El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher
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—No me toques —exclamó.
Aaron alzó las manos en señal de rendición y recuperó suavemente el encendedor de la mano de Bobby. Prendió un cigarrillo y abrió un poco la ventana. El aire frío se coló al interior y succionó el humo hacia afuera. Aaron se deslizó hacia abajo en el asiento y apoyó una bota contra el tablero. Podía haber matado al chico, y sin embargo, se reclinaba en el asiento con ese aspecto radiante de quien acaba de tener sexo. El Aaron que Bobby conocía, o mejor dicho el que pensaba que conocía, no habría conseguido sexo ni siquiera pagando. Aaron, con su cuello largo y flaco como un buitre y sus escasos sesenta kilos. Aaron, el nerd que compartía con Bobby el fanatismo por los cómics. Su mejor amigo, Aaron el impostor. Aaron, el blanco que quería ser negro.
Algo había tomado su lugar. Su nombre. Una pálida imitación de su personalidad. No era él. La cabeza afeitada y las botas de combate con lazos rojos habían sustituido los jeans flojos y las zapatillas de tenis Adidas con puntera. El cuello flaco desaparecía en sus hombros enormes. Cada vez que lo miraba intentaba imaginar al chico que había conocido antes de que lo encerraran. Tenía la ilusión de que un parpadeo lo arrancaría de un sueño febril y sudoroso que lo mantenía acurrucado bajo el edredón en su sofá, pero lo único que veía era la cara destrozada de ese chico negro y se le revolvía el estómago.
—A la derecha —indicó Aaron.
—¿Por qué? —preguntó Bobby.
Aaron lo miró con verdadero desconcierto.
—¿Porque es el camino al apartamento? —aventuró.
—¿Me estás jodiendo? ¡Sabes a qué me refiero! ¿Por qué carajo le hiciste eso a ese chico?
—¿Por qué? ¿El tipo te tomó del cuello y me preguntas por qué? ¿Cuántas veces, Bobby? —preguntó y mostró los dientes—. ¿Cuántas veces tuviste que rescatarme de esos malditos bestias en la secundaria? ¿En el baño? ¿En el estacionamiento? ¿Te acuerdas? ¿Creíste que dejaría que te pasara eso? Porque estuvo a punto de pasar.
—Lo sé, pero…
—Pero nada. Mierda, hermano, tú mismo me lo dijiste, una y otra vez. ¿Lo recuerdas? No te escuché en ese momento, pero aprendí la lección. —Sopló una nube de humo y se apoyó en la consola junto a Bobby, desafiándolo a hacer contacto visual. Movió la cabeza hacia la parte trasera de la camioneta, señalando hacia donde había quedado el chico—. Son animales, Bobby. Y algunos animales deben ser sacrificados.
Bobby sintió que se ruborizaba. Cuando apretó el volante para doblar, recordó una calle diferente.
Un callejón, detrás de la casa de su abuelo.
Su primera pelea, una que nunca olvidaría, una historia que jamás había compartido con Aaron ni con nadie. Su rostro recordó el escozor en su mejilla, el sabor metálico de su propia sangre en la boca.
Tenía once años.
Era la primera vez que había dicho la palabra “negro de mierda”.
El mismo día que su madre le dijo que él era negro.
CAPÍTULO 2
AARON LE INDICÓ CÓMO LLEGAR a un edificio de apartamentos en ruinas en North Oakland. Abrió la puerta para salir, pero Bobby no se movió. Tomó el volante con fuerza y golpeó su frente contra él. El olor de las papas fritas grasientas y la pizza llenaba la cabina de la camioneta y le producía más náuseas. Cuando Aaron se bajara, aceleraría a toda velocidad hacia la estación de policía y se entregaría a sí mismo y a Aaron.
Pero la camioneta era de Aaron y Bobby había conducido lejos de la escena de un crimen.
“Dejé a ese chico muriéndose allí”.
Una lágrima salpicó su pierna donde la mano de Aaron había dejado una huella sangrienta cuando le apretó la rodilla. Aaron cerró su puerta.
—Mira, lo siento —se disculpó—. No estaba en mis planes que pasara eso.
—Lo mataste, Aaron. Lo mataste, carajo.
—¿Qué querías que hiciera? Te iba a atrapar.
—Por culpa tuya.
—Ah, anda, hermano. Eso fue una estupidez. No debió encararnos así.
Bobby se volvió con la frente todavía apretada contra el volante y miró a Aaron con ojos llorosos.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—¿Y si hubiera tenido un arma, Bobby? ¿Lo pensaste?
—Era un chico, Aaron. Un pendejo.
—A nadie le va a importar una mierda. ¿Sabes qué, hermano? Es la misma mierda que en la secundaria. No valoras nada, y me estás empezando a poner de malhumor. Vamos. Toma la comida. Me estoy cagando de hambre.
Aaron saltó fuera de la camioneta y cerró la puerta con fuerza. Bobby se sobresaltó y apartó la frente del volante. Respiró con moderación y reflexionó. ¿Cómo iba a explicar su parte en esto? No era su camioneta, pero Aaron estaba borracho. Aaron lo había obligado. Pero ni siquiera tenía un arma, un cortaplumas, nada que pudiera hacer que la policía creyera que lo había amenazado para que cooperara. Aaron dio un golpecito en la ventana y gritó un “vamos” amortiguado. Bobby sabía que tenía que haber una forma de salir de esto, pero no ahora. Había provocado a Aaron incluso sin quererlo, y si Aaron empezaba a sospechar que él podría entregarlos a ambos, ¿cómo podía saber sesenta kilos con la ropa mojada. ¿Y yo le tengo si no acabaría como el chico?
“Espera un minuto. Este es el mismo chico que apenas pesaba sesenta kilos con la ropa mojada. ¿Y yo le tengo miedo a él?”.
Sí. Estaba aterrorizado. Tomó la pizza y las papas y lo siguió.
El pasillo del tercer piso del edificio apestaba a hierba. Una pista de música rap cargada de sonidos de bajo hacía temblar las paredes de yeso agrietadas. Provenía de una puerta al final del pasillo. Bobby ladeó la cabeza hacia Aaron, curioso por saber adónde se dirigían. Aaron llamó a la puerta con la palma abierta. Nada. Maldijo en voz baja y volvió a golpear. El volumen de la música cedió. La luz en el agujero de la mirilla se volvió oscuridad. Alguien deslizó una cadena y quitó el cerrojo de seguridad con un chasquido.
Abrió la puerta un joven blanco con cara de bebé y pelo rubio muy corto, no mayor que el chico que habían dejado tirado en la calle. Extendió una mano para golpear la de Aaron a modo de saludo y luego lo atrajo hacia él en un medio abrazo. Tuvo que ponerse de puntillas para llegar a los hombros anchos de Aaron. Llevaba puesto un jersey de baloncesto largo sobre pantalones de camuflaje metidos dentro de unos borceguíes Docs con lazos rojos, iguales a los de Aaron. Cuando le dio una palmada en la espalda a Aaron, Bobby advirtió una esvástica en el dorso de su mano y volvió a sentir el ya conocido nudo en la garganta. El joven de cabeza rapada estudió a Bobby de pie en el vano de la puerta, sosteniendo la pizza y las papas fritas, como una especie de repartidor perdido.
—¿Quién es el italianito? —preguntó a Aaron.
—Tranquilo,