La pasión de Jesús. Euclides Eslava

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La pasión de Jesús - Euclides Eslava

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característica: “mi yugo es la eficacia”.

      Se trata del compromiso con Dios que, aunque vincula, también libera. Es la enseñanza cristiana sobre la auténtica libertad, que no es ausencia de compromisos, sino capacidad de darse: el que más se entrega es más libre (por lo cual Jesús fue el hombre más libre de todos, atado con clavos a un madero, porque lo hizo con la libertad que da el amor). Y por ese motivo quien toma el yugo de Cristo es más libre que, por ejemplo, el hijo pródigo, que terminó esclavo de sus vicios.

      En la homilía se añade: “el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz”. Se trata de un peso que es fruto del amor. Puestos a sufrir —como había dicho Job (7,1): “la vida del hombre sobre la tierra es una milicia”—, mejor hacerlo por caridad que por egoísmo, mejor buscar la alegría de Dios que nuestro pequeño capricho.

      Podemos pensar en la manera como la Virgen acogió la llamada del Señor: con un “hágase” generoso, sin condiciones. Refiriéndose a esa respuesta, san Josemaría veía en ella “el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios” (1992, n. 25). El descanso para nuestras almas está en llevar libremente tu yugo, Señor; en decidirnos por Ti, y aprender así de tu mansedumbre y de tu humildad. Aprender a ser libres como lo fuiste tú, entregándonos sin condiciones a la voluntad del Padre, a cumplir la vocación, la misión que nos has asignado.

      La persona que se compromete libremente, que se entrega cada día por amor, sabe que, cuando llega el dolor, “se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva él sobre sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna” (San Josemaría, 1992, n. 28). Por eso el yugo de Cristo es vida, la vida que el mismo Señor nos ganó en la cruz: porque el yugo es el madero que él abrazó, porque él es nuestro cirineo. De ese modo, Jesús toma sobre sus hombros nuestras contradicciones y aligera nuestra carga. El Señor

      nos propone un intercambio: darle lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. Saldremos ganando, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Nos mueve a abandonar en él nuestra soberbia, que tantas fatigas nos procura, y a revestirnos su humildad, que permite considerar las cuestiones en su verdadera dimensión, sin exagerar las dificultades. A mudar nuestra ira y nuestra arrogancia, por su mansedumbre. Siempre un cambio a nuestro favor: cargamos sobre él la opresión que nuestros vicios y pecados merecen, y conseguimos las virtudes y la paz que él nos trae. Nos llama a canjear el desordenado amor propio, por ese amor de Dios que se entrega a todos. (Echevarría, 2005, p. 190)

      San Agustín había esclarecido que el principal yugo que el Señor había venido a quitarnos de encima era el peso de los propios pecados, ¿Puede haber una carga más insufrible?: “Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: ‘Venid a mí… y yo os aliviaré’. ¿Cómo alivia a los cargados con pecados, sino perdonándoselos?” (Sermón 164, 4).

      Dios cambia el misterio de la iniquidad de nuestros primeros padres y de nosotros mismos por el misterio de su caridad infinita, que es el camino de la liberación, de la redención, de la justificación. Por esa razón, la propuesta del Señor para liberarnos del yugo del pecado es que acudamos a su misericordia, que acojamos su voluntad y que imitemos su ejemplo: “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

      ¡Cuántas manifestaciones de humildad podríamos comentar! Por ejemplo: recordar que el apostolado es de Dios, no nuestro. Que lo que atrae y conquista a las almas es la gracia de Dios, la fuerza del Evangelio, y no nuestras pobres palabras humanas —aunque tenemos que prever muy bien lo que vayamos a decir—. Por eso, la mejor preparación del apostolado, de la predicación, de la caridad, es “gastar” tiempo delante del sagrario, “perder” esos minutos en adoración, desagravio, pidiendo perdón, y en intercesión por tantas almas y tantos asuntos: encomendarlos a Dios para que sea él quien haga su obra, antes, más y mejor. Como hemos visto antes, “mi yugo es la eficacia”. Humildad es esforzarse por hacer muy bien la oración, lo que san Agustín resumía diciendo que primero está la oración y después la peroración (cf. De Doctrina Christiana, n. 32). San Josemaría lo afirmaba con palabras parecidas: “antes de hablar a las almas de Dios, hablad mucho a Dios de las almas” (citado por Echevarría, 2016).

      Podemos concluir con un elenco de siete virtudes que manifiestan la humildad interior. Si nos faltan esas características de la vida cristiana, es que quizá hay una “soberbia oculta” en el fondo de nuestra alma:

      — “La oración” es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de él y nada de sí mismo.

      — “La fe” es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.

      — “La obediencia” es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.

      — “La castidad” es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.

      — “La mortificación” exterior es la humildad de los sentidos.

      — “La penitencia” es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.

      — La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética (2009a, n. 259)

      Acudamos a la Virgen Santísima, quien decía que el Señor la había llamado porque se había fijado “en la humildad de su esclava”, y pidámosle que nos alcance la audacia necesaria para decidirnos a llevar sobre nosotros el yugo de su Hijo y a aprender de él, que es manso y humilde de corazón. De esa manera, Madre nuestra, encontraremos el verdadero descanso para nuestras almas: “porque su yugo es llevadero y su carga ligera”.

      El Evangelio de san Juan presenta las últimas jornadas de Jesús con una consideración teológica, más que como un simple recuento de esos eventos. En el capítulo 12 (20-36) muestra que el Señor subió a Jerusalén para celebrar la que sería su última Pascua en la tierra. Acababa de pasar la entrada triunfal en la ciudad santa y, entre los peregrinos, “había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: ‘Señor, queremos ver a Jesús’. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús”.

      Parece un relato prescindible y, sin embargo, tiene un significado importante: la misión universal de Jesús. Justo cuando las autoridades del pueblo elegido lo rechazarán como su Mesías, unos extranjeros se interesan por él. Además, esta primera escena nos muestra el “hecho religioso”, que todas las culturas buscan a Dios: “queremos ver a Jesús”. Y también nos enseña la importancia del testimonio cristiano: aquellos griegos se acercaron a Felipe porque sabían que era un seguidor de Cristo. Y él actuó con prontitud, consciente del valor de cada alma. Se unió a otro Apóstol y, con él, intercedió ante el Maestro por esos hombres.

      Jesús reaccionó con alegría y les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Pero ¿en qué consiste esa exaltación? Uno se imagina un ensalzamiento, una festividad. Sin embargo, el Señor continúa con una pequeña parábola, que explica lo que sucederá en los siguientes días de la primera Semana Santa: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.

      Todos eran conscientes de la dinámica agraria, de la muerte de la semilla, y captaban el significado de la enseñanza. Sin embargo, para que no quedaran dudas, Jesús aclaró: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que

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