La pasión de Jesús. Euclides Eslava
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Esta dicotomía la vemos reflejada en la escena de Betania. En medio del buen ambiente que se respiraba, había una persona para la cual la fragancia de nardo era olor de muerte: “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: ‘¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?’”. San Juan añade que esa repentina preocupación social se debía en realidad a la codicia: “Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando”.
San Juan Pablo II comenta que, “como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de ‘derrochar’, dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la eucaristía” (2003b, n. 48). En el mismo sentido había escrito antes san Josemaría: “Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco” (2008, n. 527).
Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje de la biografía de san Manuel González, cuando dejó reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en un convento: “Después de haber cerrado el sagrario, ya lleno con la presencia real del Maestro divino de Nazaret, se despedía el Fundador de sus hijas, recordando la frase del beato Ávila, les repetía: ‘¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo de buena Madre!’” (cf. Rodríguez, 2004, n. 531).
Podemos repetir la oración de san Josemaría al recordar ese suceso: ‘¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien’ […] —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!” (2008, n. 531). Aprendamos del ejemplo de María de Betania y de tantos santos enamorados de Jesucristo, prisionero de amor en la eucaristía. Que lo acojamos con el nardo de nuestras penitencias, de nuestra piedad renovada, del cariño fraterno, del afán apostólico incesante.
Volviendo a la escena de la unción en Betania, podemos preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la incómoda situación en que lo puso el comentario de Judas Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis:
la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos —“pobres tendréis siempre con vosotros”—, él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona. (2003b, n. 47)
Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Por ese motivo este pasaje se lee el Lunes Santo, como preparación inmediata para la celebración del Triduo Pascual. El Señor anuncia veladamente que muy poco tiempo después estará sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que muestran que en él se cumple la profecía del Siervo de Isaías, que se lee como primera lectura de la misa durante las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. Yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”.
Jesucristo ofreció su vida generosamente por nosotros, asumió la voluntad del Padre de entregarse a la muerte por nuestra salvación. Debemos pensar, como el Apóstol san Pablo, que también podemos manifestar nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por nuestros hermanos, que nos permita decir, como el Apóstol: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia”.
La mejor manera de tomar la cruz de Cristo, camino del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, ser sus cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a descubrir su rostro en esos hermanos que salen a nuestro encuentro desde sus “periferias existenciales”, como dice el papa Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las necesidades de afecto, de comprensión, de compañía. Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería:
¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (2015a)
Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres, del que María de Betania es ejemplar, pensamos también en la Madre de Jesús, que al mismo tiempo es nuestra Madre. A ella, que “se entregó completamente al Señor y estuvo siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda” (Echevarría, 2004).
2.1. Jesús, manso y humilde de corazón
El domingo de Ramos se considera en la liturgia la figura de un rey especial anunciado por el profeta Zacarías (9,9-10): “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, ¡Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna”. Estas palabras no dejan de ser misteriosas, por paradójicas: anuncian a un rey, pero montado en un borrico, no en un brioso corcel:
un rey pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres. (Benedicto XVI, 2011, p. 14)
Si las primeras semanas del tiempo de cuaresma ponen el acento en el esfuerzo ascético del cristiano para convertirse, la última semana, en cambio, insiste en la contemplación del ejemplo de Jesús al final de su caminar terreno, según el Evangelio de san Juan. Se pretende responder a la pregunta por la naturaleza de Jesús (Aldazábal, 2003, pp. 93 ss.). En este pasaje se nos ofrece una respuesta: “Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres”. Se ve que Jesucristo es “un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Su poder reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios” (Benedicto XVI, 2011, p. 14).
Humildad, mansedumbre, sencillez, pobreza. Estas son las notas prioritarias del rey que anunciaba Zacarías. Ese es el camino de Dios, desde el nacimiento en la humildad del pesebre hasta la muerte en el madero de la cruz, mientras que la piel del diablo es la soberbia (San Josemaría, 2009b, n. 726). Por tanto, es apenas lógico que la liturgia relacione la profecía sobre el rey humilde con el autorretrato de Jesús que transmite el Evangelio de Mateo (11,25-30): “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
No es lo mismo tu yugo suave y tu carga ligera que nuestros cansancios y agobios. Nuestro descanso es llevar tu yugo del modo en que tú lo portas: con mansedumbre y humildad. De esa manera es como tu