La pasión de Jesús. Euclides Eslava
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Le decía yo al Señor, hace unos días, en la santa misa: “Dime algo, Jesús, dime algo”. Y, como respuesta, vi con claridad un sueño que había tenido la noche anterior, en el que Jesús era grano, enterrado y podrido —aparentemente—, para ser después espiga cuajada y fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi camino. ¡Buena respuesta! Efectivamente, desde octubre, aunque creo que nada he dicho, no me falta cruz..., cruces de todos los tamaños; aunque a mí, de ordinario, me pesan poco: las lleva él. (Apuntes íntimos, n. 1304, citado por Rodríguez, 2004, n. 199)
Seguir a Cristo en su camino hacia el Calvario; ser grano enterrado, sacrificado como Jesús, para resucitar con él. “¡Buena respuesta!”, buen propósito para acompañar al Maestro cargando con la cruz de cada día: “Procura vivir de tal manera que sepas, voluntariamente, privarte de la comodidad y bienestar que verías mal en los hábitos de otro hombre de Dios. Mira que eres el grano de trigo del que habla el Evangelio. —Si no te entierras y mueres, no habrá fruto” (San Josemaría, 2008, n. 938).
Podemos examinarnos sobre cómo vivimos la penitencia: ¿qué tanto escuchamos la invitación y el ejemplo del Señor para convertirnos de nuevo? ¿Notamos la exigencia en la mortificación interior (imaginación, curiosidad, inteligencia, voluntad), en los pequeños ayunos, en la mortificación de los sentidos (uno por uno), en el “minuto heroico” al levantarse, en la puntualidad, en la lucha por dominar nuestro carácter? ¿Cómo hemos afinado en el plan de vida espiritual, en la santa misa, en el santo rosario, en la oración mental?
“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará”. El camino del seguimiento de Cristo en su morir como la semilla de trigo pasa también por la unión con él en la eucaristía, donde se cumple la “mutua inmanencia”: “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.
A continuación, san Juan transmite la intimidad de Jesús, su autoconciencia divina, por medio de unas palabras relacionadas con la oración en el huerto de Getsemaní (que el cuarto Evangelio omite): “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora”. La voluntad humana de Jesús se identifica con la voluntad divina, acoge la llamada a la cruz, a la muerte del grano de trigo. Y el “hágase tu voluntad” de los sinópticos aparece aquí como “¡Padre, glorifica tu nombre!”.
Es difícil, para nuestra mentalidad, entender que la glorificación del Padre se da por medio del sacrificio del Hijo. Y que la llamada que Jesús quiere hacernos es a que lo sigamos por ese camino de acoger la cruz en nuestra vida, de morir con él a través de la penitencia para después resucitar con él, como decía san Pablo (Rm 6,5): “si hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya”.
El Padre confirma esta doctrina con una teofanía con la cual expresa que glorificará a Jesús por medio de la Resurrección. Siempre da más de lo que pide. El Hijo le entrega su vida terrena y recibe, a cambio, la gloria de la exaltación definitiva:
Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera”. (Jn 12,30)
La escena del Evangelio concluye con una expresión un poco misteriosa: “Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Juan se ve obligado a aclarar: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”. San Josemaría tuvo una experiencia mística con estas palabras del Evangelio, y exponía las consecuencias de su interpretación para los cristianos de hoy: “Cristo, muriendo en la cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas” (2011, 59).
Podemos terminar haciendo nuestra una oración que el cardenal Ratzinger escribió para el último Viacrucis que presidió Juan Pablo II:
Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto […]. Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que, en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a encontrar, en el “perder la vida”, la vía del amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia. (2005b, pp. 3, 6)
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