Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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Estaba tibia, pero el hombre estaba muerto sin lugar a dudas. Tenía pantalones grises con una franja blanca en los laterales y una chaqueta al tono. En el suelo, un poco más lejos, había un sombrero alto con plumas blancas. Un Hielman. Las sombras bailaron sobre un rostro joven, perfectamente afeitado. Parecía estar en paz, excepto por el agujero que tenía en el cráneo y la mancha oscura en el suelo.

      Adamat no se equivocaba. Hubo un conflicto. ¿Se sublevaron los Hielman y se había llamado al ejército para que lidiara con ellos? De nuevo, no tenía sentido. Los Hielman eran partidarios leales al rey, y cualquier problema dentro del Palacio del Horizonte habría sido resuelto por la camarilla real.

      Maldijo en silencio. Cada pregunta generaba más preguntas. Seguramente, pronto encontraría algunas respuestas.

      Dejó atrás el cadáver. Levantó el bastón y lo giró, desenvainó algunos centímetros de acero y se acercó a una puerta alta flanqueada por dos esculturas encapuchadas que blandían cetros. Hizo una pausa entre las antiguas estatuas y respiró hondo; sus ojos se posaron sobre una escritura arcana garabateada sobre el portal. Entró.

      El Salón de las Respuestas hacía que la Sala de Diamantes pareciera pequeña. Había dos escaleras, una a cada lado. Cada una de ellas tenía el ancho de tres carruajes y daba a una galería alta que se extendía todo a lo largo de la habitación. Excepto por el rey y su camarilla de hechiceros Privilegiados, eran pocos los que entraban en ese lugar.

      En el centro había una única silla, colocada sobre un estrado elevado varios centímetros, frente a una colección de cojines que estaban en el suelo, donde la camarilla le rendía pleitesía de rodillas a su líder. Había buena iluminación, aunque no se podía distinguir de dónde provenía la luz.

      A la derecha de Adamat, había un hombre sentado en la escalera. Era un poco mayor que él, apenas pasados los sesenta años, con cabello plateado y un bigote pulcramente recortado que aún dejaba entrever un rastro de negro. Su mandíbula era fuerte pero no de tamaño excesivo y sus pómulos, bien definidos. Tenía la piel bronceada por el sol, y unas arrugas profundas en la comisura de los labios y en el rabillo de los ojos. Llevaba el uniforme azul oscuro de los soldados, con un prendedor plateado con forma de barril de pólvora abrochado sobre el corazón, y nueve tiras de oro cosidas a la derecha del pecho, una por cada cinco años de servicio en el ejército adrano. Al uniforme le faltaban las hombreras de oficial, pero la experiencia agobiante presente en sus ojos color café dejaba en claro que había liderado ejércitos en el campo de batalla. A su lado, sobre la escalera, había una pistola amartillada, lista para disparar. Él estaba inclinado sobre una espada corta envainada, y observaba un hilo de sangre que iba cayendo lentamente escalón por escalón, una línea oscura sobre el mármol amarillo y blanco.

      —Mariscal de campo Tamas —dijo Adamat. Envainó la espada en el bastón y la giró. La espada chasqueó al cerrarse.

      El hombre levantó la mirada.

      —Creo que no nos conocemos.

      —Sí nos conocemos —explicó Adamat—. Fue hace catorce años. Un baile de caridad organizado por lord Aumen.

      —Tengo una memoria terrible para los rostros —dijo el mariscal—. Le pido disculpas.

      Adamat no podía despegar la mirada del pequeño río de sangre.

      —Señor, me han mandado llamar. No me han informado quién fue ni por qué motivo.

      —Sí —dijo Tamas—. Fui yo. Por recomendación de uno de mis Marcados. Cenka. Me dijo que ustedes trabajaron juntos en el cuerpo de policía del distrito doce.

      Adamat visualizó a Cenka en su mente. Era un hombre bajo, con una barba rebelde y una predilección por los vinos y la buena comida. Lo había visto por última vez hacía siete años.

      —No sabía que Cenka era un mago de la pólvora.

      —Tratamos de encontrar a todo el que muestre tener afinidad lo antes posible —dijo Tamas—, pero él tardó en desarrollarla. En todo caso —hizo un gesto con la mano—, nos hemos topado con un problema.

      Adamat se lo quedó mirando, perplejo.

      —Usted… ¿quiere mi ayuda?

      El mariscal de campo levantó una ceja.

      —¿Es un pedido tan inusual? Usted fue un investigador policial competente, un buen servidor de Adro y, según Cenka, tiene una memoria perfecta.

      —Aun así, señor.

      —¿Qué?

      —Yo solo soy un investigador. No estoy en la policía, aunque sí sigo aceptando trabajos.

      —Excelente. Entonces no es tan extraño que yo quiera contratar sus servicios, ¿verdad?

      —Bueno, no… pero señor, este es el Palacio del Horizonte. Hay un Hielman muerto en la Sala de Diamantes y… —Señaló la sangre que caía por las escaleras—. ¿Dónde está el rey?

      Tamas inclinó la cabeza hacia un lado.

      —Se encerró en la capilla.

      —Usted llevó a cabo un golpe de estado —dijo Adamat.

      Por el rabillo del ojo detectó algo de movimiento, y vio aparecer a un soldado en lo alto de la escalera. Se trataba de un deliví, un hombre de piel oscura proveniente del norte. Usaba el mismo uniforme que Tamas, con ocho tiras doradas a la derecha del pecho. A la izquierda llevaba un barril de pólvora de plata, el símbolo de los Marcados. Otro mago de la pólvora.

      —Hay muchos cuerpos para mover —dijo el deliví.

      Tamas miró de soslayo a su subordinado.

      —Ya lo sé.

      —¿Quién es este? —preguntó Sabon.

      —El inspector que solicitó Cenka.

      —No me gusta que esté aquí —dijo Sabon—. Podría ser un peligro.

      —Cenka confiaba en él.

      —Usted llevó a cabo un golpe de estado —repitió Adamat con certeza.

      —Ayudaré con los cadáveres dentro de un momento —dijo el mariscal—. Estoy viejo, necesito descansar de vez en cuando.

      El deliví asintió con la cabeza y desapareció.

      —¡Señor! —exclamó Adamat—. ¿Qué hizo? —Aferró con más fuerza la espada del bastón.

      Tamas apretó los labios.

      —Algunos dicen que la camarilla real adrana tenía los Privilegiados más poderosos de los Nueve Reinos, superados solo por los de Kez —dijo en voz baja—. Y aun así, los masacré a todos. ¿Cree que un viejo inspector y la espada de su bastón-estoque me darían problemas?

      Adamat aflojó la mano. Sintió que se descomponía.

      —Supongo que no.

      —Cenka me dio a entender que usted es un hombre pragmático. Si eso es correcto, quisiera contratar sus servicios. Si no lo es, lo mataré ahora mismo

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