Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—Quizá permanecieron aquí un buen rato —apunté yo.
—¡Bueno; todo va bien! Ya arranca de nuevo —dijo mi compañero con expresión de alivio.
En efecto, había arrancado otra vez, porque después de olfatear de nuevo a su alrededor pareció decidirse y se lanzó adelante con una energía y una resolución superiores a todas las que había demostrado hasta entonces. Se diría que el olor era mucho más fuerte ahora, porque ni siquiera tenía necesidad de arrimar la nariz al suelo y tiraba con fuerza de la traílla, empeñado en echar a correr. Por como brillaban los ojos de Holmes comprendí que pensaba que estábamos llegando al final de nuestro recorrido.
Seguimos ahora por Nine Elms adelante, hasta llegar al gran depósito de maderas de Broderick y Nelson, inmediatamente después de la taberna WhiteEagle. El perro, en el frenesí de la excitación, se metió en la puerta lateral dentro del espacio cercado, en el que los aserradores ya estaban trabajando. El perro avanzó corriendo por entre el serrín y las virutas, a lo largo de un callejón, dobló por un pasillo, entre dos pilas de madera, y, por último, se abalanzó con un aullido de triunfo sobre un gran barril que se hallaba aún sobre la carretilla de mano en que acababan de traerlo. Con lengua pendiente y ojos parpadeantes, Toby se plantó encima del tonel y nos miraba tan pronto al uno como al otro, en busca de una señal de aprobación. Las duelas del barril y las ruedas de la carretilla estaban embadurnadas de un líquido oscuro, y toda la atmósfera se hallaba impregnada de olor a creosota.
Sherlock Holmes y yo nos miramos inexpresivamente el uno al otro y estallarnos a un tiempo en un acceso de risa incontrolada.
8. Los irregulares de Baker Street
—Y ahora, ¿qué? —pregunté yo—. Es obvio que Toby acaba de perder su reputación de infalibilidad.
—Ha obrado de acuerdo con sus luces —dijo Holmes, bajando al perro de encima del tonel y sacándolo de aquel aserradero—. Si usted medita en la gran cantidad de creosota que se transporta de un lado para otro en Londres en el espacio de un día, no es de extrañar que la huella que seguíamos se haya cruzado con otra. Emplean actualmente mucho ese producto, en especial para la conservación de la madera. El pobre Toby no merece por ello ninguna censura.
—Me imagino que tendremos que volver a buscar el rastro principal.
—Así es. Por suerte, no tenemos que ir lejos. Es evidente que el perro se confundió en Knight's Place; allí había dos huellas diferentes con direcciones distintas. Seguimos por la equivocada. Sólo nos queda, pues, tomar ahora la otra.
Aquello no ofreció dificultad alguna. En cuanto llevamos a Toby al punto en que había cometido su equivocación, trazó un ancho círculo y se lanzó por último en una nueva dirección.
—Debemos cuidar de que no nos lleve ahora en la dirección de donde procedía el barril de creosota —dije yo.
—Ya había pensado en ello. Pero observe que ahora marcha por la acera, mientras que el barril vino por la calzada. No, esta vez seguirnos la verdadera pista.
Ésta iba en dirección de la orilla del río, pasando por Belmot Place y Prince Street. Al terminar Broad Street se dirigió en línea recta a la orilla del río, donde se alzaba un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta el mismo borde de éste, y allí se quedó gimoteando y mirando hacia la negra corriente de agua que había delante.
—Tenemos mala suerte —dijo Holmes—. Han embarcado aquí.
Por allí cerca, y al borde del muelle, se veían varias embarcaciones de fondo plano y algunos esquifes.
Llevamos a Toby a todos ellos, uno después del otro; pero, a pesar de que olfateó con gran avidez, no encontró señal alguna.
Cerca del tosco desembarcadero había una pequeña casa de ladrillo, de cuya segunda ventana sobresalía un cartelón de madera, a lo largo del cual estaba pintado con grandes letras:
Mordecai Smith, y debajo: Se alquilan lanchas por horas y días. Otra inscripción sobre la puerta nos informó de que disponían de una lancha a vapor, cosa que resultaba confirmada por una gran pila de carbón de coque que había en el malecón. Sherlock Holmes dirigió lentamente la mirada a su alrededor, y su cara adquirió una expresión seria.
—Esto presenta mal cariz —dijo—. Estos individuos son más astutos de lo que yo esperaba. Por lo visto han borrado sus huellas. Me temo que lo tenían todo bien preparado previamente.
Se iba acercando a la puerta de la casa, cuando ésta se abrió; salió de ella corriendo un niño de unos seis años, de cabellos rizados, seguido de una mujer fortachona, de cara rubicunda, que llevaba en la mano una gran esponja.
—Vuelve aquí para que te lave, Jack —gritó—. Vuelve, pilluelo; si tu padre llega a casa y te ve así, vamos a tener que oírle.
—¡Qué muchachito tan encantador! —exclamó Holmes, con estrategia—. ¡Vaya diablillo de carrillos sonrosados! Vamos a ver, Jack: ¿qué te gustaría que te diese?
El muchacho lo pensó un momento, y dijo:
—Un chelín.
—¿Nada más que un chelín?
—Bueno, más aún me gustarían dos —contestó aquel niño prodigio, después de pensarlo un poco.
—¡Aquí los tienes, pues! ¡A ver si los agarras! ¡Estupendo niño, señora Smith!
—Sí que lo es, señor... Que Dios lo bendiga a usted..., y para cuidarlo. Yo casi no puedo con él, sobre todo cuando mi hombre falta varios días seguidos.
—Entonces, ¿está fuera? —dijo Holmes con voz de contrariedad—. Lo siento, porque deseaba hablarle.
—Falta desde ayer por la mañana, señor, y para serle franca, empiezo a preocuparme por él. Pero si se trata de alquilar una lancha, señor, quizá yo misma pudiera servirle.
—Deseaba alquilar la de vapor.
—Es una lástima, señor, porque precisamente es ésa la que se llevó. Y eso es lo que me tiene intrigada; porque me consta que no lleva más carbón que el que necesitaría para ir a Woolwich y regresar. Si se hubiera ausentado en la gabarra, la cosa no me habría preocupado; más de una vez lo han contratado para ir hasta Gravesand, y quizá se hubiese quedado allí si encontraba tarea. Pero ¿de qué sirve una lancha de vapor si no lleva carbón?
—Quizá lo haya comprado en algún muelle, río abajo.
—Sí, quizá. Pero a él no le gusta eso. Le he oído muchas veces protestar contra los precios que cobran por unos pocos sacos de carbón. Además, no me agrada nada ese hombre de la pata de palo, con su feísima cara y acento extranjero. ¿Qué es lo que anda buscando con tanto venir por aquí?
—¿Un hombre con una pata de palo? —preguntó Holmes, con cierta sorpresa.
—Sí, señor: un individuo moreno, con cara de mono, que ha venido varias veces en busca de mi hombre.
Él fue quien lo despertó ayer por la noche; y lo que es