionando.

      Si la cultura es el ADN de la sociedad —de donde proceden los planos—, donde se siguen y se ejecutan las instrucciones es en el matrimonio. Pero, a diferencia de las células individuales, las parejas casadas pueden corregir los planos: pueden discernir si los cambios son positivos o peligrosos y reaccionar en consecuencia. Son las únicas capaces tanto de formar como de ejecutar el ADN de la sociedad.

      La mayoría de los elementos humanos básicos de la sociedad se construye en el matrimonio. No me refiero solamente a cada hijo: como he dicho antes, el matrimonio nos permite participar del poder creador de Dios para formar y mantener tanto comunidades nuevas como individuos nuevos. Cuando el matrimonio no cumple esa función o no la cumple correctamente, sufre todo el cuerpo social.

      Si los matrimonios son débiles o dejan de formarse, los padres (y especialmente las madres solas) se hallan indefensos frente al ADN cultural predominante. Sin la fuerza social y sacramental del matrimonio, es extraordinariamente difícil hacer otra cosa que no sea ejecutar las instrucciones que proporciona la cultura. Las familias se encuentran sometidas a las fluctuaciones de las tendencias y las modas. Y, por lo general, de las mutaciones dañinas del ADN se derivan otras de generación en generación.

      ¿Y qué ocurre cuando sí se construyen matrimonios, pero los individuos que los componen presentan malformaciones? Aunque la situación es más estable que la de una sociedad con una cultura del matrimonio débil o inexistente, las consecuencias apenas son menos peligrosas. Los matrimonios malformados se adaptarán sin pensarlo al ADN cultural. Aceptarán lo que tendrían que desechar y desecharán lo que tendrían que aceptar. Y las mutaciones dañinas seguirán sin corregirse.

      El problema es que nuestra sociedad se halla invadida por una peligrosa radiación. Está por todas partes. Está dentro de nosotros. Y está alterando nuestro ADN social de una manera tan compleja (y muchas veces oculta) que no somos capaces de darnos cuenta del todo. Aun así, hemos de reaccionar de algún modo.

      Los católicos, no obstante, partimos con ventaja. En la enseñanza intemporal de Cristo y de la Iglesia disponemos de un ADN inmune a cualquier radiación cultural, por potente y peligrosa que sea. Vamos a fijarnos en dos aspectos del ADN de la Iglesia para el matrimonio, la familia y la sociedad: la naturaleza trinitaria y sacramental del matrimonio.

      ***

      No «era bueno» que Adán estuviese solo. ¿Por qué? ¿Lo que preocupaba a Dios era únicamente el estado emocional de la soledad? ¿O se trataba de algo más profundo, de algo intrínseco al hombre o al mismo Dios?

      Como afirma el credo atanasiano, adoramos «a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar las sustancias». El misterio trinitario —¿cómo puede ser Dios a la vez uno y trino?— forma parte del núcleo de nuestra fe.

      Al margen de todo lo que se pueda decir acerca de un misterio tan insólito, hay una cosa clara: Dios es al mismo tiempo unidad y comunidad. En Dios encontramos tanto el concepto de unicidad como el concepto de unión. Y, además, ambos conceptos no se contradicen ni rivalizan entre ellos, sino que se complementan y se completan el uno al otro.

      Por eso «no era buena» la soledad de Adán. No es solo que estuviera emocionalmente incompleto: estaba incompleto en su condición de criatura hecha a semejanza de Dios. Estar realmente hecho a imagen de Dios implica ser un individuo en una comunidad.

      Y el matrimonio, como hemos dicho, constituye la primera comunidad humana. Es el modo fundamental de participar de la esencia trinitaria de Dios. Eso no significa que los sacerdotes y religiosos célibes y los solteros no sean reflejo terrenal de la Trinidad: todos somos miembros de una u otra comunidad, sea secular

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