Investigar a la intemperie. Carlos Arturo López Jiménez
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Un segundo modo ensayado para mover los límites de la autoría es, precisamente, la coautoría, tomando la decisión deliberada de escribir los artículos de investigación con activistas de los movimientos sociales. Con esta práctica hemos escrito conjuntamente artículos y capítulos de libros, en español y en inglés y para publicaciones nacionales e internacionales (Olarte-Olarte y Lara, 2018; Veloza, Cardozo y Espejo, 2017). La coautoría ha complejizado nuestra propia comprensión de la escritura y sus temporalidades. Así, no implica tanto el acto material de sentarse (generalmente, frente al computador) a escribir el texto o a pulirlo tras recibir la evaluación de pares, es decir un acto en el que varias personas bajo dinámicas de conversación asumen presupuestos compartidos diáfanos. En nuestro caso, más bien, la práctica de la coautoría abarca múltiples momentos y procesos escriturales y, sobre todo (y casi siempre sin computador), que dediquemos más tiempo y esfuerzo del usual a pensar conjuntamente la estructura del texto, construir en diferentes momentos las ideas y la forma de narrarlas, tomar la decisión de quién escribirá qué, traducirnos mutuamente, discutir los criterios del orden de aparición de las autoras y, por supuesto, debatir la literatura académica sobre su lucha o luchas afines en espacios formalmente acordados, pero, sobre todo, en conversaciones informales. Siguiendo la crítica de la feminista Davina Cooper (2014, 2015) a la tendencia individualizante de las prácticas de citación en la academia occidental, una coautoría como la ensayada considera que el acto de escribir incluye aquellos momentos colectivos cuando surge una idea, un concepto o una crítica, cuya autoría es imposible de adscribir a un individuo en particular y de espaldas a la situación. En tal sentido, esta modalidad de práctica no solo rescata esa parte del proceso de escritura que suele quedar invisibilizado por el fetichismo académico en torno a la figura del autor, como alguien aislado escribiendo para y en su entorno académico; además, cuestiona la visión fracturada del conocimiento que promueve la academia al cercenar el producto de la investigación (por ejemplo, el artículo científico) del turbio proceso de producción colectiva de conocimiento que lo habilita.
Sin duda, esta modalidad de práctica es más contundente para mover los límites de la autoría que la primera, pero también es más difícil de sostener, pues exige mucho tiempo y esfuerzo, y cuyas compensaciones son más evidentes para quien es de la academia que del movimiento social. De hecho, la hemos podido ensayar y sostener solo con una de las organizaciones, cuyas activistas tienen formación académica. También hay que decir que la coautoría es más fácil de sostener cuando el movimiento social y nosotras mismas estamos en un momento de fortaleza.10 En una ocasión, la suspendimos deliberadamente para ganar distancia de la organización; en otra, un activista de otra organización la dejó en suspenso porque quiso darle prioridad a su cultivo. Entre las evaluaciones de esta modalidad de práctica, cuestionamos la decisión de ubicar nuestros nombres en últimos lugares del listado de autoría, porque, si bien comenzar por las activistas es un gesto de horizontalidad, también es cierto —como argumentó una de ellas— que ese tipo de convenciones academicistas poca importancia tiene para el movimiento social. En cambio, para nosotras tiene mucha, puesto que los esquemas académicos de producción de conocimiento sí castigan el orden de la autoría. Por ejemplo, Colciencias (ahora Ministerio de Ciencias) asigna la puntuación según el orden de aparición de los autores, fomentando además la competencia y las jerarquías, lejanas al trabajo colaborativo que reclama por otros mecanismos. Finalmente, debemos decir que de los seis audiovisuales realizados, productos sobre los que hablaremos más adelante, tan solo en el último reparamos en el debate sobre la autoría nuestra de estos productos.
SEGUNDA PRÁCTICA: DISPERSAR LOS ESCENARIOS DE PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO
Bajo los esquemas de investigación de las ciencias sociales convencionales se distingue entre el trabajo de campo y el de escritorio. Mientras el primero se asocia a los escenarios donde naturalmente acontece el problema investigado (en este caso: protestas, asambleas, reuniones organizativas, etc.), el segundo se asocia a escenarios más académicos (bibliotecas, oficinas, aulas). Asimismo, mientras el trabajo de campo se asocia a los ritmos más activos del hacer (bajo categorías como recopilar información, solicitar consentimientos informados, impartir formaciones o socializar resultados en las comunidades), el trabajo de escritorio se asocia a los ritmos más sosegados del pensar (tales como desarrollo del estado del arte, elaboraciones conceptuales, diseño metodológico, análisis de resultados, escritura de informes y su difusión erudita en eventos aprobados por un comité científico).
Si bien esta división espaciotemporal de la producción del conocimiento ha sido bastante problematizada —por ejemplo, por los estudios culturales y algunos sectores de la antropología, entre otros—, sigue muy presente en los esquemas bajo los cuales las instituciones académicas esperan que se conciban, diseñen y evalúen las investigaciones. Así lo muestran los esquemas de valoración de la producción del conocimiento con sus exigencias, por ejemplo, de estructurar de manera homogénea y aséptica la información o de usar los modos escriturales planos e impersonales de la tercera persona del singular. Por su vigencia y regularidad, estos esquemas terminan constituyéndose en artefactos que reifican de manera silenciosa, pero eficaz y disciplinante, la idea que está en la base de la distinción, muchas veces irreflexiva y subordinante, entre trabajo de escritorio y de campo, a saber: que el conocimiento se crea en el mundo universitario, y que por fuera de él, o bien se recoge información para comprobarlo (durante la investigación), o bien, una vez esa información ha sido procesada (hacia el final de la investigación), se devuelve como conocimiento para que sea apropiada por la sociedad. Así, paradójicamente, los escenarios de producción de conocimiento externos a la universidad terminan siendo excluidos por inclusión, mientras seguimos usando esquemas incapaces de aprehender los complejos conocimientos producidos en la interacción entre la universidad y el resto del mundo.
Tener que ajustar el diseño de los proyectos de investigación a este esquema cientificista y colonial nos ha generado varias tensiones. Por un lado, aun cuando contamos con suficientes argumentos para eludirlo con convicción, si queremos que nuestros proyectos sean reconocidos —y literalmente subidos a los sistemas de información universitaria, evaluados y, eventualmente, aprobados—, debemos ajustar en ellos tanto la estructura como los estilos de escritura de nuestros proyectos. Es un (des)ajuste que no es solo escritural sino también epistemológico y político. Por otro lado, en la cotidianidad institucional el “trabajo de campo” se torna en un significante maestro que permite ajustar cronogramas de clases, obtener permisos, garantizar recursos, reencontrarse con activistas, volver a los territorios campesinos; realmente, es uno de los momentos más esperados por nosotras y el grupo de estudiantes en formación, cuando lo hay, y por eso usamos esa categoría con frecuencia. Por último, “irse de trabajo de campo” con la universidad también garantiza unos mínimos de seguridad cruciales cuando se investiga en contextos de conflicto armado; además pueden representar un capital