Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 113
Cada minuto que pasaba la algodonosa llanura blanca que cubría la mitad del páramo se acercaba más a la casa. Los primeros filamentos cruzaron por delante del rectángulo dorado de la ventana iluminada. La valla más distante del huerto se hizo invisible y los árboles se hundieron a medias en un remolino de vapor blanco. Ante nuestros ojos los primeros tentáculos de niebla dieron la vuelta por las dos esquinas de la casa y avanzaron lentamente, espesándose, hasta que el piso alto y el techo quedaron flotando como una extraña embarcación sobre un mar de sombras. Holmes golpeó apasionadamente con la mano la roca que nos ocultaba e incluso pateó el suelo llevado de la impaciencia.
—Si nuestro amigo tarda más de un cuarto de hora en salir la niebla cubrirá el sendero. Y dentro de media hora no nos veremos ni las manos.
—¿Y si nos situáramos a más altura?
—Sí; creo que no estaría de más.
De manera que nos alejamos hasta unos ochocientos metros de la casa, si bien el espeso mar blanco, su superficie plateada por la luna, seguía avanzando lenta pero inexorablemente:
—Hemos de quedarnos aquí —dijo Holmes—. No podemos correr el riesgo de que Sir Henry sea alcanzado antes de llegar a nuestra altura. Hay que mantener esta posición a toda costa —se dejó caer de rodillas y pegó el oído al suelo—. Me parece que le oigo venir, gracias a Dios.
El ruido de unos pasos rápidos rompió el silencio del páramo. Agazapados entre las piedras, contemplamos atentamente el borde plateado del mar de niebla que teníamos delante. El ruido de las pisadas se intensificó y, a través de la niebla, como si se tratara de una cortina, surgió el hombre al que esperábamos. Sir Henry miró a su alrededor sorprendido al encontrarse de repente con una noche clara, iluminada por las estrellas. Luego avanzó a toda prisa sendero adelante, pasó muy cerca de donde estábamos escondidos y empezó a subir por la larga pendiente que quedaba a nuestras espaldas. Al caminar miraba continuamente hacia atrás, como un hombre desasosegado.
—¡Atentos! —exclamó Holmes, al tiempo que se oía el nítido chasquido de un revólver al ser amartillado—. ¡Cuidado! ¡Ya viene!
De algún sitio en el corazón de aquella masa blanca que seguía deslizándose llegó hasta nosotros un tamborileo ligero y continuo. La niebla se hallaba a cincuenta metros de nuestro escondite y los tres la contemplábamos sin saber qué horror estaba a punto de brotar de sus entrañas. Yo me encontraba junto a Holmes y me volví un instante hacia él. Lo vi pálido y exultante, brillándole los ojos a la luz de la luna. De repente, sin embargo, su mirada adquirió una extraña fijeza y el asombro le hizo abrir la boca. Lestrade también dejó escapar un grito de terror y se arrojó al suelo de bruces. Yo me puse en pie de un salto, inerte la mano que sujetaba la pistola, paralizada la mente por la espantosa forma que saltaba hacia nosotros de entre las sombras de la niebla. Era un sabueso, un enorme sabueso, negro como un tizón, pero distinto a cualquiera que hayan visto nunca ojos humanos. De la boca abierta le brotaban llamas, los ojos parecían carbones encendidos y un resplandor intermitente le iluminaba el hocico, el pelaje del lomo y el cuello. Ni en la pesadilla más delirante de un cerebro enloquecido podría haber tomado forma algo más feroz, más horroroso, más infernal que la oscura forma y la cara cruel que se precipitó sobre nosotros desde el muro de niebla.
