Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última pregunta.
—Sí —repliqué.
—Ponga entonces las manos aquí —dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se señalaba el pecho.
Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la misma fuente.
—¡Diablos! —exclamé—. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!
—Así le dicen, según parece —repuso plácidamente—. La semana pasada acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar carnicero.
El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas cuantas palabras sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.
—¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? —inquirió el primero.
—No hay duda —repuse.
—En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente nuestro deber tomar declaración al prisionero —dijo el inspector.
—Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide, quedará aquí consignada.
—Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento —replicó aquél, conformando el acto a las palabras—. Este aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte, comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio principio al curioso relato que a continuación les transcribo. Su comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos casi vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en el que fueron anotadas puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.
—No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres —dijo—. Importa tan sólo que eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del crimen, me resultaba imposible dar prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser verdaderamente hombres y encontrarse en mi lugar.
La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi prometida. La casaron por la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda, prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación del crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en que perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en el intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida. Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni espero ya.
Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil seguir su pista. Cuando llegué a Londres apenas si me quedaba un penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno caballos como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto excediera de cierta suma que cada semana había de llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté, una vez localizados los hoteles y estaciones principales, a componérmelas no del todo mal.
Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos caballeros de mis entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible. Proyectaba seguir sus pasos en espera del momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.
Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se encontrasen, andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía en mi coche, otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces no podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo cobrara las carreras a primera hora de la mañana o a última de la noche, principiando a endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera echarles el guante a mis enemigos.
Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso alguien seguía su rastro, ya que nunca salían solos o después de anochecido. Durante dos semanas no los perdí de vista, y en ningún instante se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del tiempo borracho, pero Stangerson no se permitía un segundo de descuido. Los vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin encontrar sombra siquiera de una oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento, pues una voz interior me decía que había llegado mi hora. Sólo tenía un cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho demasiado pronto, impidiéndome dar remate a mi tarea.
Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi coche Torquay Terrace —tal nombre distinguía a la calle de la pensión donde se alojaban—, observé que un vehículo hacía alto justo delante de su puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco después Drebber y Stangerson, que habían aparecido tras ellos, partieron en el carruaje. Incité a mi caballo y no los perdí de vista, aunque me inquietaba la idea de que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon en Euston Station, y yo confié mi montura a un niño mientras los seguía hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de Liverpool y también la contestación del vigilante, quien les explicó que ya estaba en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.
La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta complacencia en Drebber. Me arrimé a ellos lo bastante para escuchar cada una de las palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo que le aguardaba un pequeño negocio.y que si el otro tenía a bien esperarle, se reuniría con él a no mucho tardar. Su compañero no se mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer juntos. Drebber repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No pude oír la réplica de Stangerson, mas Drebber prorrumpió en improperios, diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin títulos para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder el secretario, tras de lo cual quedó convencido que Drebber se reuniría con Stangerson en el hotel Halliday Private, caso de que llegase a perder el último tren. El primero aseguró que estaría de vuelta en los andenes antes de las once y abandonó la estación.
La ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al alcance de la mano. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos podían darse protección uno al otro, mas por separado se hallaban a mi merced.