Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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pensé que quizá lo mejor que podría hacer es ponerlo en manos de las autoridades correspondientes, porque quizá de ese modo me rebajarían el tiempo de condena.

      —¿Medio millón, Small? —dijo, casi sin aliento, mirándome fijamente para ver si yo hablaba en serio.

      —Medio millón, señor. En piedras preciosas y perlas. Está escondido en un lugar donde no es útil para nadie. Y lo más extraño del caso es que su verdadero propietario ha sido puesto fuera de la ley y desposeído de toda propiedad, de modo que en realidad pertenece al primero que llegue.

      —Pertenece al gobierno, Small; al gobierno —tartamudeó. Pero lo dijo como a trompicones, y yo comprendí, allá en mi corazón, que tenía al mayor en mis manos.

      —¿De modo, señor, que yo debería poner el hecho en conocimiento del gobernador general? —le pregunté con mucha tranquilidad.

      —Bueno, bueno; no haga usted nada con precipitación de que luego pueda arrepentirse. Dígame a mí lo que hay del caso, Small. Póngame al corriente de los hechos.

      Le relaté la historia completa, introduciendo pequeñas variantes con objeto de que él no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, vi que se había quedado como de piedra y absorto en meditaciones. Por la contorsión de sus labios adiviné la fuerte lucha que se libraba en su interior.

      —Este es un asunto de mucha importancia, Small —dijo por último—. No debe usted decir una palabra acerca del mismo a nadie, y muy pronto volveremos a hablar.

      Dos noches después, él y su amigo el capitán Morstan vinieron a mi choza alumbrándose con una linterna a altas horas de la noche.

      —Small, deseo que el capitán Morstan pueda oír de sus propios labios ese relato —me dijo.

      Se lo repetí tal como a él se lo había contado.

      —¿Verdad que suena a cosa verdadera? ¿Te parece que tiene base suficiente para actuar? —dijo el mayor.

      El capitán Morstan asintió con la cabeza, y el mayor agregó—: Mire, Small: hemos tratado del asunto mi amigo aquí presente y yo, llegando a la conclusión de que esto no es ni mucho menos algo en que deba intervenir el gobierno, sino que atañe exclusivamente a usted, y del que puede disponer como bien le parezca. El problema que ahora se plantea es saber cuál sería el precio que usted pediría. Si nos pusiésemos de acuerdo en las condiciones, quizá nos sintiésemos inclinados a aceptarlo, o por lo menos a estudiarlo.

      El mayor procuraba expresarse en forma fría y sin darle importancia, pero en sus ojos brillaban la excitación y la avaricia. Yo le contesté procurando también simular frialdad, pero sintiéndome tan excitado como lo estaba él mismo:

      —En cuanto a eso, caballeros, sólo puede hacer un trato quien se encuentra en la situación en que yo me encuentro. Lo que exijo es que me ayuden a recobrar la libertad, y que ayuden también a mis tres compañeros. Conseguida ésta, los aceptaremos en nuestra sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.

      —¡Hum! ¡Una quinta parte! ¡No es cosa muy tentadora! —dijo él.

      —Son unas cincuenta mil libras para cada uno —dije yo.

      —Pero ¿cómo vamos a lograr su libertad? Usted sabe muy bien que lo que pide es imposible.

      —Nada de eso —le contesté—. Lo tengo todo bien pensado, hasta en el más mínimo detalle. El único obstáculo para nuestra fuga es que carecemos de barco apropiado para el viaje y de provisiones suficientes para su mucha duración. En Calcuta y en Madrás hay muchos yates y balandros pequeños que servirán perfectamente para el caso nuestro. Traiga usted uno. Nosotros nos comprometemos a subir a bordo durante la noche, y si nos desembarca en un punto cualquiera de las costas de la India, habrá cumplido con su parte de compromiso.

      —Si se tratara de una persona sola... —dijo él.

      —O todos o ninguno —le contesté—. Lo hemos jurado. Siempre actuamos los cuatro juntos.

      —Ya ve usted, Morstan, que Small es hombre de palabra —dijo el mayor—. No traiciona a sus amigos. Creo que muy bien podemos fiarnos de él.

      —Es un asunto sucio —dijo el otro—. Sin embargo, y como usted dice, ese dinero nos permitiría muy bien salvar nuestros cargos.

      —Bien, Small —dijo el mayor—. Creo que no vamos a tener más remedio que intentarlo y aceptar sus condiciones. Pero habrá que comprobar antes la autenticidad de su relato. Dígame dónde está escondido el tesoro, y yo pediré permiso y regresaré a la India en el barco que trae mensualmente los suministros. Una vez allí haré las investigaciones necesarias.

      —No tan de prisa —le contesté, enfriándome a medida que él se entusiasmaba—. Necesito el consentimiento de mis tres camaradas. Ya le he dicho que hay que entenderse con los cuatro o con ninguno.

      —¡Tonterías! ¿A santo de qué tienen que intervenir en nuestro convenio tres negros?

      —Negros o azules —le dije—, ellos están en esto conmigo, y todos actuamos como un solo hombre.

      En fin, que el asunto se cerró en una segunda entrevista, en la que se hallaron presentes Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a plantear el asunto desde el principio, y llegamos, por último, a un arreglo. Nosotros suministraríamos a los oficiales sendos mapas de la parte del fuerte de Agra en cuestión y señalaríamos en ellos el sitio donde el tesoro estaba escondido. El mayor Sholto se trasladaría a la India para comprobar la verdad de nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, y proceder a enviarnos un pequeño yate aprovisionado para el viaje. La embarcación fondearía aguas afuera de la isla Rutland y nosotros nos las arreglaríamos para ir hasta ella. Después, el mayor volvería a su puesto. Acto continuo, el capitán Morstan solicitaría permiso, y vendría a reunirse con nosotros en Agra, donde se realizaría el reparto final, haciéndose cargo Morstan de su parte y de la del mayor. Todo aquello lo sellamos con los juramentos más solemnes que pueden la imaginación inventar y pronunciar los labios. Yo trabajé durante toda la noche con papel y tinta, y cuando llegó la mañana tuve preparados los dos mapas, firmados con el Signo de los Cuatro, es decir, el signo de Abdullah, Akbar, Mahomet y mío.

      Bien, caballeros; observo que les estoy aburriendo con mi largo relato y comprendo que mi amigo el señor Jones está impaciente por tenerme a salvo en un calabozo. Abreviaré cuanto pueda. El canalla de Sholto marchó a la India, pero ya no regresó. Poco tiempo después, el capitán Morstan me mostró su nombre en una lista de pasajeros de barco correo. Había muerto un tío suyo dejándole una gran fortuna y había abandonado el ejército; sin embargo, fue muy capaz de rebajarse hasta el punto de conducirse de aquella manera con cinco hombres como nosotros. Morstan se trasladó poco después a Agra y se encontró, como esperábamos, con que el tesoro había desaparecido. El muy canalla lo robó íntegro, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las cuales le habíamos vendido el secreto. Desde esa fecha no viví sino para la venganza. Durante el día pensaba en ella y durante la noche la acariciaba amorosamente. Se convirtió para mí en una pasión avasalladora, absorbente. Me importaba poco la justicia, me importaba poco la hora. Fugarme, perseguir a Sholto hasta encontrarlo, apretarle con las manos el cuello ése era mi único pensamiento. Hasta el tesoro de Agra había pasado a ser cosa subalterna junto al ansia de matar a Sholto.

      Bueno, yo me he propuesto en la vida muchas cosas, y en todas ellas logré su realización. Pero pasaron largos años antes que llegase mi hora. Ya les he dicho

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