Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—¡Santo Cielo! —dijo jadeante John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado! ¿Por qué diablos has entrado en casa así?
—Déme algo de comer —repuso el otro con voz ronca—. Hace cuarenta y ocho horas que no me llevo a la boca un trozo de pan o una gota de agua.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan que, después de la cena, aún restaban en la mesa de su huésped, y dio cuenta de ellos vorazmente.
—¿Cómo anda de ánimo Lucy? —preguntó una vez satisfecha su hambre.
—Bien. Desconoce el peligro en que nos hallamos —repuso el padre.
—Tanto mejor. La casa está vigilada por todas partes. De ahí que me arrastrara hasta ella. Los tipos son listos, aunque no lo bastante para jugársela a un cazador Washoe.
John Ferrier se sintió renacer a la llegada de su devoto aliado. Asiendo la mano curtida del joven, se la estrechó cordialmente.
—Me enorgullezco de ti, muchacho —exclamó—. Pocos habrían tenido el arrojo de venir a auxiliarnos en este trance.
—No anda descaminado, a fe mía —repuso el joven cazador—. Le tengo ley, pero a ser usted el único en peligro me lo habría pensado dos veces antes de meter la mano en este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de que le sobrevenga algún mal, hay en Utah un Hope para dar por ella la vida.
—¿Qué hemos de hacer?
—Mañana se acaba el plazo, y a menos que nos pongamos esta misma noche en movimiento, estará todo perdido. Tengo una mula y dos caballos esperándonos en el Barranco de las Águilas. ¿De cuánto dinero dispone?
—Dos mil dólares en oro y otros cinco mil en billetes.
—Es suficiente. Cuento yo con otro tanto. Hemos de alcanzar Carson City a través de las montañas. Preciso es que despierte a Lucy. Suerte que no duermen aquí los criados.
En tanto aprestaba Ferrier a su hija para el viaje inminente, Jefferson Hope juntó toda la comida que pudo encontrar en un pequeño paquete, al tiempo que llenaba de agua un cántaro de barro; como sabía por experiencia, los manantiales eran escasos en las montañas y muy distantes entre sí. Apenas si había terminado los preparativos cuando apareció el granjero con su hija, ya vestida y pertrechada para la marcha. El encuentro de los dos enamorados fue caluroso, pero breve, pues cada minuto era precioso, y restaba aún mucho por hacer.
—Salgamos cuanto antes —dijo Jefferson, en un susurro, donde se conocía, sin embargo, el tono firme de quien, sabiendo la gravedad de un lance, ha preparado su corazón para afrontarlo—. La entrada principal y la trasera están guardadas, aunque cabe deslizarse por la ventana lateral y seguir después a campo traviesa. Ya en la carretera, dos millas tan sólo nos separan del Barranco de las Águilas, en que aguarda la caballería. Cuando despunte el día estaremos a mitad de camino, en plena montaña.
—¿Y si nos cierran el paso? —preguntó Ferrier.
Hope dio una palmada a la culata del revólver, que sobresalía tras la hebilla de su cinturón.
—En caso de que fueran demasiados para nosotros..., no dejaríamos este mundo sin que antes nos hicieran cortejo dos o tres de ellos —dijo, con una sonrisa siniestra.
Apagadas ya todas las luces del interior de la casa, Ferrier contempló desde la ventana, sumida en sombra, los campos que habían sido suyos, y de los que ahora iba a partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un sacrificio al que ya tenía preparado su espíritu, y la consideración del honor y felicidad de su hija compensaba con creces el sentimiento de la fortuna perdida. Reinaba tal paz en las vastas mieses y en torno a los susurrantes árboles, que nadie hubiese acertado a sospechar el negro revoloteo de la muerte. Sin embargo, la palidez de rostro y rígida expresión del joven cazador indicaban a las claras que en su trayecto hasta la casa no habían sido pocos los signos fatales por él advertidos.
John Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los billetes; Jefferson Hope, las escasas provisiones y el agua, mientras Lucy, en un pequeño atadijo, había hecho acopio de algunas de sus prendas más queridas. Tras abrir la ventana con todo el cuidado que las circunstancias exigían, aguardaron a que una nube ocultara la faz de la luna, aprovechando ese instante para descolgarse, uno a uno, al diminuto jardín. Con el aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron al poco el seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva hasta llegar a un vano abierto a los campos cultivados. Apenas lo habían alcanzado, cuando el joven retuvo a sus acompañantes empujándoles de nuevo hacia la sombra, en la que permanecieron temblorosos y en silencio.
Por ventura, la vida en las praderas había dotado a Jefferson Hope de un oído de lince. Un segundo después de su repliegue rasgó el aire el melancólico y casi inmediato aullido de un búho, contestado al punto por otro idéntico, pocos pasos más allá. En ese instante emergió del vano la silueta fantasmal de un hombre; repitió éste la lastimera señal, y a su conjunto salió de la sombra una segunda figura humana.
—Mañana a medianoche —dijo el primero, quien parecía ser, de los dos, el investido de mayor autoridad—. Cuando el chotacabras grite tres veces.
—Bien —repuso el segundo—. ¿He de pasar el mensaje al Hermano Drebber?
—Que él lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a siete!
—¡Siete a cinco! —repitió su compañero—. Y ambas siluetas partieron rápidas en distintas direcciones. Las palabras finales recataban evidentemente una seña y su correspondiente contraseña. Apenas desvanecidos en la distancia los pasos de los conspiradores, Jefferson Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus compañeros a través del vano, inició una rápida marcha por mitad de las mieses, sosteniendo y casi llevando en vilo a la joven cada vez que ésta sentía flaquear sus fuerzas.
—¡Deprisa, deprisa! —jadeaba de cuando en cuando—. Estamos cruzando la línea de centinelas. Todo depende de la velocidad a que avancemos. ¡Deprisa, digo!
Ya en la carretera, cubrieron terreno con mayor presteza. Sólo una vez se cruzaron con otro caminante, mas tuvieron ocasión de deslizarse a un campo vecino y pasar así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el cazador enfiló un sendero lateral y accidentado que conducía a las montañas. El desigual perfil de los picos rocosos se insinuó de pronto en la noche: el angosto desfiladero que entre ellos se abría no era otro que el Barranco de las Águilas, donde permanecían a la espera los caballos. Guiado de un instinto infalible, Jefferson Hope siguió su rumbo a través de las peñas y a lo largo del lecho seco de un río, hasta dar con una retirada quiebra, oculta por rocas. Allí estaban amarrados los fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de los caballos, mientras Jefferson Hope guiaba al restante por el difícil y escabroso camino.
Sólo para quien estuviera hecho a las manifestaciones más extremas de la Naturaleza podía resultar aquella ruta llevadera. A uno de los lados se elevaba un gigantesco peñasco por encima de los mil metros de altura. Negro, hosco y amenazante, erizada la