Defender la vida e imaginar el futuro. Jefferson Jaramillo Marín
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Las condiciones históricas de la memoria afro
En 1956 un grupo de intelectuales y artistas que se identificaban como negros realizaron un congreso en París para reflexionar, entre otros temas, sobre lo que significaba “tener una condición histórica idéntica, una misma presencia en el mundo y la necesidad de hacerse escuchar por las vías de la cultura y los medios del arte y de la literatura” (Fonkoua, 2008, p. 13).
En este congreso se analizaron algunos elementos comunes de esta condición histórica negra que, por supuesto, se aleja de todo esencialismo, para el que “la identidad cultural está fijada por el nacimiento, es parte de la naturaleza, está marcada en los genes a través del parentesco y los vínculos de sangre” (Hall, 2003, p. 479). Allí se plantearon como características comunes de dicha condición el doble hecho de: a) ser herederos de víctimas o sobrevivientes de la esclavitud (la trata negrera), del racismo (que es inherente a esta), de la colonización; y b) cargar con una “larga historia [marcada por todo lo anterior] que ha tenido consecuencias profundas sobre la vida de los negros y sobre la naturaleza de la civilización occidental” (Dioup, 1956, p. 11).
Estos intelectuales y artistas —muchos de ellos eran marxistas en aquel momento como Frantz Fanon, Aimé Césaire, Léopold Sedar Senghor, Jacques Stephen Alexis— fueron conscientes de la diversidad de sus contextos sociopolíticos y de la heterogeneidad de sus situaciones culturales, lingüísticas y económicas. Por ejemplo, venían en aquel entonces (en 1956) de muchas partes del mundo: del continente africano en plena lucha por la liberación nacional —en particular Sudáfrica, donde imperaba el régimen del apartheid—; de Estados Unidos de América, donde los afroamericanos luchaban por el reconocimiento de sus derechos civiles (civil rights); de las Antillas Francesas —Martinica, Guadalupe y Guyana Francesa— que reclamaban su descolonización; de Haití y de otras naciones independientes que reivindicaban su autonomía real frente a las amenazas neocoloniales e imperialistas procedentes de los Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría.
En el contexto colombiano, la pregunta por las condiciones históricas de la memoria de los descendientes de esclavizados fue abordada por el escritor afrocolombiano Manuel Zapata Olivella. Este médico y antropólogo afrocolombiano planteó que la dimensión africana de Colombia no ha sido ni reconocida ni debidamente valorada en el país. En su libro Changó, el gran putas (1983), recordó la odisea de los ancestros africanos, rehaciendo el viaje de África al continente americano, pero para plantear la autoproducción liberadora de estos ancestros y sus descendientes en el continente de exilio:
Desde Los orígenes en África (primera parte), pasando por El Muntu americano, que se encuentra ya en América (segunda parte), La rebelión de los vodus contra la colonización (tercera parte), hasta Las sangres encontradas (cuarta parte) y Los ancestros combatientes (quinta parte) que describen la lucha victoriosa de los negros, principalmente a través de la revolución haitiana de 1804. (Louidor, 2016, p. 118)
En sintonía con aquellos intelectuales y artistas negros, Zapata Olivella asumió los mencionados elementos centrales de una memoria histórica de largo trazo para denunciar la exclusión de los negros en el continente americano y sus constantes luchas por su reconocimiento y liberación. En el pensamiento de Zapata Olivella el ser negro no es más que un devenir histórico que se forja de manera cotidiana y, sobre todo, por medio de la rebelión y la lucha. De allí la importancia específica del legado cultural y ancestral en esta lucha.
En nuestra investigación sobre los distintos repertorios y registros de la memoria, con los que la comunidad afrobonaverense ha generado gramáticas de vida, encontramos múltiples formas de escenificación de este legado: la remembranza de quienes murieron en la lucha por la vida, la dignidad y la libertad; la denuncia de la violencia y del desplazamiento forzado, principalmente en el marco del conflicto armado interno; la afirmación y transmisión de saberes, costumbres y sentidos sobre su pasado, presente y futuro; la defensa del territorio y de la paz contra los detentores y mercenarios del capital neoliberal. A través de estos horizontes se puede palpar la lucha por crear y generar alternativas para detener la destrucción de la vida, pero también para imaginar otros futuros posibles y otras cotidianidades posibles. Es una lucha por abrir y ampliar el “campo de lo posible” (Rancière, 2009, p. 202).
El escritor y psiquiatra martiniqueño Frantz Fanon interpretó las expresiones artísticas y culturales como el síntoma de un despertar de la conciencia, por el cual “la nueva gesta suscita un nuevo ritmo respiratorio y desarrolla la imaginación” (2002 [1961]), p. 230). En esa dirección, Mbembe (2016) habla de “fiesta del imaginario”. Fanon invita en esos casos a “seguir paso a paso […] la emergencia de la imaginación, de la creación en las canciones y los relatos épicos populares”, por medio de los cuales “se recobra la libertad”, “se hace obra creadora” y, definitivamente, “se le revela al público un hombre nuevo” (Fanon 2002 [1961]), p. 230).
Sin embargo, frente a esta constante autoproducción imaginativa y creativa de la comunidad afrobonaverense por medio del arte y la memoria, se han agudizado al mismo tiempo prácticas de despojo, de terror y de desterritorialización. No es exagerado afirmar que la comunidad afrobonaverense viene enfrentando lo que el historiador y politólogo camerunés Achille Mbembe llama la necropolítica, a saber, un régimen de poder que se caracteriza por matar a los otros diferentes y que, frente a la muerte de estos, no manifiesta “ningún sentimiento de responsabilidad o de justicia” (2016, p. 56). Así como su vida, su muerte es también banal o, mejor dicho, banalizada. Es el culmen de la exclusión, en que la vida del excluido ya sobra o, como diría Judith Butler (2006):
Algunas vidas valen la pena, otras no; la distribución diferencial del dolor que decide qué clase de sujeto merece un duelo y qué clase de sujeto no, produce y mantiene ciertas concepciones excluyentes de quién es normativamente humano: ¿qué cuenta como vida vivible y muerte lamentable? (pp. 16 y 17)
¿A quién le importa el sufrimiento, el dolor, la vida y la muerte de este territorio, más allá de algunos destellos de espectacularización que los medios de comunicación le conceden marginalmente de vez en cuando o, especialmente, durante el periodo electoral?
El carácter paradojal del territorio de Buenaventura —que oscila entre, por un lado, las geografías violentadas, resultado del despojo, el terror y la necropolítica y, por el otro, las gramáticas de vida, producto de las memorias y reverberaciones artísticas de resistencia y reexistencia— se ha evidenciado de una manera nítida desde la década de los noventa del siglo pasado. Por ejemplo, en los noventa, las personas y comunidades afrodescendientes alcanzaron logros históricos muy importantes, como
la Constitución Política de 1991, que consagró el carácter multiétnico y pluricultural de la nación colombiana, que puso fin —al menos jurídicamente— a la exclusión y marginalización de las personas y comunidades descendientes de africanos esclavizados;
la publicación de la Ley 70 de 1993 —que no ha sido del todo aplicada— y que reconoció “a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico”, con el objetivo a “garantizar que estas comunidades obtengan condiciones reales de igualdad de oportunidades frente al resto de la sociedad colombiana”.
Pero, en esa misma década, ocurrieron también otros eventos que afectaron los tejidos locales con resonancias hasta ahora:
la liquidación de la empresa Puertos de Colombia en 1993 y la progresiva privatización del