Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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y serpenteante río, y las parpadeantes luces de la gran ciudad. El redoble del tambor y el golpeteo de los tam-tams, con los gritos y aullidos de los rebeldes, borrachos de opio y de pólvora, bastaban para hacernos recordar durante toda la noche a los peligrosos vecinos que teníamos en la otra orilla del río. El oficial de noche solía recorrer cada dos horas los puestos, a fin de asegurarse de que todo estaba en orden.

      La noche tercera de mi guardia se presentó lóbrega y oscura, con una fina llovizna. Permanecer a la puerta de la muralla con semejante tiempo, hora tras hora, resultaba tarea triste. Una y otra vez intenté, aunque sin mucho éxito, entablar conversación con los sikhs. A las dos de la madrugada pasó la ronda, y rompió, por un instante, la monotonía de la noche. En vista de que no había modo de conseguir que mis compañeros tomasen parte en una conversación, saqué mi pipa y dejé en el suelo mi mosquete para encender una cerilla. En un segundo, los dos sikhs se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos levantó en alto mi fusil de chispa y me apuntó con él a la cabeza, en tanto que el otro me arrimaba a la garganta la punta de un gran cuchillo y juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.

      Mi primer pensamiento fue que aquellos individuos se hallaban aliados con los rebeldes y que eso constituía el comienzo de un asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, por fuerza tenía que caer el fuerte, y las mujeres y los niños recibirían el mismo trato que en Cawnpore. Quizás ustedes, caballeros, se imaginen que yo estoy intentando presentar las cosas de modo que me favorezcan, pero les doy mi palabra de que cuando pensé en aquello, a pesar de que sentía en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con el propósito de dar un grito, aunque fuese el último de mi vida, con objeto de dar la alarma a la guardia principal. El hombre que me tenía sujeto pareció leer en mis pensamientos, porque en el instante mismo en que yo tomaba fuerzas para gritar, me cuchicheó:

      —No haga ningún ruido. El fuerte está a salvo. A este lado del río no hay perros rebeldes.

      En su voz había un acento de verdad, y comprendí que si alzaba mi voz era yo hombre muerto. Lo pude leer en sus ojos oscuros. Esperé, pues, en silencio para enterarme de lo que de mí querían. El más alto y de aspecto más salvaje de los dos, el que respondía al nombre de Abdullah Khan, dijo:

      —Escuche, sahib: es preciso que se ponga de nuestro lado o tendremos que hacerle callar para siempre. El asunto es demasiado importante para que vacilemos. O bien se pone con el alma y el corazón del lado nuestro, jurándolo sobre la cruz de los cristianos, o esta noche su cadáver será arrojado al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No puede haber término medio. ¿Qué quiere, pues, que sea; la muerte o la vida? Sólo podemos darle tres minutos para que se decida, porque el tiempo pasa y es preciso hacerlo todo antes que vuelva a pasar la ronda.

      —¿Cómo puedo yo decidir? —les dije—. No me han dicho lo que quieren de mí. Pero desde ahora les digo que si se trata de algo que vaya contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada: de modo, pues, que pueden clavarme el cuchillo y bienvenido sea.

      —No se trata de nada contra el fuerte —me respondió—. Sólo le pedimos que haga usted lo que sus compatriotas vienen a hacer en este país. Le pedimos que consienta en ser rico. Si esta noche es usted uno de nosotros, le juramos sobre este cuchillo desenvainado y por medio del triple juramento, al que ningún sikh se sabe que haya faltado jamás, que tendrá usted su parte justa del botín. Una cuarta parte del tesoro será suya. Creemos que no se puede ser más justo.

      —Pero ¿qué tesoro es ése? —le pregunté—. Yo deseo, tanto como ustedes, hacerme rico, a condición de que expliquen cómo puedo conseguirlo.

      —¿Jurará usted —me dijo él— por los huesos de su padre, por el honor de su madre y por la cruz de su religión que no levantará su mano ni hablará una sola palabra en contra nuestra, ahora ni nunca?

      —Lo juraré con tal que con ello no pongamos en peligro el fuerte —les contesté.

