Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.

      Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero, cuyo suelo arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de las ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta sabiduría en segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero también en las dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el jardín. Que eran las segundas más tempranas, quedaba palmariamente confirmado por el hecho de que a veces desaparecían casi del todo bajo las marcas de las primeras. Así arribé a mi segunda conclusión, consistente en que subía a dos el número de los visitantes nocturnos, de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada y pisada, era de altura más que notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían producido.

      Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El hombre de las lindas botas yacía delante de mí. Al alto, pues, procedía imputar el asesinato, en caso de que éste hubiera tenido lugar. No se veía herida alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada expresión de su rostro declaraba transparentemente que no había llegado ignaro a su fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al corazón, o por otra causa natural y súbita, jamás muestran esa apariencia desencajada. Tras aplicar la nariz a los labios del difunto, detecté un ligero olor acre, y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado impreso en su cara tal gesto de odio y miedo. Por el método de exclusión, me vi, pues, abocado a la única hipótesis que autorizaban los hechos. No crea usted que era aquélla en exceso peregrina. La administración de un veneno por la fuerza figura no infrecuentemente en los anales del crimen. Los casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier en Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de cualquier toxicólogo.

      A continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña quedaba excluida, ya que no se echaba ningún objeto en falta. ¿Qué había entonces de por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio me incliné por lo segundo. Los asesinos políticos se dan grandísima prisa a escapar una vez perpetrada la muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida con flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo largo y ancho de la habitación declaraban una estancia dilatada en el escenario del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba a explicar tan sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se trataba, evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la cuestión. Era claro que el asesino lo había usado para atraer a su víctima el recuerdo de una mujer muerta o ausente. Justo entonces pregunté a Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se inquiría también por cuanto hubiera de peculiar en el pasado de Drebber. Fue su contestación, lo recordará usted, negativa.

      Después procedí a un examen detenido de la habitación, en el curso del cual di por buena mi primera estimación de la altura del asesino, y obtuve los datos referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura de sus uñas. Había llegado ya a la conclusión de que, dada la ausencia de señales de lucha, la sangre que salpicaba el suelo no podía proceder sino de las narices del asesino, presa seguramente de una gran excitación. Observé que el rastro de la sangre coincidía con el de sus pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos que posea gran vigor, pueda fundir, impulsado de la sola emoción, semejante cantidad de sangre, así que aventuré la opinión de que era el criminal un tipo robusto y de faz congestionada. Los hechos han demostrado que iba por buen camino.

      Tras abandonar la casa hice lo que Gregson había dejado de hacer. Envié un telegrama al jefe de policía de Cleveland, donde me limitaba a requerir cuantos detalles se relacionasen con el matrimonio de Enoch Drebber. La respuesta fue concluyente. Declaraba que Drebber había solicitado ya la protección de la ley contra un viejo rival amoroso, un tal Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba a la sazón en Europa. Supe entonces que tenía la clave del misterio en mi mano y que no restaba sino atrapar al asesino.

      Tenía ya decidido que el hombre que había entrado en la casa con Drebber y el conductor del carruaje eran uno y el mismo individuo. Se apreciaban en la carretera huellas que sólo un caballo sin gobierno puede producir. ¿Dónde iba a estar el cochero sino en el interior del edificio? Además, vulneraba toda lógica el que un hombre cometiera deliberadamente un crimen ante los ojos, digamos, de una tercera persona, un testigo que no tenía por qué guardar silencio. Por último, para un hombre que quisiera rastrear a otro a través de Londres, el oficio de cochero parecía sin duda el más adecuado. Todas estas consideraciones me condujeron irresistiblemente a la conclusión de que Jefferson Hope debía contarse entre los aurigas de la metrópoli.

      Si tal había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde su punto de vista, cualquier cambio súbito sólo podía atraer hacia su persona una atención inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo al menos, persistiría en su oficio de cochero. Nada argüía tampoco que lo fuera a hacer bajo nombre supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un país donde era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas las casas de coches de alquiler hasta que dieran con el hombre al que buscaba. Qué bien cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son cosas que aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas en ningún caso hubiésemos podido impedirlo. Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las píldoras, cuya existencia había previamente conjeturado. Vea cómo se ordena toda la peripecia según una cadena de secuencias lógicas, en las que no existe un solo punto débil o de quiebra.

      —¡Magnífico! —exclamé—. Sus méritos debieran ser públicamente reconocidos. Sería bueno que sacase a la luz una relación del caso. Si no lo hace usted, lo haré yo.

      —Haga, doctor, lo que le venga en gana —repuso—. Y ahora, ¡eche una mirada a esto! —agregó entregándome un periódico.

      Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención aludía al caso de autos.

      «El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita muerte de un tal Hope, autor presunto del asesinato del señor Enoch Drebber y Joseph Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se nos asegura de fuente fiable que el crimen fue efecto de un antiguo y romántico pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo ni el amor. Parece que las dos víctimas habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido, de Salt Lake City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar espectacularmente la eficacia de nuestras fuerzas policiales y para instruir a los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus diferencias en su lugar de origen y no en territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta acción policial corresponde por entero a los señores Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de Scotland Yard. El criminal fue capturado, según parece, en el domicilio de un tal Sherlock Holmes, un detective aficionado que ha dado ya ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se vea estimulado por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que, en prueba del debido reconocimiento

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