Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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9. Un eslabón roto
La tarde estaba ya avanzada cuando desperté, fortalecido y vigorizado. Sherlock Holmes seguía sentado de la misma manera que yo lo dejé, salvo que había dejado a un lado su violín y estaba ahora absorto en un libro. Cuando yo me moví, él miró de través y puede observar que tenía la cara ensombrecida y con expresión de preocupación.
—Ha dormido usted profundamente —me dijo—. Tenía miedo de que nuestra conversación lo hubiese desvelado.
—Pues no oí nada —le respondí—. ¿Eso quiere decir que ha tenido usted noticias?
—No, por desgracia. Confieso que me encuentro sorprendido y defraudado. Confiaba en haber tenido ya alguna noticia concreta. Acaba de estar aquí Wiggins, para informarme. Dice que no ha podido encontrar rastro alguno de la lancha. Es un obstáculo irritante, porque cada hora que pasa tiene importancia.
—¿Puedo hacer algo? Me siento completamente descansado, y muy dispuesto para otra noche al aire libre.
—No, nada podemos hacer. Sólo nos resta esperar. Si saliésemos nosotros mismos, pudiera llegar en ausencia nuestra el mensaje y se ocasionaría un retraso. Usted puede hacer lo que guste, pero yo no tengo más remedio que quedarme de guardia.
—Pues, entonces me acercaré en una carrera hasta Camberwell, para visitar a la señora Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.
—¿A la señora Cecil Forrester? —preguntó Holmes, con el parpadeo de una sonrisa en los labios.
—Bueno; también a la señorita Morstan. Las dos mostraron la más viva ansiedad por saber lo que había ocurrido.
—Yo no les contaría demasiadas cosas —me contestó Holmes—. Nunca se debe uno confiar por completo a las mujeres..., ni siquiera a la mejor de ellas.
No quise ponerme a discutirle una opinión tan atroz, y le dije:
—Estaré de regreso dentro de una o dos horas a lo sumo.
—Muy bien. ¡Buena suerte! Pero oiga una cosa: si va usted a cruzar el río podría aprovechar para devolver a Toby, porque no me parece en modo alguno probable que lo necesitemos ya para nada.
Me llevé, pues, a nuestro perro, y lo entregué, junto con medio soberano, en la tienda del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell encontré a la señorita Morstan un poco cansada después de sus aventuras de la noche anterior, pero ansiosa en recibir noticias. También la señora Forrester estaba llena de curiosidad. Les conté todo cuanto habíamos hecho, suprimiendo, no obstante, los detalles más terribles de la tragedia. De ese modo, aunque hablé de la muerte del señor Sholto, nada dije de la manera exacta y del método empleado para matarlo. Sin embargo, a pesar de todas mis omisiones, había materia suficiente para sorprenderlas y asombrarlas.
—¡Pero si es toda una novela! —exclamó la señora Forrester—. Una dama perjudicada, medio millón de libras, un caníbal negro y un bribón con una pata de palo. Estos personajes vienen a sustituir al dragón y al conde malvado que suele aparecer de ordinario.
—Tenemos, además, los dos caballeros andantes que acuden al rescate —agregó la señorita Morstan, mirándome con ojos encendidos.
—Pues bien, Mary: la fortuna de usted depende del resultado de esta búsqueda. Me parece que la cosa no la emociona ni con mucho lo que debiera. ¡Imagínese lo que debe ser el disponer de semejante riqueza y el tener el mundo a sus pies!
Mi corazón tuvo un pequeño estremecimiento de júbilo al comprobar que ella no mostraba síntoma alguno de entusiasmo ante aquella perspectiva. Al contrario, sacudió su orgullosa cabeza como si ese asunto despertara poco su interés.
—Lo que me tiene ansiosa es la suerte del señor Thaddeus Sholto —dijo—. Todo lo demás, carece de importancia. Creo que ese señor se ha portado, desde el principio hasta el fin, con la mayor bondad y honradez. Nuestro deber es librarlo de esa tremenda e infundada acusación.
Era ya de noche cuando yo abandoné Camberwell, y la oscuridad era completa cuando llegué a casa. El libro y la pipa de mi compañero estaban al lado de su silla, pero él había desaparecido. Miré por todas partes con la esperanza de descubrir una carta, pero no había ninguna.
—¿Ha salido de casa el señor Holmes? —pregunté a la señora Hudson, cuando ésta entró para bajar las persianas.
—No, señor. Se ha metido en su dormitorio, señor. —Y luego me preguntó, bajando la voz hasta convertirla en un cuchicheo elocuente—: ¿Sabe usted, señor, que temo por la salud del señor Holmes?
—¿Por qué, señora Hudson?
—¡Es que es tan extraño! Después de marcharse usted, se puso a pasear de arriba abajo y de abajo arriba; acabé por cansarme de oír sus pasos. Después le oí que hablaba consigo mismo y que mascullaba frases, y siempre que tocaban la campanilla de la puerta, él salía a lo alto de la escalera a preguntar: «¿Quién es, señora Hudson?» Y ahora se marchó a su cuarto dando un portazo, pero sigo oyéndole pasear lo mismo que antes. Espero que no se ponga enfermo, señor. Me arriesgué a decirle algunas palabras recomendándole un medicamento para los enfriamientos; pero se volvió y me miró de una manera tal, que yo no sé ni cómo acerté a salir del cuarto.
—Señora Hudson, no creo que haya motivos para que se intranquilice usted —le contesté—. Yo le he visto de esa manera antes de ahora. Tiene seguramente algún problema en mente que le desasosiega.
Procuré hablar a nuestra digna patrona sin dar importancia a la cosa; pero yo mismo me sentí algo preocupado, porque durante toda la larga noche seguí oyendo de cuando en cuando el ruido monótono de sus pasos, y comprendí toda la irritación de su espíritu activo contra aquella inactividad forzada.
Cuando nos sentamos a desayunar, Holmes apareció fatigado y ceñudo, mostrando en las mejillas una mancha de tipo febril.
—Amigo mío, usted se está matando —le dije—. Le he oído pasearse durante toda la noche.
—Es que no podía dormir —contestó—. Este problema infernal está consumiéndome. Resulta demasiado duro el verse detenido por un obstáculo tan insignificante, después de haber vencido todos los demás. Conozco a los hombres, sé cuál es la lancha, lo sé todo; y, sin embargo, no consigo noticia alguna. He puesto en acción otros grupos y he empleado todos los recursos a mi alcance. Se ha rebuscado todo el río en una y otra orilla, pero no hay noticias, y la señora Smith no las tiene tampoco de su marido. Pronto tendré que llegar a la conclusión de que ha hundido la lancha. Pero existen varias razones que lo contradicen.
—Quizá la señora Smith nos ha lanzado sobre una pista falsa.
—No, creo que hay que descartar esa suposición. He realizado investigaciones, y existe, en efecto, una lancha de esas características.
—¿Y no han podido navegar río arriba?
—También esa posibilidad la he tomado en cuenta, y he enviado un grupo explorador, que actuará hasta la altura de Richmond. Si hoy no tenemos alguna noticia, mañana me lanzaré yo mismo a la búsqueda, y veré de encontrar a los individuos más bien que a la embarcación.