Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan страница 4

Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

Скачать книгу

volver a eso? ¿Tan sorprendente es? Dígame algo, si nos pusiéramos a contar las facciones de Adro que tienen razones para destronar al rey, ¿le parece que terminaríamos antes de llegar a la docena?

      —No creía que ninguna de ellas tuviera la habilidad —respondió Adamat—. O el coraje. —Sus ojos volvieron a posarse en la sangre de la escalera, y su mente lo llevó hasta su esposa y sus hijos, que aún estaban durmiendo en sus camas. Miró al mariscal de campo. Tenía el cabello desaliñado; había gotas de sangre en su chaqueta; unas cuantas, ahora que le prestaba atención. Era como si lo hubiesen rociado. Tenía ojeras marcadas y un cansancio que hablaba de algo más que solo la edad—. No aceptaré un trabajo a ciegas. Dígame qué quiere.

      —Los asesinamos mientras dormían —dijo sin preámbulos—. No hay una forma sencilla de matar a un Privilegiado, pero esa es la mejor. Alguien cometió un error y de pronto nos encontramos en medio de una batalla. —Tamas pareció afligido por un momento, y Adamat sospechó que la lucha no había ido tan bien como al mariscal le habría gustado—. Triunfamos. Pero de los labios de los moribundos se oyó una frase.

      Adamat esperó.

      –“No se debe romper la Promesa de Kresimir” —dijo Tamas—. Eso es lo que me dijeron los hechiceros antes de morir. ¿Significa algo para usted?

      Adamat se alisó el frente de la chaqueta y trató de rememorar viejos recuerdos.

      —No. La Promesa de Kresimir… romper… rota… Un momento: La Promesa Rota de Kresimir. —Levantó la mirada—. Era el nombre de una pandilla callejera. Hace veinte… veintidós años. ¿Cenka no los recordaba?

      —A él le sonaba familiar. Estaba seguro de que usted lo recordaría.

      —Yo no me olvido nada —dijo Adamat—. La Promesa Rota de Kresimir era una pandilla que contaba con cuarenta y tres miembros. Eran todos jóvenes, algunos tan solo niños, el más viejo no llegaba a los veinte. Nosotros estábamos intentando capturar a algunos de los líderes para poner fin a una serie de robos. Eran un grupo extraño; se metían en las iglesias y robaban a los sacerdotes.

      —¿Qué les sucedió?

      Adamat no pudo evitar mirar la sangre de la escalera.

      —Un día desaparecieron, todos… incluidos nuestros informantes. Los encontramos unos días después, cuarenta y tres cadáveres metidos en una alcantarilla como si fueran patas de cerdo en escabeche. Los habían masacrado con poderosos hechizos, con una brutalidad excesiva. La marca de la camarilla real de Manhouch. La investigación terminó allí.

      Adamat reprimió un escalofrío. Nunca había visto algo así, ni antes ni después. Había sido testigo de ejecuciones, disturbios y escenas de asesinato que le habían parecido menos espantosos.

      El soldado deliví volvió a aparecer en lo alto de la escalera.

      —Te necesitamos —le dijo a Tamas.

      —Averigüe por qué estos Privilegiados usaron su último aliento para decir esas palabras —indicó el mariscal—. Quizás esté conectado con su pandilla callejera. Quizás no. De cualquier manera, encuéntreme una respuesta. No me gustan los acertijos de los muertos. —Se puso de pie deprisa, moviéndose como un hombre veinte años más joven, y subió trotando las escaleras para ir con el deliví. Las botas chapotearon en la sangre y dejaron huellas rojas detrás de él—. Otra cosa —dijo mirando por encima de su hombro—, no diga nada sobre lo que vio aquí hasta después de la ejecución. Comenzará al mediodía.

      —Pero… ¿por dónde comienzo? ¿Puedo hablar con Cenka?

      Tamas se detuvo cerca de lo alto de la escalera y se volvió.

      —Si puede hablar con los muertos, no hay ningún problema.

      Adamat apretó los dientes.

      —¿Cómo dijeron esas palabras? —preguntó—. ¿Fue a modo de orden, de declaración o…?

      Tamas frunció el ceño.

      —Una súplica. Como si la sangre que estaban perdiendo no fuera su preocupación principal. Debo irme.

      —Una cosa más —indicó Adamat. Tamas parecía estar llegando al límite de su paciencia—. Si lo voy a ayudar, dígame el porqué de todo esto. —Señaló la sangre de la escalera.

      —Hay cosas que requieren mi atención —advirtió Tamas.

      Adamat sintió que se le tensaba la mandíbula.

      —¿Hizo esto por poder?

      —Lo hice por mí. Y por Adro. Para evitar que Manhouch firmara los Acuerdos y nos convirtiera a todos en esclavos de Kez. Lo hice porque, para esos estudiantes de filosofía que se quejan en la universidad, la rebelión es solo un juego. La era de los reyes ha muerto, Adamat, y la maté yo.

      Adamat observó el rostro de Tamas. Los Acuerdos eran un tratado que iba a firmarse con el rey keseño; condonaría toda deuda adrana, pero impondría a Adro impuestos severos y regulación, lo que convertiría a Adro en poco más que un estado vasallo de Kez. El mariscal de campo había hablado abiertamente contra los Acuerdos. Pero claro, era lo esperado. Los keseños habían ejecutado a la esposa de Tamas.

      —Así es —respondió Adamat.

      —Entonces consígame algunas condenadas respuestas.

      El mariscal de campo se volvió y desapareció por el pasillo superior.

      Adamat recordaba los cadáveres de esa pandilla al ser retirados del agua y del lodo de las alcantarillas, recordaba el horror grabado en aquellos rostros muertos. “Las respuestas quizás nos terminen condenando a todos”.

      —Lajos está muriendo —dijo Sabon.

      Tamas entró en los apartamentos del Privilegiado que había sido Zakary el sacristán. Atravesó el salón y entró en la recámara, un lugar más grande que la casa de la mayoría de los comerciantes. Las paredes eran de color índigo y estaban cubiertas de coloridos cuadros que mostraban a varios de los sacristanes que habían pertenecido a la camarilla real de Adro. Había puertas que daban a habitaciones auxiliares, como el baño o la cocina. La puerta del burdel privado del sacristán había sido destrozada, la habitación estaba repleta de astillas; las más grandes no llegaban al tamaño de un pulgar.

      Habían quitado las sábanas de la cama y habían arrojado el cuerpo del sacristán a un lado para hacer lugar a un mago de la pólvora herido.

      —¿Cómo te sientes? —preguntó Tamas.

      Lajos apenas pudo toser un poco. Los Marcados eran más resistentes que la mayoría de las personas; con la pólvora que Lajos había ingerido, y que ahora le corría por las venas, casi no sentiría dolor. No fue un gran consuelo para Tamas cuando miró a su amigo. Había perdido medio brazo (a lo largo) y en el abdomen tenía un agujero del tamaño de un melón. Era un milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Le habían dado medio cuerno de pólvora. Solo eso debería haberlo matado.

      —He estado mejor —respondió. Volvió a toser y le salió sangre de la comisura de la boca.

      Tamas extrajo su pañuelo

Скачать книгу