Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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ambas orillas discurría la desigual senda, tan angosta a trechos que habían de situarse lo viajeros en fila india, y tan accidentado que únicamente a un jinete consumado le hubiera resultado posible abrirse en ella camino. Sin embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los fugitivos, ya que, a cada paso que daban, era mayor la distancia entre ellos y el despotismo terrible de que venían huyendo.

      Pronto se les hizo manifiesto, con todo, que aún permanecían bajo la jurisdicción de los Santos. Habían alcanzado lo más abrupto y sombrío del desfiladero cuando la joven dejó escapar un grito, a la par que señalaba hacia lo alto. Sobre una de las rocas que se asomaban al camino, destacándose duramente sobre el fondo, montaba guardia un centinela solitario. Descubrió a la comitiva a la vez que era por ella visto, y un desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el silencioso barranco.

      —Viajeros en dirección a Nevada —dijo Jefferson Hope, con una mano puesta sobre el rifle, que colgaba a uno de los lados de su silla.

      Pudieron observar cómo el solitario vigía amartillaba su arma, escrutando el hondón con expresión insatisfecha.

      —¿Con la venia de quién? —preguntó.

      —Los Sagrados Cuatro —repuso Ferrier. Su estancia entre los mormones le había enseñado que tal era la máxima autoridad a que cabía referirse.

      —Nueve a siete —gritó el centinela.

      —Siete a cinco —contestó rápido Jefferson Hope, recordando la contraseña oída en el jardín.

      —Adelante, y que el Señor sea con vosotros —dijo la voz desde arriba—.

      Más allá de este enclave se ensanchaba la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote. Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela apoyado sobre su fusil, señal de que habían dejado a sus espaldas la posición última de los Elegidos y que cabalgaban ya por tierras de libertad.

      5. Los ángeles vengadores

      Durante toda la noche trazaron su camino a través de desfiladeros intrincados y de senderos irregulares sembrados de rocas. Varias veces perdieron el rumbo y otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía de las montañas les permitió recuperarlo. Al rayar el alba, un escenario de maravillosa aunque agreste belleza se ofreció a sus ojos. Cerrando el contorno todo del espacio se elevaban los altos picos coronados de nieve, cabalgados los unos sobre los otros en actitud de vigías que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las vertientes rocosas a entrambos lados, que los pinos y alerces parecían estar suspendidos encima de sus cabezas, como a la espera de un parco soplo de aire para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la sensación meramente ilusoria, pues se hallaba aquella hoya pelada salpicada en toda su extensión por peñas y árboles que hasta allí habían llegado de semejante manera. Justo a su paso, una gran roca se precipitó de lo alto con un estrépito sordo, que despertó ecos en las cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos un galope alocado.

      Conforme el sol se levantaba lentamente sobre la línea de oriente, las cimas de las grandes montañas fueron encendiéndose una tras otra, al igual que los faroles de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y arreboladas. El espectáculo magnífico alegró los corazones de los tres fugitivos y les infundió nuevos ánimos. Detuvieron la marcha junto a un torrente que con ímpetu surgía de un barranco y abrevaron a los caballos mientras daban rápida cuenta de su desayuno. Lucy y su padre habrían prolongado con gusto ese tiempo de tregua, pero Jefferson Hope se mostró inflexible.

      —Ya estarán sobre nuestra pista —dijo—. Todo depende de nuestra velocidad. Una vez salvos en Carson podremos descansar el resto de nuestras vidas.

      Durante el día entero se abrieron camino a través de los desfiladeros, habiéndose distanciado al atardecer, según sus cálculos, más de treinta millas de sus enemigos. A la noche establecieron el campamento al pie de un risco saledizo, medianamente protegido por las rocas del viento álgido, y allí, apretados para darse calor, disfrutaron de unas pocas horas de sueño. Antes de romper el día, sin embargo, ya estaban en pie, prosiguiendo viaje. No habían echado de ver señal alguna de sus perseguidores, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se hallaban acaso fuera del alcance de la terrible organización en cuya enemistad habían incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su garra de hierro, y qué presta estaba ésta a abatirse sobre ellos y aplastarlos.

      Hacia la mitad del segundo día de fuga, su escaso lote de provisiones comenzó a agotarse. No inquietó ello, sin embargo, en demasía al cazador, pues abundaban las piezas por aquellos parajes, y no una, sino muchas veces, se había visto en la precisión de recurrir a su rifle para satisfacer las necesidades elementales de la vida. Tras elegir un rincón abrigado, juntó unas cuantas ramas secas y produjo una brillante hoguera, en la que pudieran encontrar algún confortamiento sus amigos; se encontraban a casi cinco mil pies de altura, y el aire era helado y cortante. Después de atar los caballos y despedirse de Lucy, se echó el rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que la suerte quisiera dispensarle. Volviendo la cabeza atrás vio al anciano y a la joven acurrucados junto al brillante fuego, con las tres caballerías recortándose inmóviles sobre el fondo. A continuación, las rocas se interpusieron entre el grupo y su mirada.

      Caminó un par de millas de un barranco a otro sin mayor éxito, aunque, por las marcas en las cortezas de los árboles, y otros indicios, coligió la presencia de numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o tres horas de búsqueda infructuosa, y cuando desanimado se disponía a dar marcha atrás, vio, echando la vista a lo alto, un espectáculo que le hizo estremecer de alegría. En el borde de una roca voladiza, a trescientos o cuatrocientos pies sobre su cabeza, afirmaba sobre el suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente semejante a la de una cabra, aunque armada de un par de descomunales cuernos. La gran astada —por tal se le conocerá probablemente el guarda o vigía de un rebaño invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en dirección opuesta a éste y no había advertido su presencia. Puesto de bruces, descansó el rifle sobre una roca y enfiló largamente y con firme pulso la diana antes de apretar el gatillo. El animal dio un respingo, se tambaleó un instante a orillas del precipicio, y se desplomó al cabo valle abajo.

      Pesaba en exceso la res para ser llevada a cuestas, de modo que el cazador optó por desmembrar una pierna y parte del costado. Con este trofeo terciado sobre uno de los hombros se dio prisa a desandar lo andado, ya que comenzaba a caer la tarde. Apenas puesto en marcha, sin embargo, advirtió que se hallaba en un trance difícil. Llevado de su premura había ido mucho más allá de los barrancos conocidos, resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta. El valle donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en numerosas cañadas, tan semejantes que se hacía imposible distinguirlas entre sí. Enfiló una por espacio de una milla o más hasta tropezar con un venero de montaña que le constaba no haber visto antes. Persuadido de haber errado el rumbo, probó otro distinto, mas no con mayor éxito. La noche caía rápidamente, y apenas si restaba alguna luz cuando dio por fin con un desfiladero de aire familiar. Incluso entonces no fue fácil seguir la pista exacta, porque la luna no había ascendido aún y los altos riscos, elevándose a una y otra mano, acentuaban aún más la oscuridad. Abrumado por su carga, y rendido tras tanto esfuerzo, avanzó a trompicones, infundiéndose ánimos con la reflexión de que a cada paso que diera se acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría comida bastante para todos durante el resto del viaje.

      Ya se hallaba en el principio mismo del desfiladero en que había dejado a sus compañeros. Incluso en la oscuridad acertaba a reconocer la silueta de las rocas que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con impaciencia, pues llevaba casi cinco horas ausente. En su alegría juntó las manos, se las llevó á la boca a modo de bocina, y anunció su llegada con un fuerte grito, resonante a lo largo de la cañada. Se detuvo y esperó la respuesta.

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