Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 56
—¿No es estupendo? —dijo Holmes, sonriendo anchamente por encima de su taza de café—. ¿Qué le parece a usted?
—Creo que nos hemos librado por los pelos de no ser detenidos por el crimen.
—Eso mismo creo yo. No respondo de que ni aun ahora estemos seguros si a Jones le entrase otro de sus arrebatos de energía.
En ese mismo instante dieron un fuerte tirón a la campanilla de la puerta y llegó hasta mis oídos la voz de la señora Hudson, nuestra patrona, con un tono de súplica y de apocamiento.
—Por vida de... Holmes, creo que, realmente, vienen a por nosotros.
—No llega a tanto como eso la cosa. Son las fuerzas particulares... Los irregulares de Baker Street.
Mientras él hablaba, se oyó subir escaleras arriba un ruido de pies descalzos y un estruendo de voces chillonas, e irrumpió en el cuarto una docena de pilluelos sucios y desarrapados. A pesar de su entrada tumultuosa, se advertía entre ellos cierta disciplina, porque se alinearon instantáneamente y permanecieron frente a nosotros con caras expectantes. Uno de ellos, más alto y de más años que los otros, se adelantó con aire de tranquila superioridad, que resultaba por demás divertido en un monigote tan insignificante, y dijo:
—Recibí su mensaje, señor, y me los traje volando. Tres chelines y un penique en billetes.
—Tómalos —dijo Holmes, sacando algunas monedas de plata—. De aquí en adelante, Wiggins, que se pongan todos en contacto contigo y tú conmigo. No puedo consentir que invadáis la casa de este modo. Ahora, sin embargo, es mejor que todos escuchéis las órdenes. Deseo averiguar las andanzas de una lancha de vapor llamada Aurora, propiedad de Mordecai Smith. Es negra con dos franjas rojas y chimenea negra con una franja blanca. Debe de andar río abajo. Quiero que uno de vosotros se sitúe en el embarcadero de Mordecai Smith, frente al Millbank, para avisar si la lancha regresa. Tenéis que distribuiros entre vosotros el trabajo y revisar bien ambas orillas. En cuanto tengáis noticias, comunicádmelas. ¿Está todo claro?
—Sí, jefe —dijo Wiggins.
—La tarifa de siempre, y una guinea para el que descubra la lancha. Aquí tenéis la paga adelantada de un día. ¡Y ahora, largo!
Dio a cada uno de ellos un chelín, y allá se fueron alborotando escaleras abajo, y un momento después pude ver cómo se alejaban corriendo por la calle.
—Si la lancha está a flote, la descubrirán —dijo Holmes, levantándose de la mesa y encendiendo su pipa—. Ellos se meten en todas partes, lo ven todo y lo escuchan todo. Confío en tener noticias, de aquí a la noche, de que han localizado la lancha. Entre tanto, no podemos hacer otra cosa que esperar los resultados. Nos es imposible encontrar la pista interrumpida mientras no demos con la Aurora o con Mordecai Smith.
—Me parece que Toby podría comerse estas sobras. ¿Va usted a acostarse, Holmes?
—No, no estoy cansado. Mi constitución es muy especial. No recuerdo que el trabajo me haya fatigado nunca, pero el ocio me agota por completo. Voy a ponerme a fumar y a meditar en este extraño asunto en el que nos ha metido nuestra bella cliente. Nuestra empresa debiera resultar facilísima, si alguna empresa lo es. Los hombres con una pata de madera no abundan demasiado; pero el otro individuo que lo acompaña es, creo yo, un tipo absolutamente único.
—¡Otra vez el otro individuo!
—De todos modos, no deseo en modo alguno hacer un misterio de él. Usted debe de haber formado ya su propia opinión. Y ahora, fíjese en los detalles que tenemos: huellas de pie diminutas, dedos que no se han sentido nunca apretados por las botas, pies descalzos, porra de madera con cabeza de piedra, gran agilidad, pequeños dardos emponzoñados. ¿Qué saca usted de todo esto?
—¡Que se trata de un salvaje! —exclamé—. Quizás uno de los indios con los que estaba asociado Jonathan Small.
—Difícilmente puede ser eso —dijo Holmes—. Yo también me sentí inclinado a pensarlo la primera vez que encontré señales de armas extrañas; pero lo extraordinario de las huellas de los pies me obligó a volver a meditar sobre mis puntos de vista. Algunos de los habitantes de la península indostana son de pequeña estatura, pero ninguno de ellos habría dejado huellas como éstas. El auténtico indio tiene pies largos y delgados. Los mahometanos, que usan sandalias, suelen tener el dedo gordo muy separado de los demás, porque suelen pasar entre ese dedo y los otros la correa de las mismas. Además, estos minúsculos dardos sólo pueden ser disparados de una manera: por medio de una cerbatana. Ahora bien: ¿en dónde vamos a encontrar a nuestro salvaje?
—En Sudamérica —aventuré.
Alargó la mano hacia un estante y retiró del mismo un grueso volumen que puso encima de la mesa.
—Es el tomo primero de un diccionario geográfico que se está publicando. Puede considerársele como la más reciente autoridad. Veamos que nos dice aquí: «Islas Andamán, situadas a trescientas cuarenta millas al norte de Sumatra, en la bahía de Bengala». ¡Vaya! Vaya! ¿Qué es todo esto? «Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Port Blair, penitenciaría, isla Rutland, algodoneros...» ¡Aquí lo tenemos!: «Los aborígenes de las islas Andamán pueden reclamar el honor de ser la raza más pequeña del mundo, aunque algunos antropólogos se inclinan por los bosquimanos de África, a los indios Digger de Norteamérica y a los fueguinos. La estatura media de aquéllos es bastante inferior a cuatro pies, pero se encuentran muchos adultos en pleno desarrollo que son de estatura bastante menor. Son pueblos intratables, adustos, feroces, aunque capaces de entablar amistades de la mayor abnegación una vez que se consigue ganar su confianza.» Fíjese en esto Watson. Y ahora, escuche lo que sigue: «Son, por naturaleza, feísimos; tienen cabezas voluminosas y deformes, ojos pequeños y agresivos y rasgos faciales distorsionados. Sin embargo, los pies y las manos de esta raza son extraordinariamente pequeños. Es gente tan intratable y salvaje, que los funcionarios oficiales han fracasado por completo en sus esfuerzos por atraérselos, aunque sólo sea en parte. Han constituido siempre una pesadilla para las tripulaciones de barcos náufragos, porque acaban con los supervivientes a golpes de sus mazas de piedra o hiriéndolos con dardos envenenados. Estas matanzas acaban de una manera invariable con un festín caníbal.» ¡Pueblo invariable y simpático este, Watson! Si a nuestro individuo le hubieran dejado actuar a gusto suyo, quizás este asunto hubiese tomado un cariz más siniestro todavía. Me imagino que incluso, tal como han ocurrido las cosas, Jonathan Small daría mucho por no haberse servido de este hombre.
—Pero ¿cómo habrá llegado a tener tan singular compañero?
—Eso es más de lo que yo estoy en situación de decir. Sin embargo, puesto que tenemos ya probado que Small procede de las islas Andamán, no resulta muy extraordinario el que le acompañe un isleño de las mismas. Sin duda alguna que lo averiguaremos todo con el tiempo. Escuche, Watson, usted parece bastante agotado. Túmbese ahí, en el sofá, y vea si yo consigo dormirle.
Holmes echó mano al violín que estaba en un rincón, y al mismo tiempo que yo me tumbaba en el sofá, empezó a tocar una suave melodía ensoñadora