Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 49
—Aquí lo tenemos —dijo Holmes apoyando la mano contra el muro en declive—. Por esta trampilla se sale al tejado. La empujo, y aquí está el tejado, que muestra una suave inclinación. Por aquí, pues, entró el Número Uno. Veamos si descubrimos algunas huellas de su persona.
Colocó la lámpara en el suelo, y yo advertí por segunda vez aquella noche en la cara de Holmes una expresión de sobresalto y de sorpresa. Y al seguir la dirección de su mirada sentí que se me enfriaba la piel bajo las ropas. El suelo estaba lleno de pisadas de un pie desnudo. Eran pisadas claras, bien definidas, de perfecta conformación, pero que apenas llegaría a la mitad de los pies de un hombre normal.
—Holmes —le dije cuchicheando—, fue un niño quien hizo esta horrenda faena.
Mi amigo recobró en el acto el dominio de sí mismo, y dijo:
—Al momento, la cosa me sorprendió; pero es perfectamente natural. Me falló la memoria, pues de otro modo habría podido preverlo. Ya nada más podemos ver aquí. Bajemos.
—¿Cuál es, pues, su hipótesis acerca de estas huellas? —le pregunté ansiosamente, una vez que estuvimos de nuevo en el cuarto inferior.
—Intente hacer usted mismo un poco de análisis, mi querido Watson —me contestó con un dejo de impaciencia—. Ya conoce mis métodos. Aplíquelos, y algo aprenderemos al comparar los resultados.
—No tengo idea alguna capaz de abarcar todos los hechos —le dije.
—No tardarán éstos en serle suficientemente claros —dijo, como si pensara en otra cosa—. Creo que ya no hay aquí nada importante, pero echaré una mirada.
Sacó la lupa y una cinta métrica, se arrodilló, y de esta forma recorrió con precipitación el cuarto midiendo, comparando, examinando, con su larga y delgada nariz a pocas pulgadas del entarimado, y con sus ojos de abalorio, hundidos y brillantes como los de un pájaro. Sus movimientos, que se asemejaban a los de un sabueso amaestrado que buscara un rastro, eran tan rápidos, silenciosos y furtivos, que no pude menos de pensar en la clase de criminal temible que habría sido si hubiese aplicado su energía y su sagacidad a luchar contra la ley, en vez de hacerlo en defensa de la misma. Mientras rebuscaba, iba mascullando para sí, hasta que estalló, por fin, en una ruidosa exclamación de satisfacción, y dijo:
—Nos acompaña la suerte, desde luego. De aquí en adelante no deberíamos tener ya dificultades. El Número Uno ha tenido la desgracia de pisar en la creosota. Vea la línea exterior de su pequeño pie aquí, junto a este barro maloliente. La garrafa se ha agrietado, como puede usted observar, y el contenido se ha salido fuera.
—¿Y qué hay con eso? —pregunté.
—Pues que ya es nuestro..., nada más que eso —me contestó—. Conozco un perro capaz de seguir este olor hasta el fin del mundo. Si una jauría es capaz de seguir por todo un condado del Midlands el olor de un arenque arrastrado por el suelo, ¿hasta dónde no será capaz un sabueso adiestrado de seguir un olor tan penetrante como éste? Es como una regla de tres. El resultado tiene que darnos la... ¡Hola! Ya tenemos aquí a los acreditados representantes de la ley.
Desde la planta baja llegaban ruidos de fuertes pisadas y el clamor de voces, y la puerta del vestíbulo se cerró con un sonoro portazo.
—Antes que lleguen —dijo Holmes— ponga usted la mano aquí, en el brazo, y aquí, en la pierna de este pobre hombre. ¿Qué nota?
—Los músculos están duros como una tabla —contesté.
—Así es. Están en un estado de extremada contracción, que excede con mucho del rigor mortis. Relacione eso con la contorsión de la cara, con la sonrisa hipocrática, o risus sardonicus, como la llamaban los autores antiguos, ¿y qué sugiere todo eso a su imaginación?
—Que la muerte ha sobrevenido por algún fuerte alcaloide vegetal —le contesté—, por alguna sustancia similar a la estricnina y que produce el tétanos.
—Esa fue la idea que se me ocurrió en el mismo instante en que vi los contraídos músculos de la cara. Cuando entré en el cuarto, me puse a buscar el sistema de que se habían servido para introducir el veneno en el organismo. Ya vio usted cómo di con la espina que le habían metido o disparado con no mucha fuerza contra el cuello. Observe que el sitio en que se la clavaron es el que corresponde a la parte de la cabeza que este hombre tendría vuelta hacia el techo, si estaba sentado y erguido en su silla. Y ahora, examine la espina.
La recogí con gran cuidado y la puse a la luz de la linterna. Era larga, aguda y negra, y cerca de la punta se distinguía una parte brillante, como si alguna sustancia mucilaginosa se hubiese secado allí. La punta, embotada, había sido afilada con un cuchillo.
—¿Es esta una espina inglesa? —me preguntó.
—No; desde luego que no.
—Con todos estos datos debería usted hallarse en situación de sacar una consecuencia justa. Pero aquí están los oficiales; de modo que las fuerzas auxiliares deben batirse en retirada.
A medida que hablaba, los pasos, que se habían ido acercando, resonaban ruidosos en el pasillo; un hombre muy fornido y voluminoso de traje gris entró pesadamente en la habitación. Era un individuo de cara rubicunda, corpulento y pletórico, de ojos muy pequeños y parpadeantes, que miraban con viveza por entre unos párpados hinchados y que formaban gruesas bolsas. Seguíale muy de cerca un policía de uniforme, y a éste, el todavía trémulo Thaddeus Sholto.
—¡Vaya asunto! —exclamó con voz ahogada y ronca—. ¡Vaya bonito asunto! ¿Quiénes son éstos? ¡Esta casa parece tan concurrida como una conejera!
—Creo que se acordará usted de mí, señor Athelney Jones —dijo Holmes con tranquilidad.
—¡Claro que lo recuerdo! —silbó aquel en tono teatral—. ¡El señor Sherlock Holmes, el teórico! ¡Que si me acuerdo de usted! Jamás olvidaré su conferencia sobre las causas, las consecuencias y efectos en el caso de las joyas de Bishopgate. Es cierto que nos puso sobre la pista verdadera, pero reconocerá que se debió más bien a buena suerte que a buena deducción.
—Fue una serie de razonamientos muy sencillos.
—¡Bueno, bueno! No se avergüence de confesarlo. Pero ¿qué es todo esto? ¡Mal negocio, mal negocio! Aquí tenemos hechos tajantes; no hay lugar para teorías. ¡Qué suerte ha sido que me encontrase en Norwood, ocupado en otro caso! Cuando llegó el aviso, estaba en la comisaría. ¿Cuál cree usted que ha sido la causa de la muerte?
—Verá usted; aquí no hay ocasión para que yo entre a teorizar —dijo Holmes con sequedad.
—Desde luego que no, desde luego que no. Sin embargo, no se puede negar que usted da de cuando en cuando en el clavo. ¡Por vida mía! La puerta, cerrada con llave, según me dicen. Alhajas que valían medio millón, desaparecidas. ¿Cómo estaba la ventana?
—Cerrada, pero en el antepecho hay pisadas.
—Bien, bien; si la ventana