Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 47
Nuestro guía nos había dejado la linterna. Holmes la hizo girar lentamente a nuestro alrededor y miró con vivo interés la fachada de la casa y los grandes montones de la tierra removida que obstruían el terreno.
La señorita Morstan y yo permanecimos el uno junto al otro, y su mano en la mía. El amor es algo maravillosamente sutil; allí estábamos nosotros dos, que nunca nos habíamos visto hasta aquel mismo día, que no habíamos intercambiado una sola palabra ni mirada de cariño, y que ahora, en un momento de dificultades, nos buscábamos instintivamente con nuestras manos. Desde entonces he pensado en aquello con asombro, pero en aquel momento me pareció la cosa más natural el que yo la buscase a ella, y también ella me ha contado muchas veces que fue un instinto el que la empujó hacia mí en busca de protección y ayuda. Estábamos, pues, cogidos de las manos, lo mismo que dos chiquillos, y reinaba la paz en nuestros corazones, a pesar de todas las lobregueces que nos rodeaban.
—Qué lugar más extraño! —dijo ella, mirando a su alrededor.
—Se diría que han soltado aquí todos los topos de Inglaterra. Algo por el estilo tuve ocasión de ver en las laderas de una colina, después de que trabajaron allí unos buscadores de oro.
—En ambos casos, por un móvil idéntico —dijo Holmes—. Los buscadores de tesoros dejan estas huellas. Tenga presente que lo han buscado por espacio de seis años. Con razón, el terreno tiene todo el aspecto de una cantera.
En ese mismo instante se abrió la puerta de la casa, y Thaddeus Sholto salió de ella corriendo, con las manos extendidas a todo lo que daban sus brazos y una expresión de terror en los ojos.
—Algo terrible le ha ocurrido a Bartholomew —gritó—. ¡Estoy asustado! Mis nervios no aguantan más.
En efecto, balbuceaba de terror, y su rostro gesticulante y débil, asomando por encima del gran cuello de astracán, tenía la expresión desamparada y suplicante de un niño espantado.
—Entremos en la casa —dijo Holmes con su voz seca y firme.
—¡Sí; entren! —suplicó Thaddeus Sholto—. La verdad es que yo no me siento con fuerzas para nada.
Le seguimos todos a la habitación del ama de llaves, que estaba a la mano izquierda, en el pasillo. La anciana se paseaba de un lado a otro con mirada asustada y dedos inquietos y nerviosos; pero la presencia de la señorita Morstan pareció ejercer un efecto sedante en ella.
—¡Que Dios bendiga su cara dulce y serena! —exclamó con un sollozo histérico—. Me consuela tanto verla a usted. ¡Qué día más doloroso he pasado!
Nuestra acompañante le dio unas palmaditas cariñosas en la mano, enjuta y estropeada por el trabajo, y le murmuró algunas frases de consuelo, afectuosas y femeninas, que tuvieron la virtud de devolver el color a las mejillas macilentas de la anciana.
—El señor se ha encerrado y no me responde a mis llamadas —explicó—. A pesar de que gusta con frecuencia de permanecer a solas, he estado durante todo el día esperando oír su voz; pero hará una hora que empecé a temer de que hubiese ocurrido algo malo, y subí y miré por el ojo de la cerradura. Es preciso que suba usted, señor Thaddeus... Es preciso que suba y mire usted mismo. Yo llevo tratando al señor Bartholomew durante diez largos años, en momentos de alegría y en momentos de dolor; pero jamás le he visto una cara como la que ahora tiene.
Sherlock Holmes alzó la lámpara y echó a andar delante de todos, porque a Thaddeus Sholto le castañeteaban los dientes. Tan tembloroso estaba, que tuve que cogerle del brazo cuando subía las escaleras, porque se le doblaban las rodillas. Dos veces, mientras subíamos, Holmes sacó bruscamente su lupa del bolsillo y examinó con cuidado unas huellas que a mí me parecieron informes manchas de polvo en la esterilla que recubría la escalera. Caminaba despacio, de escalón en escalón, sosteniendo a poca altura la lámpara y lanzando penetrantes miradas a derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado abajo con la asustada ama de llaves.
