Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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regresábamos a toda velocidad por el camino—. Sin duda los disparos le han hecho saber que ha perdido la partida.

      —Estábamos algo lejos y la niebla ha podido amortiguar el ruido.

      —Tenga usted la seguridad de que seguía al sabueso para llamarlo cuando terminara su tarea. No, no; se habrá marchado ya, pero lo registraremos todo y nos aseguraremos.

      La puerta principal estaba abierta, de manera que irrumpimos en la casa y recorrimos velozmente todas las habitaciones, con gran asombro del anciano y tembloroso sirviente que se tropezó con nosotros en el pasillo. No había otra luz que la del comedor, pero Holmes se apoderó de la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. Aunque no aparecía por ninguna parte el hombre al que perseguíamos, descubrimos que en el piso alto uno de los dormitorios estaba cerrado con llave.

      —¡Aquí dentro hay alguien! —exclamó Lestrade—. Oigo ruidos. ¡Abra la puerta!

      Del interior brotaban débiles gemidos y crujidos. Holmes golpeó con el talón exactamente encima de la cerradura y la puerta se abrió inmediatamente. Pistola en mano, los tres irrumpimos en la habitación.

      Pero en su interior tampoco se hallaba el criminal desafiante que esperábamos ver y sí, en cambio, un objeto tan extraño y tan inesperado que por unos instantes no supimos qué hacer, mirándolo asombrados.

      El cuarto estaba arreglado como un pequeño museo y en las paredes se alineaban las vitrinas que albergaban la colección de mariposas diurnas y nocturnas cuya captura servía de distracción a aquel hombre tan complicado y tan peligroso. En el centro de la habitación había un pilar, colocado allí en algún momento para servir de apoyo a la gran viga, vieja y carcomida, que sustentaba el techo. A aquel pilar estaba atada una figura tan envuelta y tan tapada con las sábanas utilizadas para sujetarla que de momento no se podía decir si era hombre o mujer. Una toalla, anudada por detrás al pilar, le rodeaba la garganta. Otra le cubría la parte inferior del rostro y, por encima de ella, dos ojos oscuros —llenos de dolor y de vergüenza y de horribles preguntas— nos contemplaban. En un minuto habíamos arrancado la mordaza y desatado los nudos y la señora Stapleton se derrumbó delante de nosotros. Mientras la hermosa cabeza se le doblaba sobre el pecho vi, cruzándole el cuello, el nítido verdugón de un latigazo.

      —¡Qué canalla! —exclamó Holmes—. ¡Lestrade, por favor, su frasco de brandy! ¡Llévenla a esa silla! Los malos tratos y la fatiga han hecho que pierda el conocimiento.

      La señora Stapleton abrió de nuevo los ojos.

      —¿Está a salvo? —preguntó—. ¿Ha escapado?

      —No se nos escapará, señora.

      —No, no; no me refiero a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo?

      —Sí.

      —¿Y el sabueso?

      —Muerto.

      La señora Stapleton dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.

      —¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! ¡El muy canalla! ¡Vean cómo me ha tratado! —retiró las mangas del vestido para mostrarnos los brazos y vimos con horror que estaban llenos de cardenales—. Pero esto no es nada, ¡nada! Lo que ha torturado y profanado han sido mi mente y mi alma. Lo he soportado todo, malos tratos, soledad, una vida de engaño, todo, mientras aún podía agarrarme a la esperanza de que seguía queriéndome, pero ahora sé que también en eso he sido su víctima y su instrumento —unos sollozos apasionados interrumpieron sus palabras.

      —Puesto que no tiene usted motivo alguno para estarle agradecida —le dijo Holmes—, infórmenos de dónde podemos encontrarlo. Si alguna vez le ha ayudado en el mal, colabore ahora con nosotros y expíe el pasado de ese modo.

      —Sólo hay un sitio a donde puede haber escapado —respondió ella—. Existe una vieja mina de estaño en la isla que ocupa el corazón de la ciénaga. Allí encerraba a su sabueso y también allí hizo preparativos por si alguna vez necesitaba un refugio. Habrá ido en esa dirección.