      —Pues entonces mi camarada y yo juraremos que usted tendrá una cuarta parte del tesoro, el cual será dividido por partes iguales entre nosotros cuatro.

      —No somos más de tres —dije.

      —No; Dost Akbar debe tener su parte. Mientras lo esperamos, podemos contarle a usted la historia. Mahomet Singh, quédate en la puerta de la muralla y danos aviso cuando llegue. Mire, sahib: lo que ocurre en esto, y se lo digo porque me consta que un juramento resulta obligatorio para un feringhee (europeo) y que podemos confiar en usted. Si se tratase de un indio embustero, aunque nos lo jurase por todos los falsos dioses de sus templos, su sangre habría corrido por mi cuchillo y su cadáver habría sido arrojado a las aguas. Pero los sikhs conocen a los ingleses, y los ingleses conocen a los sikhs. Escuche, pues, lo que tengo que decirle:

      Hay en las provincias del norte un rajá riquísimo, aunque sus dominios sean pequeños. Heredó mucho de su padre, y aún es más lo que él ha reunido por sí mismo, porque es hombre ruin y amontona su oro en lugar de gastarlo. Cuando estalló la revuelta, él quiso ser amigo al mismo tiempo del león y del tigre: del cipayo y del gobierno de la Compañía de la India. Sin embargo, pronto creyó que los días de los hombres blancos habían llegado a su término, porque de todas las partes del país no recibía otras noticias que las de la muerte y la expulsión de esos hombres. Pero, como es precavido, planeó las cosas de manera que, fuera cual fuese el final, le quedase al menos la mitad de su tesoro. La parte en oro y plata de éste la guardó consigo en las cámaras de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más selectas que poseía las colocó en un cofre de hierro y lo envió a cargo de un servidor leal que, disfrazado de mercader, quedó encargado de traerlo al fuerte de Agra, para que esté guardado aquí hasta que vuelva a reinar la paz en el país. De ese modo, si ganan los rebeldes, él tendrá siempre su dinero; pero si triunfa la Compañía, salvará sus piedras preciosas. Hecha esta división de su tesoro, se entregó a la causa de los cipayos, porque éstos eran fuertes junto a sus fronteras. Al hacer esto, fíjese bien en lo que le digo, sahib, sus bienes pasaron a ser el botín de quienes han permanecido leales a la causa de aquellos con los que compartieron su sal. Este supuesto mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y desea acceder al fuerte. Trae como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar ha prometido conducirlo esta noche hasta una puerta lateral del fuerte y ésta ha elegido para sus propósitos ésta. Llegará de un momento a otro, y nos encontrará a Mahomet Singh y a mí esperándole. El lugar es solitario y nadie se enterará de su venida. El mundo no volverá a tener noticias del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá será dividido entre nosotros. ¿Qué dice usted a eso, sahib?

      La vida de un hombre se considera algo grande y sagrado en Worcestershire; pero la cosa es muy distinta cuando no hay alrededor de uno más que incendios y muertes y acabamos acostumbrándonos a tropezar con la muerte en cada esquina. El que el mercader Achmet viviese o muriese pesaba para mí tan poco como el aire, pero al oír hablar del tesoro se me fue hacia éste el corazón: pensé en lo que podría hacer con él en mi patria y en los ojos de asombro que abrirían mis parientes cuando viesen regresar, con los bolsillos llenos de monedas de oro, al que ellos consideraban inútil para todo. Estaba, pues, ya resuelto. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que yo vacilaba, insistió con mayor apremio todavía, y me dijo:

      —Piense usted, sahib, que si el mayor del fuerte apresa a este hombre lo ahorcará o fusilará y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, de manera que con ello nadie ganará una rupia. Ahora bien: si somos nosotros quienes lo apresamos, ¿por qué no hemos de hacer también lo demás? Las piedras preciosas estarán en nuestras manos tan bien como en los cofres de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos los cuatro hombres en ricos y en grandes jefes. Nadie se enterará en absoluto del asunto, porque en este lugar nos hallamos apartados de todos. ¿Qué mejor oportunidad para nuestro designio? Repita, pues, sahib, si está con nosotros o si

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