Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—Únicamente que insisto en que usted cene con nosotros. La comida estará preparada antes de media hora. Tengo ostras y un par de perdices, con un buen surtido de vinos blancos. Watson, usted no ha sabido apreciar nunca mis méritos como ama de casa.
10. El final de un isleño
Nuestra cena discurrió felizmente. Cuando quería, Holmes era un extraordinario conversador, y aquella noche quiso serlo. Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Nunca le he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas; desde autos sacramentales hasta la vajilla medieval, los violines Stradivarius, el budismo en Ceilán y sobre los barcos de guerra del futuro. Trató todos y cada uno de los temas como si hubiese hecho un estudio especial de cada uno. Su humor alegre indicaba una reacción al sombrío abatimiento de los días anteriores. Athelney Jones resultó ser, en sus horas de asueto, un compañero agradable, e hizo frente a la comida con el aire de un bon vivant. En cuanto a mí, me sentía eufórico al pensar que nos aproximábamos al final de nuestra tarea, y me contagié en parte de la alegría de Holmes. Ninguno de los tres aludimos en el transcurso de la comida a la causa que nos había reunido.
Levantando los manteles, Holmes miró su reloj y escanció tres vasos de Oporto, diciendo:
—Bebamos un vaso por el éxito de nuestra pequeña expedición. Y ahora, es ya tiempo de que nos pongamos en camino. ¿Lleva usted pistola, Watson?
—Tengo en mi mesa mi viejo revólver de servicio.
—Entonces es preferible que lo coja. Conviene estar preparados. Veo que tenemos el coche de alquiler en la puerta. Lo cité para las seis y media.
Pasaba un poco de las siete cuando llegamos al muelle de Westminster, donde encontramos la lancha esperándonos. Holmes la examinó con ojo crítico.
—¿Lleva alguna indicación de que pertenece a la policía?
—Sí; esa lámpara verde a babor.
—Pues quitadla.
Se hizo ese pequeño cambio, subimos a bordo y se soltaron las amarras. Jones, Holmes y yo íbamos en la popa. Uno de los hombres manejaba el timón, otro cuidaba de las máquinas y a proa iban dos robustos inspectores de la policía.
—¿Adónde? —preguntó Jones.
—A la Torre. Dígales que se detengan frente al astillero de Jacobson.
Era evidente que nuestra embarcación era muy rápida. Cruzamos como una flecha junto al costado de las pesadas gabarras, que producían la impresión de estar inmóviles. Holmes se sonrió satisfecho al ver que alcanzábamos un vapor ribereño y lo dejábamos atrás.
—Seguramente, hemos de ser capaces de alcanzar cualquier embarcación del río —dijo.
—Quizá no a todas; pero pocas habrá que nos dejen atrás.
—Tendremos que perseguir a la Aurora, que tiene fama de correr mucho. Watson, voy a ponerlo al corriente de la situación. ¿Recuerda lo molesto que estaba al vernos obstaculizados por algo tan pequeño?
—Sí.
—Pues bien: deje descansar por completo a mi mente zambulléndome en un análisis químico. Uno de nuestros más grandes estadistas ha dicho que el mejor descanso es un cambio de actividad. Y así es, en efecto. Cuando conseguí disolver el hidrocarbono, que era la tarea en que estaba empeñado, volví al problema de los Sholto y lo revisé de nuevo desde el principio. Mis muchachos habían recorrido arriba y abajo, sin resultado, las orillas del río. La lancha no aparecía en ningún embarcadero ni muelle; tampoco había regresado. Sin embargo, resultaba difícil que la hubiesen hundido para ocultar sus huellas, aunque esta hipótesis fue siempre una posibilidad, si todo lo demás fracasaba. Yo sabía que el tal Small poseía cierto grado de astucia, pero no le creí capaz de efectuar alguna estratagema sutil. Estas suelen ser producto de una educación más elevada. Pensé, pues, que desde el momento en que Small había permanecido, sin duda, en Londres, durante algún tiempo, como nos lo demostraba el que había mantenido una constante vigilancia sobre Pondicherry Lodge, era difícil que pudiera largarse en el acto; necesitaría algún tiempo, aunque sólo fuese un día, para arreglar sus asuntos. En todo caso, la balanza de probabilidades se inclinaba hacia ello.
