Seis rojos meses en Rusia. Louise Stevens Bryant

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Seis rojos meses en Rusia - Louise Stevens Bryant Biblioteca 8 de marzo

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brillantina, tintas para el pelo, todo fue tirado brutalmente en una gran caja no pintada, una caja cuyo contenido crecía rápidamente cada vez más alto, una caja que tuvo el poder mágico de transformar lo que era arte dentro del bolso de una, en basura dentro de su estómago insaciable.

      La princesa suplicó a los soldados, puso en práctica artimañas femeninas, prorrumpió en un llanto histé­rico. ¡Pobre, desdichada princesa, cuarentona, con un marido coqueto, guapo y de veintitrés años de edad! ¡La situación era demasiado sutil para esos toscos defenso­res de la revolución! Solamente un viejo monarquista se atrevió a mostrarse simpático, pero advertí que se cui­daba de hacerlo en inglés, un idioma que pocos de sus paisanos entienden.

      —Señora —comentó con petulancia—, hay un fuer­te elemento de moralidad estúpida en todo eso. ¡Debe usted recordar que la gente inculta considera que todos los utensilios de refinamiento son inmorales!

      El marido ofreció un tardío consuelo: —Cálmate, querida, tendrás todo eso nuevamente —por desgracia es poco probable que haya podido cumplir con su pro­mesa porque en aquellos días rudos del nuevo orden los cosméticos no se consideraban como algo importante y las damas rusas se veían forzadas a quedarse au naturel.

      Llegamos a Petrogrado a las tres de la mañana, prepa­rados para cualquier cosa menos al orden aparente y la calma profunda y envolvente que precede al amanecer. Mis amigos del tren se dispersaron muy pronto y se per­dieron en la noche, y yo me quedé desconcertada, de pie en la gran estación con lo que subsistía de mi equipaje.

      Pronto un joven soldado se acercó corriendo. “¿Aftmobile? —preguntó con voz melosa— ¿Aftmobile?” Asentí con la cabeza, sin saber qué otra cosa hacer, y en un momento nos encontramos afuera delante de un gran automóvil gris. En el auto estaba otro soldado, tam­bién joven y amable. Les di el nombre de un hotel que alguien me había recomendado: el Angleterre.

      Arrancamos entonces y atravesamos a toda veloci­dad las calles desiertas. De vez en vez encontrábamos a centinelas que nos gritaban quién vive, recibían la con­traseña correcta y nos dejaban pasar. Me consumía la curiosidad. Esos soldados no llevaban ni brazalete ni galones. No me fue posible saber quiénes o qué eran... Uno de ellos quiso entretenerme y se puso entonces a contarme los primeros diez días de la revolución, lo ma­ravilloso que había sido.

      —Al darse cuenta de que los cosacos se acercaban —dijo—, la muchedumbre cargó a un hombre sobre sus hombros. Y el hombre gritó: “Si venís para destruir la re­volución, disparadme a mí primero”, y los cosacos res­pondieron: “No disparamos contra nuestros hermanos”. Algunos de los viejos que recordaban durante cuánto tiempo los cosacos habían sido nuestros enemigos, es­taban casi a punto de volverse locos de alegría.

      Dejó de hablar. Misteriosamente, desde la oscuridad las campanas de todas las iglesias empezaron a resonar sobre la ciudad dormida, en una especie de tango salva­je y bárbaro, algo que nunca había oído...

      PETROGRADO

      El adormecido portero del Hotel Angleterre buscó sus llaves a tientas y finalmente logró abrir la puerta. Mis dos soldados se despidieron saludando alegremente con la mano; nunca los volví a ver. El portero tomó mi pasa­porte, lo guardó en la caja fuerte sin mirarlo y me pre­cedió arrastrando los pies en las escaleras hasta llegar a una gran suite abovedada en el tercer piso.

      Eran las cuatro y todavía faltaban muchas horas an­tes de que hubiera luz: Petrogrado está muy al norte para un neoyorquino. Al llegar el mes de diciembre, cuando las cosas alcanzaron tal estado desesperado que a menudo no teníamos nada de luz eléctrica, por­que no había carbón para hacer funcionar las plantas, teníamos la impresión de vivir en una oscuridad per­petua. Con frecuencia compré en las iglesias desiertas velas benditas destinadas a ser consumidas frente a los altares de los santos pero que la gente se llevaba a su casa a escondidas para ver y escribir. Sin embargo, en octubre, aún había luz. Cuando el portero oprimió el botón parpadeé dolorosamente bajo el resplandor deslumbrante de un centelleante candelabro de cris­tal pasado de moda.