      La niebla descansaba sobre la ventana como una capa de lana blanca. Holmes acercó la lámpara a los cristales.

      —Vea —dijo—. Esta noche nadie es capaz de adentrarse en la gran ciénaga de Grimpen.

      La señora Stapleton se echó a reír y empezó a dar palmadas. Sus ojos y sus dientes brillaron con una alegría feroz.

      —Tal vez haya conseguido entrar, pero no saldrá —exclamó—. No podrá ver las varitas que sirven de guía. Las colocamos juntos para señalar la senda a través de la ciénaga. ¡Ah, si hubiera podido arrancarlas hoy! Entonces seguro que lo tendrían ustedes a su merced.

      Evidentemente era inútil proseguir la búsqueda antes de que levantara la niebla. Dejamos a Lestrade para que custodiara la casa y Holmes y yo regresamos a la mansión con el baronet. Ya no podíamos ocultarle por más tiempo la historia de los Stapleton, pero encajó con mucho valor las revelaciones sobre la mujer de la que se había enamorado. De todos modos, la impresión producida por las aventuras nocturnas le había destrozado los nervios y poco después deliraba ya con una fiebre muy alta, atendido por el doctor Mortimer. Los dos estaban destinados a dar la vuelta al mundo antes de que Sir Henry volviese a ser el hombre robusto y cordial que fuera antes de convertirse en el dueño de aquella mansión cargada con el peso de la leyenda.

      Y ya sólo me queda llegar rápidamente al desenlace de esta narración singular con la que he tratado de conseguir que el lector compartiera los miedos oscuros y las vagas conjeturas que ensombrecieron durante tantas semanas nuestras vidas y que concluyeron de manera tan trágica. A la mañana siguiente se levantó la niebla y la señora Stapleton nos llevó hasta el sitio donde ella y su esposo habían encontrado un camino practicable para penetrar en el pantano. El interés y la alegría con que aquella mujer nos puso sobre la pista de su marido nos ayudó a comprender mejor los horrores de su vida con Stapleton. La dejamos en la estrecha península de suelo firme de turba que acababa desapareciendo en la ciénaga. A partir de allí unas varitas clavadas en la tierra iban mostrando el sendero, que zigzagueaba de juncar en juncar entre las pozas llenas de verdín y los fétidos cenagales que cerraban el paso a cualquier intruso. Los abundantes juncos y las exuberantes y viscosas plantas acuáticas despedían olor a putrefacción y nos lanzaban a la cara densos vapores miasmáticos, mientras que al menor paso en falso nos hundíamos hasta el muslo en el oscuro fango tembloroso que, a varios metros a la redonda, se estremecía en suaves ondulaciones bajo nuestros pies, tiraba con tenacidad de nuestros talones mientras avanzábamos y, cada vez que nos hundíamos en él, se transformaba en una mano malévola que quería llevarnos hacia aquellas horribles profundidades: tal era la intensidad y la decisión del abrazo con que nos sujetaba. Sólo una vez comprobamos que alguien había seguido senda tan peligrosa antes de nosotros. Del centro del matorral de juncias que lo mantenía fuera del fango sobresalía un objeto oscuro. Holmes se hundió hasta la cintura al salirse del sendero para recogerlo, y si no hubiéramos estado allí para ayudarlo nunca hubiera vuelto a poner el pie en tierra firme. Lo que alzó en el aire fue una bota vieja de color negro. «Meyers, Toronto» estaba impreso en el interior del cuero.

      —El baño de barro estaba justificado —dijo Holmes—. Es la bota perdida de nuestro amigo Sir Henry.

      —Arrojada aquí por Stapleton en su huida.

      —En efecto. Siguió con ella en la mano después de utilizarla para poner al sabueso en la pista del baronet. Luego, todavía empuñando la bota, escapó al darse cuenta de que había perdido la partida. Y la

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