—Yo creo que esa suposición era algo débil —dije—; lo más probable es que hubiera dejado liquidados sus asuntos antes de emprender su expedición.
—No; a mí me resulta difícil creerlo. Su cubil sería un refugio demasiado valioso si llegaba el caso de necesitarlo, y por ello no lo abandonaría hasta estar seguro de que podía prescindir del mismo. Pero un segundo razonamiento me llamó poderosamente la atención. Jonathan Small debía forzosamente darse cuenta de que lo extraordinario de la figura de su compañero, por mucho que lo hubiera envuelto en ropas, daría pábulo a las charlas, y quizá le ocurriese a alguien asociarlo a esta tragedia de Norwood. Jonathan era lo bastante inteligente como para darse cuenta de ello. Salieron de su cuartel general a cubierto de la oscuridad, y querría regresar al mismo antes que se hiciese completamente de día. Pues bien: de acuerdo con lo que nos ha dicho la señora Smith, eran más de las tres cuando llegaron a la lancha. Una hora más tarde sería completamente de día, y la gente andaría ya de un lado para otro. Por consiguiente, me dije, no debieron de ir muy lejos. Pagaron bien a Smith para que no hablase, se reservaron su lancha para la huida final y se apresuraron a regresar a su alojamiento con la caja del tesoro. Un par de noches después, cuando hubiesen tenido tiempo de ver cómo se explicaban los periódicos y si existía alguna sospecha, emprenderían viaje, a cubierto de la oscuridad, hasta algún barco anclado en Gravesand o en los Downs, donde tendrían ya reservados sus pasajes para América o las colonias.
—Pero ¿y la lancha? No pudieron llevarse la lancha a su madriguera.
—Desde luego que no. Me dije que la lancha, a pesar de no vérsela por ninguna parte, no debía de estar lejos. Entonces me puse en lugar de Small, y me encaré con el problema como lo habría hecho un hombre de su capacidad. Probablemente, él pensaría que si enviaba la lancha a su punto de origen, o si le ordenaba quedarse en algún muelle, facilitaría con ello a la policía su persecución, si acaso ésta le seguía la pista. ¿Cómo esconder la lancha, pero teniéndola a mano para cuando la necesitase? Yo me pregunté qué haría yo metido en sus zapatos. Sólo se me ocurrió un medio. Podía llevarla a algún astillero, encargándole que hiciese en ella algunos pequeños arreglos. De ese modo la trasladarían a su cobertizo o explanada y quedaría eficazmente oculta, pudiendo, no obstante, disponer de ella con sólo avisar con algunas horas de anticipación.
—Parece bastante sencillo.
—Lo sencillo suele ser precisamente lo que con mayor facilidad se nos pasa por alto. Pues bien: me decidí a actuar de acuerdo con esa idea. Me lancé en el acto bajo estos inofensivos atavíos de pescador y pregunté en todos los astilleros. Fracasé en quince; pero al dieciséis, el de Jacobson, averigüé que la Aurora había sido entregada allí dos días antes por un hombre con una pata de palo y que dio algunas órdenes triviales sobre un arreglo en el timón. El capataz me dijo: «A ese timón no le pasa nada. Es aquel de las franjas encarnadas que está en el suelo». Pero ¿a quién se le ocurrió presentarse en ese instante sino al mismísimo Mordecai Smith, el propietario de la lancha desaparecida? Venía bastante «tocado» por la bebida. Como ya se supondrán, yo no le habría conocido; pero él gritó su nombre y el de su lancha y dijo: “La quiero para esta noche, a las ocho... A las ocho en punto, recuérdenlo, porque he de llevar a dos caballeros que