Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Athelney Jones asomó en ese instante la cabeza y los hombros en el minúsculo camarote, y dijo:
—Parece que estamos en una reunión de familia. Me están entrando ganas de echarle un trago a esa botella, Holmes. Bien, creo que todos podemos felicitarnos mutuamente. Lástima ha sido que no le hayamos echado el guante con vida al otro, pero no hubo elección posible. Oiga, Holmes: creo que se salió con la suya por un pelo. Hicimos lo único posible para alcanzar a la otra lancha.
—Bien está lo que bien acaba —dijo Holmes—. Pero la verdad es que ignoraba que la Aurora fuese un clíper tan veloz.
—Smith asegura que es una de las lanchas más veloces que surcan el río, y que si hubiera contado con otro hombre que le ayudase en la máquina, no le habríamos alcanzado jamás. Jura que nada sabía de ese asunto de Norwood.
—Y es cierto lo que dice. No sabía ni una palabra —exclamó nuestro prisionero—. Elegí su lancha porque había oído decir que volaba. Nada le dijimos, pero le pagamos bien, y habría recibido un premio espléndido si hubiésemos alcanzado a nuestro vapor, el Esmeralda, en Gravesand, barco que zarpaba para el Brasil.
—Bueno; si él no ha hecho nada malo, ya cuidaremos de que nada malo le ocurra a él. Si somos bastante rápidos en echar el guante a la gente, no lo somos tanto en condenarla.
Resultaba divertido el ver cómo aquel fatuo de Jones empezaba ya a darse importancia por aquella captura. La leve sonrisa que jugueteó en la cara de Sherlock Holmes me hizo comprender que no le habían pasado inadvertidas aquellas palabras.
—Estaremos en el puente de Vauxhail en un instante —dijo Jones—, y allí lo desembarcaré a usted con el tesoro, doctor Watson. No necesito decirle que al dar este paso tomo sobre mí una grave responsabilidad. Es algo fuera de las normas, pero lo convenido obliga. Sin embargo, y teniendo en cuenta lo valioso de la carga que lleva, creo que es mi deber enviar en su compañía a un inspector. Irá en coche, ¿verdad?
—Sí; iré en coche.
—Es una lástima que el cofre no tenga llave para que podamos hacer antes un inventario. ¿Dónde está la llave, hombre?
—En el fondo del río —contestó secamente Small.
—¡Ya! No hacía falta que nos diese esa molestia inútil. Ya nos ha dado, aun sin eso, bastante trabajo. En fin, doctor, no necesito advertirle que tenga mucho cuidado. Vuelva con el cofre a las habitaciones de Baker Street. Allí nos encontrará, camino de la comisaría.
Me desembarcaron en Vauxhall con mi pesado cofre de hierro y con un inspector, franco y simpático, de acompañante. Una carrera de un cuarto de hora en coche nos condujo hasta la casa de la señora Cecil Forrester. El criado mostró su sorpresa ante una visita tan tardía. Me explicó que la señora había salido y que, probablemente, volvería muy tarde. Pero la señorita Morstan sí que estaba en la sala; y a la sala fui llevando en brazos el cofre y dejando en el coche al amable inspector.
La joven se hallaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía con una especie de tejido blanco y diáfano, con algunos toques de escarlata en el cuello y los puños. La luz suave de una lámpara con pantalla se proyectaba sobre ella; estaba recostada en un sillón de mimbre; la luz jugueteaba en su cara, dulce y seria, tiñendo de centelleos suaves y metálicos los rizos brillantes de su espléndida cabellera. Una mano y uno de su brazos marfileños colgaban a un costado del sillón, y el conjunto de su postura y de su rostro expresaban una absorbente melancolía. Sin embargo, al oír mis pasos se puso rápidamente en pie y sus pálidas mejillas se colorearon con un vivo sonrojo de sorpresa y de placer.
—Oí detenerse un coche —dijo—, y pensé que la señora Forrester regresaba muy pronto; pero ni en sueños se me ocurrió que fuese usted. ¿Qué noticias me trae?
—Le traigo algo mejor que noticias —le dije, depositando encima de la mesa el cofre y expresándome con jovialidad y bullicio, aunque sentía un peso en el corazón—. Le traigo una cosa que vale por todas las noticias del mundo. Le traigo una fortuna.
Ella miró el cofre de hierro.
—¿De modo que ese es el tesoro? —preguntó con bastante frialdad.
—Sí: éste es el gran tesoro de Agra. Una mitad le pertenece a usted, y la otra mitad, a Thaddeus Sholto. Les corresponderá a cada uno un par de cientos de miles de libras. Una renta anual de unas diez mil libras. Pocas jóvenes habrá en Inglaterra más ricas que usted... ¿No es esto magnífico?
Creo que debí exagerar mi satisfacción y que ella se dio cuenta de que mis felicitaciones sonaban a hueco, porque le vi arquear un poco las cejas y clavar en mí una miraba llena de curiosidad.
—Si tengo el tesoro, a usted se lo debo —dijo.
—No, no —le contesté—. No a mí, sino a mi amigo Sherlock Holmes. Con toda mi voluntad no habría sido yo capaz de seguir una pista que ha puesto en apuros incluso su genial capacidad para el análisis. Y con todo y con eso, casi estuvimos a punto de perderlo en el último instante.
—Por favor, siéntese y cuéntemelo todo, doctor Watson —dijo ella.
Le relaté con brevedad todo cuanto había ocurrido desde nuestra última entrevista: el nuevo método empleado por Holmes en la búsqueda, el hallazgo de la Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición nocturna y la furiosa persecución, Támesis abajo. Ella escuchaba mi relato de aquellas aventuras con los labios entreabiertos y los ojos brillantes. Cuando le hablé del dardo que tan cerca nos había pasado, se puso tan pálida que temí fuese a desmayarse. Me apresuré a servirle agua, y entonces me dijo:
—No es nada. Ya vuelvo a estar bien. Es que me afectó muchísimo el enterarme de que había expuesto a mis amigos a tan horrible peligro.
—Pero todo eso ya pasó —le contesté—. No fue nada. No quiero contarle más detalles lúgubres. Hablemos de algo más alegre. Ahí está el tesoro. ¿Puede haber nada más alegre? Conseguí permiso para traérselo, creyendo que le interesaría ser la primera en verlo.
—Me interesaría muchísimo —dijo ella.
Pero no había en su voz ninguna emoción. Más bien parecía que temiera parecer poco elegante al declararse indiferente hacia algo que tanto había costado obtener.
—¡Qué cofre más bello! —dijo, inclinándose para examinarlo—. Es trabajo indio, ¿verdad?
—Sí; trabajo en metal de Benarés.
—¡Y cuánto pesa! —exclamó intentando levantarlo—. El cofre, de por sí, debe ya de valer bastante. ¿Dónde está la llave?
—Small la tiró al Támesis —le contesté—. Tendré que recurrir a un atizador de la señora Forrester.
El cofre tenía en el frente un pasador grueso y ancho, forjado, que