El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo estrecho bastante largo, que tenía a la derecha un gran tapiz indio con una extensa composición pictórica, y a la izquierda, tres puertas. Holmes avanzó por él con igual meticulosidad, mientras nosotros le seguíamos pegados a sus talones; nuestras negras sombras se alargaban hacia atrás en el pasillo. La puerta que buscábamos era la tercera. Holmes llamó con los nudillos sin recibir respuesta alguna, en vista de lo cual intentó hacer girar el picaporte y abrirlo a la fuerza. Sin embargo, estaba cerrado del lado de dentro con un cerrojo ancho y fuerte, según pudimos comprobar al acercar la luz por fuera. Pero, como habían hecho girar la llave, el agujero de la cerradura no estaba obstruido por completo. Sherlock Holmes se inclinó hacia él y volvió a erguirse instantáneamente con una brusca inspiración.
—Watson, en todo esto hay algo de endiablado —exclamó con una emoción que yo no le había visto nunca—. ¿Qué opina usted?
Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de la luna penetraba en la habitación, y ésta se hallaba iluminada por un resplandor difuso y desigual. Mirando de frente hacia mí, y suspendida, como si dijéramos, en el aire, porque todo lo demás eran sombras, había una cara..., la mismísima cara de nuestro acompañante Thaddeus. Idéntica cabeza, frente alta y lustrosa; idéntica franja circular de hirsuto cabello rojo; idéntico rostro exangüe. Sin embargo, las facciones de esta cara tenían una mueca rígida, una mueca dilatada, fija y antinatural, que en aquella habitación silenciosa e iluminada por la luna crispaba los nervios más que un ceño amenazante. Tan parecida era aquella cara y la de nuestro pequeño amigo, que me volví para mirar a éste y cerciorarme de que, en efecto, estaba con nosotros. De pronto, me acordé de que nos había dicho que él y su hermano eran gemelos.
—¡Es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué debemos hacer?
—Hay que echar abajo la puerta —me contestó, y abalanzándose contra ella, cargó todo el peso de su cuerpo sobre la cerradura.
Esta crujió y rechinó, pero no cedió. Otra vez nos abalanzamos al mismo tiempo sobre ella, y esta vez saltó con un súbito estallido y nos encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto. Parecía haber estado acondicionada como laboratorio químico. La pared que daba frente por frente de la puerta tenía arrimadas a ella una doble hilera de botellas con tapón de cristal, y la mesa se veía abarrotada de quemadores Bunsen, tubos de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido dentro de canastas de mimbres. Una de estas canastas parecía rezumar o haber sido rota, porque desde ella corría un reguero de líquido oscuro, y la atmósfera estaba impregnada de un olor característicamente acre, como de alquitrán. A un lado de la habitación había una escalera portátil, en medio de un montón de tablas y escombros, y encima de ella se veía en el techo una abertura de anchura suficiente para que pudiera pasar una persona. Al pie de la escalera, y tirado de cualquier manera, había un largo rollo de cuerda. Junto a la mesa, en una silla de madera, se hallaba el dueño de la casa, sentado y encogido, con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo y la sonrisa espantosa e inescrutable en su cara. Estaba rígido y frío, y era evidente que llevaba ya cadáver muchas horas. Me produjo la impresión de que no eran sólo sus facciones, sino todos los miembros de su cuerpo los que estaban retorcidos y contorsionados de forma totalmente extraña. Encima de la mesa y al lado de la mano del muerto se veía un curioso instrumento: un bastón de color oscuro, con una piedra toscamente atada para darle forma de martillo. Junto al bastón, una rasgada hoja de papel, en la que había garrapateadas algunas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la entregó diciéndome con un arqueo elocuente de sus cejas:
—Vea