      Di un vistazo al gran cuarto hostil en el cual me en­contraba. Todo era de oro y caoba con viejas cortinas azules; la mayoría de los muebles todavía llevaban su indumentaria de verano. Se me ocurrió que nadie ha­bía vivido en este cuarto desde hacía años: tenía un olor húmedo y deshabitado. Perdida, en un rincón del cuarto contiguo, estaba mi cama y más allá, una enorme tina hecha de granito macizo reflejó fríamente la luz.

      ¿Cuánto por toda esta elegancia? “Treinta rublos”, murmuró el portero todavía medio dormido.

      Había un gran letrero encima de mi cama que me pro­hibía hablar alemán, siendo la multa de 1500 rublos. No tuve ganas de contravenir la ley. Era pagar mucho dine­ro para un goce tan limitado, pensé mientras me desli­zaba valientemente entre las sábanas heladas y caía en un sueño letal.

      Unos fuertes golpes en la puerta me despertaron. Entró un ruso fornido y empezó a gritar a propósito de mi equi­paje. Me froté los ojos, traté de entender qué idioma es­taba hablando, ¡y de repente me di cuenta de que estaba hablando alemán! Señalé el letrero y se echo a reír.

      Entendí después que en Rusia nadie hace caso de los letreros. Los leen y luego se valen de su propio juicio. El lenguaje, por ejemplo. Pocos extranjeros aprenden el ruso; por otra parte, es muy probable que sepan por lo menos algo de francés o alemán. Solución: hablar la lengua que entiende uno. Si usted les dice que el alemán es una lengua enemiga, le dirán que no están en guerra con la lengua. Además, han descubierto que su utiliza­ción es muy valiosa para enviar propaganda a Austria y Alemania.

      Justo enfrente de mi ventana, la catedral de San Isaac se dibujaba en la oscuridad y vi a los campaneros en las enormes cúpulas, con las cuerdas de las campanas ata­das a sus codos, rodillas, pies y manos, que producían la música más loca con las campanas grandes y peque­ñas. La gente que pasaba también levantaba los ojos y de vez en cuando alguien se persignaba.

      Vagué sin meta por las calles, notando el contenido de las tienditas ahora tristemente vacías. Resulta curio­so ver lo que queda en una ciudad hambrienta y sitia­da. Sólo había suficiente comida para tres días más, no había nada de ropa caliente ¡y muchas vitrinas estaban llenas de flores, corsés, collares para perros y pelucas!

      Esta absurda combinación puede entenderse sin mucha investigación científica. Los corsés eran del tipo más caro, fuera de moda, con cintura de avispa y la mayoría de las mujeres que los usaban habían desaparecido de la capital.

      En lo que se refiere a las pelucas y los collares para pe­rros, la razón era igualmente obvia. Aproximadamente la tercera parte de las mujeres de la ciudad tienen el pelo corto y no hay mercado para las toneladas de pelo de alta calidad en las tiendas, rebajado a unos pocos rublos. Un comerciante en tales artículos que tuviera iniciati­va podría hacer una fortuna al exportar cabelleras ru­bias, castañas y rojizas de la población femenina rapada y emancipada de Rusia y venderlas en Estados Unidos, Francia o algún otro país retrasado donde las mujeres todavía se aferran a las horquillas.

      Con respecto a los collares para perros, imagínese us­ted a cualquier enamorado, o simple amigo de los pe­rros, que llegue al punto de comprar un collar bordeado de oro e incrustado con diamantes, mientras que un tri­bunal revolucionario celebra sesión a la vuelta de la es­quina. Todas las diferencias de clase que había entre los perros desaparecieron con la caída del zar.

      Y la cantidad de flores. La horticultura había alcan­zado un alto nivel de desarrollo antes de la revolución. Esto era especialmente cierto en el caso de las flores exóticas, a causa de los gustos extravagantes de la

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