Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—Pues, ha sido una cuestión de buena suerte, porque yo sólo podía hablar de lo que constituía un mayor porcentaje de probabilidades. En modo alguno esperaba ser tan exacto.
—Pero ¿no fueron simples suposiciones?
—No, no; yo nunca hago suposiciones. Es ese un hábito repugnante, que destruye la facultad de razonar. Eso que a usted le resulta sorprendente, lo es tan sólo porque no sigue el curso de mis pensamientos, ni observa los hechos pequeños de los que se pueden hacer deducciones importantes. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del reloj, observará que no sólo tiene dos abolladuras, si no que muestra, también, cortes y marcas por todas partes, debido a la costumbre de guardar en el mismo bolsillo otros objetos duros, como llaves y monedas. Desde luego, no es una gran hazaña dar por supuesto que un hombre que trató así tan magnífico reloj de cincuenta guineas tiene que ser un descuidado. Ni es tampoco una deducción traída por los cabellos la de que una persona que hereda una joya de semejante valor haya recibido también otros bienes.
Asentí con la cabeza para dar a entender que seguía su razonamiento con atención.
—Es cosa muy corriente, entre los prestamistas ingleses, cuando toman en prenda un reloj, grabar en el interior de la tapa, valiéndose de un punzón, el número de la papeleta. Resulta más seguro que una etiqueta, y no hay peligro de extravío o trastrueque del número. En el interior de esta tapa, mi lupa ha descubierto no menos de cuatro de estos números. De esto se deduce que su hermano se veía con frecuencia en apuros. Otra deducción secundaria: gozaba de momentos de prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la prenda. Por último, le ruego que se fije en la chapa posterior, la de la llave. Observe los millares de rasguños que hay alrededor del agujero, es decir, las señales de los resbalones de la llave de la cuerda. ¿Puede un hombre sobrio hacer todas estas marcas? Jamás encontrará usted reloj de un beodo que no las tenga. Le dan cuerda por la noche y hacen estos arañazos por la inseguridad de su mano. ¿Ve usted ningún misterio en todo esto?
—Está claro como la luz del día —contesté—. Lamento haber sido injusto con usted. Debí tener una fe mayor en sus maravillosas facultades. ¿Puedo preguntarle si tiene actualmente en marcha alguna investigación profesional?
—Ninguna. Eso explica lo de la cocaína. No puedo vivir sin hacer trabajar mi cerebro. ¿Para qué otra cosa vale la pena vivir? Mire por esa ventana. ¿No es un mundo triste, lamentable e improductivo? Vea cómo la niebla amarilla se desliza por las calles y penetra en las casas marrones y grises. ¿Puede existir nada tan irremediablemente prosaico y material? ¿De qué le sirve a uno tener facultades, doctor, si carece de campo en que poder ejercitarlas? El crimen es algo vulgar, la vida es vulgar, y no hay en este mundo lugar sino para las dotes vulgares de la persona.
Ya tenía yo la boca abierta para contestar a esa parrafada; pero, después de unos vivos golpecitos en la puerta, entró nuestra patrona con una tarjeta en la bandeja de latón.
—Una joven dama pregunta por usted, señor —dijo, dirigiéndose a mi compañero.
—Señorita Mary Morstan —leyó él—. ¡hum! No recuerdo este nombre y apellido. Diga a la señorita que suba, señora Hudson. No se retire, doctor. Preferiría que se quede.
2. La exposición del caso
La señorita Morstan entró en la habitación con paso firme y mucha compostura exterior en sus maneras. Era una joven rubia, menuda, fina, con guantes largos y ataviada con el gusto más exquisito. Sus ropas, sin embargo, eran de una sencillez y falta de rebuscamiento que daban a entender unos recursos monetarios limitados. El vestido era de un gris ligeramente oscuro, sin adornos ni realces; llevaba un turbante pequeño de la misma tonalidad apagada, sin otro relieve que unas mínimas plumas blancas en un costado. Su rostro no poseía rasgos regulares ni belleza de complexión, pero la expresión del mismo era dulce y bondadosa, y sus grandes ojos azules eran singularmente espirituales y simpáticos. A pesar de que mi conocimiento de las mujeres abarca muchas naciones y tres continentes distintos, mis ojos nunca se habían posado en una cara que ofreciese tan claras promesas de una índole refinada y sensible. Cuando se sentó junto a Sherlock Holmes, no pude menos de fijarme en el temblor de sus labios, cómo se estremecían sus manos y exteriorizaba todos los síntomas de una intensa emoción interior.
—Señor Holmes —dijo la joven—, he venido a verle porque fue usted quien en cierta ocasión hizo posible que la señora Cecil Forrester, con la que yo estaba empleada, pudiera solucionar una pequeña complicación doméstica, quedando muy impresionada de la bondad y la habilidad demostradas por usted.
—La señora Cecil Forrester —repitió Holmes, pensativo—. En efecto, creo que le hice un ligero servicio. Sin embargo, si mal no recuerdo, el caso aquel fue muy sencillo.
—A ella no se lo pareció. Pero del mío, al menos, no podrá usted decir eso mismo. Difícilmente consigo yo imaginar nada más extraño, menos explicable, que la situación en que me encuentro.
Holmes se frotó las manos y sus ojos relucieron. Se inclinó hacia adelante; los rasgos de su cara, marcados y aguileños, adquirieron una expresión de extraordinaria concentración y dijo en tono seco y propio de hombre práctico:
—Exponga su caso.
Yo experimenté la sensación de que mi situación allí resultaba embarazosa, y dije, levantándome de la silla:
—Ustedes sabrán, sin duda, disculparme.
Vi con sorpresa que la joven alzaba su mano enguantada para detenerme y que decía:
—Si el amigo de usted tiene la bondad de seguir aquí, me haría con ello un inapreciable servicio.
Volví a dejarme caer en mi sillón, y ella prosiguió:
—Los hechos, expuestos brevemente, son los siguientes: mi padre era oficial de un regimiento en la India, y me envió a Inglaterra siendo muy niña. Mi madre había fallecido, y yo carecía de parientes aquí. Sin embargo, fui colocada en un cómodo internado de Edimburgo, y en él permanecí hasta los diecisiete años. En 1878 mi padre, veterano capitán de su regimiento, obtuvo un permiso de doce meses y vino a Inglaterra. Me telegrafió desde Londres que había llegado sin novedad y dándome órdenes de venir inmediatamente a la capital, diciéndome que se hospedaba en el hotel Langham. Recuerdo que su mensaje rebosaba cariño y amor. Al llegar a Londres, me hice conducir en coche al Langham; en este hotel me informaron que el capitán Morstan se hospedaba allí, en efecto, pero que había salido la noche anterior y aún no había regresado. Le esperé durante todo el día, sin tener noticias suyas. Aquella noche, por consejo del gerente del hotel, me puse en comunicación con la policía, y a la mañana siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos. Nuestras pesquisas no obtuvieron resultado; y desde entonces hasta hoy no he vuelto a saber nada de mi desdichado padre. Había venido a Inglaterra, con el corazón rebosante de esperanza, deseoso de un poco de paz, alguna comodidad, y en lugar de eso...
La joven se llevó la mano a la garganta, y un sollozo ahogado le impidió seguir hablando.
—¿Fecha? —preguntó Holmes, abriendo su libro de notas.
—Desapareció el 3 de diciembre de 1878..., hace casi diez años.
—¿Qué fue de su equipaje?
—Quedó