Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 29
—Hay dos caminos que conducen fuera de la habitación —gritó Ferrier—, la puerta y la ventana. ¿Cuál preferís?
Su rostro moreno había adquirido una expresión tan salvaje, y las manos un tan amenazador ademán, que los dos visitantes saltaron de sus asientos, emprendiendo una rápida retirada. El viejo granjero les siguió hasta la puerta.
—Me haréis saber quién de los dos se ha dispuesto que sea el agraciado —dijo con sorna.
—¡Recibirás tu merecido! —chilló Stangerson, lívido de ira—. Has desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Materia tienes de arrepentimiento para el resto de tus días.
—El Señor asentará sobre ti su pesada mano —exclamó a su vez el joven Drebber—; ¡por Él serás fulminado!
—¡Si ha de ser así, comencemos ya! —dijo Ferrier, furioso, y se hubiera precipitado escaleras arriba en busca de su escopeta a no sujetarlo Lucy por un brazo para impedir los efectos de su furia. Antes de que pudiera desasirse, el estrépito de unas uñas de caballo sobre el camino medía ya la distancia que habían puesto por medio sus enemigos.
—¡Mequetrefes hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—. Prefiero verte en la tumba, niña, antes que esposa de cualquiera de ellos.
—Yo también, padre —repuso ella vehementemente—; pero Jefferson estará pronto de vuelta con nosotros.
—Sí. Poco ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no sabemos qué otras sorpresas nos aguardan.
Era llegado en verdad el momento de que alguien acudiera, con su consejo y ayuda, en auxilio del tenaz anciano y su hija adoptiva. Hasta entonces no se había dado aún en la colonia un caso parejo de insubordinación y desobediencia a la autoridad de los Ancianos. Si las desviaciones menores eran castigada tan severamente, ¡cuál no sería el destino de este empecatado rebelde! Ferrier conocía que su riqueza y posición no lo eximían del castigo. Otros no menos ricos y conocidos que él habían desaparecido de la faz de la tierra, revertiendo sus propiedades a manos de la Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba a reprimir un sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y fantasmal que le amenazaba. A todo mal conocido se sentía capaz de hacer frente con pulso firme, pero la incertidumbre presente encerraba algo de terroríficamente paralizador. Recató aun así su miedo a la hija, afectando echar a barato lo acontecido, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que ella, con la sagacidad que infunde el amor, percibiera claramente la preocupación de que era presa el anciano.
Suponía éste que mediante una señal u otra le haría Young patente el disgusto hacia su conducta, y no andaba errado, aunque el anuncio llegó de forma inesperada. A la mañana siguiente, al despertarse, encontró para su sorpresa un pequeño rectángulo de papel prendido a la colcha, a la altura del pecho, y en él escritas con letra enérgica y desmañada estas palabras: «Veintinueve días restan para que te enmiendes, y entonces...».
Ese vago peligro que parecía insinuarse tras los puntos suspensivos era mucho más temible que cualquier amenaza concreta. Que el mensaje hubiera podido llegar a la habitación, sumió a John Ferrier en una casi dolorosa perplejidad, ya que los sirvientes dormían en un pabellón separado de la casa, y las puertas y ventanas de ésta habían sido cerradas a cal y canto. Se deshizo del papel y ocultó lo ocurrido a su hija, aunque el incidente no pudo por menos de producirle una mortal angustia. Esos veintinueve días representaban sin duda lo sobrante del mes concedido por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra un enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano que había prendido el alfiler hubiese podido empujarlo hasta el centro de su corazón, sin que él llegara nunca a conocer la identidad de quien le causaba la muerte.
Mayor fue aún su conmoción a la mañana siguiente. Se había sentado para tomar el desayuno cuando Lucy dejó escapar un gesto de sorpresa al tiempo que señalaba el techo de la habitación. En su mitad, en torpes caracteres, se leía, escrito probablemente con la negra punta de un tizón, el número veintiocho. Nada significaba esta cifra para la hija, y Ferrier prefirió no sacarla de su ignorancia. Aquella noche, armado de una escopeta, montó guardia alrededor de la casa. No vio ni oyó cosa alguna y, sin embargo, al clarear, los largos trazos del número veintisiete cruzaban la hoja exterior de la puerta principal.
De esta guisa fueron transcurriendo los días; tan inevitablemente como sucede a la noche la luz de la mañana, mantenían sus invisibles enemigos la cuenta del menguante mes de gracia, expuesta siempre en algún lugar manifiesto. Ora aparecía el número fatal sobre una pared, ora en el suelo, más tarde, quizá, en un pequeño rótulo pegado al cancel del jardín o a la baranda. Pese a su permanente actitud de vigilancia, no pudo descubrir John Ferrier de dónde procedían estas advertencias diarias. Un horror rayano con la superstición llegó a poseerlo a la vista de cualquiera de ellas. Crispado y rendido, sus ojos adquirieron la expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno del joven cazador de Nevada.
Los veinte días de franquía se redujeron a quince, éstos a diez y no daba aún señales de sí el ausente. Paso a paso fue aproximándose el temido término sin que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un jinete rompía el silencio con el estrépito de su caballo a lo largo del camino, o incitaba un carretero a su recua, el viejo granjero se precipitaba hacia la puerta, creyendo ya llegado a su auxiliador. Al fin, cuando los cinco últimos días dieron paso a los cuatro siguientes, y los cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las montañas circunvecinas, se sentía por completo perdido. En los caminos más transitados se había montado un estricto servicio de vigilancia que estorbaba el paso a los transeúntes no autorizados por el Consejo. Mirara donde mirara, se veía inevitablemente condenado a sufrir el castigo que se cernía sobre su cabeza. Con todo, mil veces hubiera preferido el anciano la muerte a consentir en lo que por fuerza se le antojaba el deshonor de su hija.
Sobre tales calamidades y los vanos intentos de ponerles remedio, reflexionaba una tarde el sedente John Ferrier. Aquella misma mañana había sido trazado el número dos sobre la pared de su casa, anuncio de la única franquía que, junto a la siguiente, todavía restaba hasta la expiración del plazo.
¿Qué ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas fantasías atormentaban su imaginación. ¿Qué sería de su hija cuando él faltara? No ofrecía escape la invisible maraña que alrededor de ellos se había trenzado. Derrumbó la cabeza sobre la mesa y se abandonó al llanto ante el sentimiento de su propia impotencia.
Pero ¿qué era eso? Un suave arañazo había turbado el silencio reinante —un ruido tenue, aunque claramente perceptible en medio de la quietud de la noche—. Procedía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó hasta el vestíbulo y aguzó el oído. Hubo una pausa breve y después el blando, insidioso sonido volvió a repetirse. Evidentemente, alguien estaba golpeando con mucho tiento los cuarterones de la puerta. ¿Quizá un nocturno sicario enviado para llevar adelante las órdenes asesinas del tribunal secreto? ¿O acaso el agente encargado de grabar el anuncio del último día de gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea sería preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba su corazón. De un salto llegó hasta la puerta y, descorriendo el cerrojo, la abrió de par en par.
Fuera reinaba una absoluta quietud. Estaba despejada la noche, y en lo alto se veían parpadear las estrellas. Ante los ojos del granjero se extendía el pequeño jardín frontero, ceñido por la cerca y la portalada, pero ni en el espacio interior ni en la carretera se echaba de ver figura humana alguna. Con un suspiro de alivio oteó Ferrier a izquierda y derecha, hasta que, habiendo dirigido por casualidad la mirada en dirección