La enorme criatura negra avanzó a grandes saltos por el sendero, siguiendo los pasos de nuestro amigo. Hasta tal punto nos paralizó su aparición que ya había pasado cuando recuperamos la sangre fría. Entonces Holmes y yo disparamos al unísono y la criatura lanzó un espantoso aullido, lo que quería decir que al menos uno de los proyectiles le había acertado. Siguió, sin embargo, avanzando a grandes saltos sin detenerse. A lo lejos, en el camino, vimos cómo Sir Henry se volvía, el rostro blanco a la luz de la luna, las manos alzadas en un gesto de horror, contemplando impotente el ser horrendo que le daba caza.
Pero el aullido de dolor del sabueso había disipado todos nuestros temores. Si aquel ser era vulnerable, también era mortal, y si habíamos sido capaces de herirlo también podíamos matarlo. Nunca he visto correr a un hombre como corrió Holmes aquella noche. Se me considera veloz, pero mi amigo me sacó tanta ventaja como yo al detective de corta estatura. Mientras volábamos por el sendero oíamos delante los sucesivos alaridos de Sir Henry y el sordo rugido del sabueso. Pude ver cómo la bestia saltaba sobre su víctima, la arrojaba al suelo y le buscaba la garganta. Pero un instante después, Holmes había disparado cinco veces su revólver contra el costado del animal. Con un último aullido de dolor y una violenta dentellada al aire, el sabueso cayó de espaldas, agitando furiosamente las cuatro patas, hasta inmovilizarse por fin sobre un costado. Yo me detuve, jadeante, y acerqué mi pistola a la horrible cabeza luminosa, pero ya no servía de nada apretar el gatillo. El gigantesco perro había muerto.
Sir Henry seguía inconsciente en el lugar donde había caído. Le arrancamos el cuello de la camisa y Holmes musitó una acción de gracias al ver que no estaba herido: habíamos llegado a tiempo. El baronet parpadeó a los pocos instantes e hizo un débil intento de moverse. Lestrade le acercó a la boca el frasco de brandy y muy pronto dos ojos llenos de espanto nos miraron fijamente.
—¡Dios mío! —susurró nuestro amigo—. ¿Qué era eso? En nombre del cielo, ¿qué era eso?
—Fuera lo que fuese, ya está muerto —dijo Holmes—. De una vez por todas hemos acabado con el fantasma de la familia Baskerville.
El tamaño y la fuerza bastaban para convertir en un animal terrible a la criatura que yacía tendida ante nosotros. No era ni sabueso ni mastín de pura raza, sino que parecía más bien una mezcla de los dos: demacrado, feroz y del tamaño de una pequeña leona. Incluso ahora, en la inmovilidad de la muerte, de sus enormes mandíbulas parecía seguir brotando una llama azulada, y los ojillos crueles, muy hundidos en las órbitas, aún daban la impresión de estar rodeados de fuego. Toqué con la mano el hocico luminoso y al apartar los dedos vi que brillaban en la oscuridad, como si ardieran a fuego lento.
—Fósforo —dije.
—Un ingenioso preparado hecho con fósforo —dijo Holmes, acercándose al sabueso para olerlo—. Totalmente inodoro para no dificultar la capacidad olfatoria del animal. Es mucho lo que tiene usted que perdonarnos, Sir Henry, por haberlo expuesto a este susto tan espantoso. Yo me esperaba un sabueso, pero no una criatura como ésta. Y la niebla apenas nos ha dado tiempo para recibirlo como se merecía.
—Me han salvado la vida.
—Después de ponerla en peligro. ¿Tiene usted fuerzas para levantarse?
—Denme otro sorbo de ese brandy y estaré listo para cualquier cosa. ¡Bien! Ayúdenme a levantarme. ¿Qué se propone hacer ahora, señor Holmes?
—A usted vamos a dejarlo aquí. No está en condiciones de correr más aventuras esta noche. Si hace el favor de esperar, uno de nosotros volverá con usted a la mansión.
El baronet logró ponerse en pie con dificultad, pero aún seguía horrorosamente pálido y temblaba de pies a cabeza. Lo llevamos hasta una roca, donde se sentó con el rostro entre las manos y el cuerpo estremecido.
—Ahora