El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

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El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher

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en especial en sus manos.

      Se dirigía al interior a buscar sus llaves cuando oyó el ulular de una sirena a lo lejos. Esperó. El efecto Doppler se desvaneció a medida que la ambulancia se acercaba. El vehículo patinó ligeramente antes de detenerse por completo debajo de la arcada. La sirena se apagó, pero la reemplazó un gemido sordo procedente del interior. Las puertas traseras se abrieron; un paramédico bajó de un salto y ayudó a su compañero a guiar la camilla. Un joven negro y larguirucho iba sujeto a ella, su jersey con capucha color café estaba empapado en sangre. La sábana que yacía arrugada a sus pies por las convulsiones estaba cubierta de heces y orina. La máscara de oxígeno se empañaba con cada gemido.

      Robert siguió al interior a los paramédicos, quienes lo pusieron al tanto de la situación en el camino a la unidad de traumatología. Los huesos del lado izquierdo de la cara del chico estaban aplastados y el lado derecho tenía muchas fracturas, probablemente a causa de un impacto secundario. Le quedaban unos pocos dientes intactos y la intensidad del golpe le había lacerado la lengua casi por la mitad. Algunos fragmentos de la cavidad orbitaria habían dañado un ojo. Era probable que perdiera la visión, o el ojo en su totalidad. Los pocos estudios neurológicos que habían podido hacerle cuando no estaba convulsionando sugerían una hemorragia cerebral.

      Los fragmentos rojos que Robert le quitó de la piel indicaban que alguien lo había golpeado con un ladrillo. ¿Se lo habrían arrojado? ¿Lo habrían dejado caer sobre él? Parecía imposible que alguien pudiera ejercer esa fuerza de impacto sobre otra persona.

      El equipo de residentes se movilizó enseguida para estabilizarlo. Después de llamar al neurocirujano de guardia, el equipo derivó al joven a la unidad de terapia intensiva. Robert se quitó el barbijo y la bata, los arrugó y los arrojó dentro del bote de basura. Erró el tiro por muy poco. Uno de los paramédicos estaba de espaldas a la estación de enfermería, con los codos apoyados sobre el mostrador y seduciendo a una joven auxiliar de enfermeras. Vio el tiro errado y movió la barbilla en dirección a Robert.

      —Espero que sea mejor para otras cosas —acotó.

      Robert esbozó una sonrisa a medias y se unió a ellos en la estación para revisar la historia clínica del chico.

      —Homewood —musitó para sí. Compartían el pueblo de nacimiento, aunque Robert no había regresado allí en años. Desde antes de que su mamá enfermara. Luego murió su papá. Y después le siguió su mamá. Una ola de soledad abrumadora lo invadió; luego, con una profunda exhalación, dicha ola se retiró. Robert apartó la historia clínica.

      —Seguramente algún tipo de venganza —aventuró el paramédico.

      Robert alzó la vista.

      —¿Perdón?

      El paramédico se volvió y apoyó los brazos sobre el mostrador, de pie frente a Robert. Su chaqueta abultada ocultaba en parte su tarjeta de identificación, pero Robert alcanzó a ver su nombre de pila: Scott.

      —El chico —explicó—. Es probable que lo hayan atacado como represalia. Su amigo pandillero estaba ahí cuando llegamos.

      —Ese chico no llevaba ropa de un color específico —retrucó Robert—. Pero como su amigo sí, supongo que es suficiente.

      Scott se acomodó sobre los codos.

      —Tú mismo lo dijiste, el chico es de Homewood. Saca tus conclusiones.

      —Yo soy de Homewood —replicó Robert—. ¿Estás diciendo que negro más Homewood es igual a pandillero? ¿Saqué bien mis conclusiones?

      Scott se apartó del mostrador y se pasó los dedos por el cabello; sus mejillas pálidas estaban sonrojadas.

      —No quise decir eso y lo sabes.

      —Por supuesto —respondió Robert. Se puso de pie y se dispuso a marcharse, pero se detuvo—. Déjame preguntarte algo. ¿Cuánto tiempo te demoraste en llegar?

      —¿Perdón? —dijo Scott.

      —Cuando recibieron la llamada y te enteraste de que un chico negro había sido atacado, ¿te apresuraste? ¿O seguiste intentando conseguir el número de teléfono de alguna joven enfermera en otro hospital?

      —¿Me estás llamando racista?

      —¿Y cuando recogiste a ese joven, hiciste todo en tu poder para salvarlo en el viaje hasta aquí o pensaste que era un pandillero menos en la calle?

      Robert advirtió en su periferia que la auxiliar que había estado hablando con Scott intercambiaba miradas incómodas con la enfermera que estaba junto a Robert. Scott apoyó las manos sobre el mostrador con expresión tensa y una ligera mueca en los labios.

      —Puedes irte a la mierda, doctor. No sabes nada de mí.

      —Oh, sí —respondió Robert—, creo que sí.

      Scott se alejó con las manos en alto en un simulacro de rendición y se encaminó hacia las puertas corredizas que llevaban al estacionamiento. Tomó a su compañero en el camino y se marcharon sin mirar atrás. Robert volvió a dejarse caer en la silla. Sentía unos ojos sobre él, y al mirar hacia la izquierda vio a Lorraine, la enfermera a cargo, con los ojos muy abiertos. A continuación, una sonrisa burlona arrugó sus mejillas morenas.

      —Bien, doctor Winston —dijo—. Te vi.

      Robert dio un respingo.

      —¿Se me fue la mano?

      —Por favor. No lo suficiente.

      Robert esbozó la sonrisa más genuina que pudo. No se arrepentía de lo que había dicho, pero lamentaba la necesidad. Tomó la historia clínica otra vez y leyó el nombre.

      —Marcus Anderson —pronunció.

      ¿Sería alguien que su madre podría haber conocido? ¿Acaso su padre y el abuelo de Robert habrían mirado juntos los partidos de los Steelers los domingos?

      —Lorraine, tenme al tanto de él, ¿quieres?

      La enfermera asintió y se alejó para sumarse a otros miembros del personal agrupados alrededor de la estación de enfermería para escuchar el pronóstico del tiempo en la radio. Se avecinaba la tormenta del noreste. Los que vivían muy lejos estaban preparando consultorios externos para pasar la noche allí. Bromeaban y reían. No excluían a Robert, pero tampoco lo incluían. No los culpaba. Disfrutaba de estas rotaciones con el hospital escuela. A menudo, pero no siempre, se ganaba cierto respeto. Sin embargo, una cosa permanecía constante: dondequiera que fuera, en especial con los equipos de traumatología, no lograba establecer la camaradería de la que había disfrutado en las trincheras y, por lo tanto, solía estar solo, esta noche más que nunca.

      Terminó de redactar sus notas, tomó su abrigo del perchero que había detrás de la estación de enfermería y volvió a salir. Una ráfaga de aire helado atravesó su uniforme quirúrgico y los calzones largos que llevaba debajo. Se apoyó en su lugar de costumbre de la pared externa y buscó otro cigarrillo del paquete doblado en el bolsillo delantero de su abrigo. Apreció el aire frío, inhaló profundamente, cerró los ojos y volvió a ver la mesa del comedor.

      Ella no había esperado su respuesta. Allí estaba su firma, estampada en cada página junto a las etiquetas de plástico multicolores en forma de flecha que indicaban

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