La primera sociedad. Scott Hahn
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¿Y qué es lo que sostiene la familia? El amor mutuo entre todos sus miembros. Cuando lo demás falla —cuando escasean los medios económicos, cuando enloquecen las hormonas de la adolescencia, cuando se calientan los ánimos—, el amor mutuo conserva esa unidad-en-comunidad.
Es ese amor mutuo, quizá por encima de cualquier otra cosa, el que refleja la esencia de Dios. Con convicción y con fe, afirmamos que «Dios es amor». Pero el amor requiere un sujeto y un objeto: alguien que da y alguien que recibe. Es evidente que el amor de Dios se ha derramado sobre nosotros, la cima de su creación: eso justifica la afirmación «Dios ama», pero no explica del todo la afirmación más honda de que Dios es amor.
Podemos decir que Dios es amor porque es, en sí mismo, tanto el sujeto como el objeto del amor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —cada uno de los cuales es plenamente Dios— viven una relación eterna de amor entre ellos. Este permanente don de sí mismo hace que Dios sea quien es. Y eso es lo que el matrimonio, de un modo imperfecto pero espléndido, refleja en este mundo.
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Muchas generaciones antes de que Jesucristo fundara la Iglesia católica, Dios Padre mostró la naturaleza sacramental del matrimonio en la relación de Adán y Eva. La unión del hombre y la mujer como esposo y esposa fue bendecida de un modo especial por Dios desde el principio.
La palabra «sacramento» procede del término latino sacramentum, que significa «vínculo» o «juramento». A lo largo de la Escritura, el juramento —la promesa hecha en el nombre de Dios— aparece una y otra vez como elemento esencial de las alianzas. De hecho, cuando más adelante en el Antiguo Testamento un ángel de Dios anuncia la alianza con Abrahán, declara que el Señor está haciendo un juramento en su propio nombre (Gn 22, 16-18).
¿Y qué queremos decir con la palabra «alianza»? Quizá nos sirva de ayuda establecer una comparación entre dicho concepto y el de «contrato», con el que se suele confundir fácilmente. Por lo general, un contrato establece en qué términos se entrega, se recibe o se comparte determinado aspecto de nosotros mismos: una propiedad, unos bienes, el trabajo, etc. La alianza, por su parte, establece en qué términos se une a otro todo nuestro yo. La alianza añade algo tan importante al contrato que este se convierte en algo real y sustancialmente diferente.
«Alianza» es, por lo tanto, la única palabra válida para definir la relación entre Dios y la humanidad. No somos propiedad suya: somos sus hijos e hijas adoptivos. Los contratos crean acuerdos de propiedad temporales y contingentes, mientras que las alianzas crean vínculos familiares permanentes.
La relación entre Adán y Eva y de ambos con el Señor poseía todos los rasgos distintivos de una alianza sellada con un juramento: de un sacramentum. Los dos primeros seres humanos no eran simples amantes: estaban unidos sacramentalmente, lo que equivale a decir que eran un matrimonio. Y de esa alianza procede toda la humanidad[1].
Y aquí viene lo más maravilloso de este vínculo sacramental en particular: según los ancianos rabinos, se selló en sabbath, signo de la alianza de Dios con toda la humanidad. En el primer capítulo del Génesis, Dios ensambló todas las piezas del universo durante seis días, pero la creación no se completó hasta el día de su descanso. Obviamente, Dios no necesita descansar. Ese séptimo día —el sabbath— es una invitación que nos dirige Dios a descansar para participar así de su vida íntima.
El matrimonio de Adán y Eva quedó sellado el día que es signo de la alianza de Dios con la cima de su creación. Ese vínculo sacramental sienta las bases no solo para todas las futuras generaciones humanas, sino para todas las futuras alianzas: entre las personas, y entre Dios y su pueblo. Además de ser la primera sociedad humana, el matrimonio es, en cierto modo, el primer sacramento.
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El matrimonio es, por lo tanto, la primera sociedad y la sociedad básica. Del matrimonio brotan y adquieren su estructura todas las demás sociedades. Esta conexión intrínseca entre el matrimonio y la sociedad sugiere que la naturaleza trinitaria y sacramental del matrimonio tiene algo que enseñarnos acerca de las sociedades humanas en general.
El aspecto trinitario del matrimonio nos enseña que cuando más participamos de la semejanza de Dios es estando en comunidad con otros. Recordemos que la soledad fue lo primero de la creación que el Señor declaró «no bueno». Desde una perspectiva católica, la comunidad no es una limitación innecesaria de nuestra personalidad y de nuestra individualidad. Una sociedad recta, por el contrario, nos ayuda a hacer realidad nuestro verdadero yo: el de seres creados para buscar al Señor, encontrarle y vivir toda la eternidad unidos a Él.
La naturaleza sacramental del matrimonio indica, por otra parte, la orientación divina de la sociedad humana. El matrimonio es una relación de alianza que refleja la alianza de Dios con la humanidad (y, en particular, con la Iglesia). Del mismo modo, la sociedad debe reconocer y reflejar nuestros deberes de alianza con el Señor. Sería muy extraño que las comunidades basadas en la institución sacramental del matrimonio no fueran más que invenciones seculares sin ninguna orientación a Dios y al bien. Sería algo más que extraño: no tendría ningún sentido.
De esto trata el resto de este libro: de lo que implica la realidad del matrimonio para la sociedad y para el Estado. Pero antes vamos a analizar la historia cultural del matrimonio, en la que se puede distinguir claramente esa realidad, pero siempre aplicada de un modo imperfecto.
[1] Véase John GRABOWSKI. Sex and Virtue: An Introduction to Sexual Ethics (Washington, DC: Catholic University of America Press, 2002).
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