Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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un soldado? —preguntó Tamas. El nombre le resultaba familiar. Sostuvo la mano por debajo de sus ojos—. ¿De esta altura? ¿Rubio?

      —Sí.

      —¿Cuál es su Don?

      —No necesita dormir. Nunca.

      —Eso es útil —dijo Tamas.

      —Bastante. También tiene un tercer ojo bastante potente, por lo que puede detectar Privilegiados. Lo tendré listo y a tu lado para la ejecución.

      Un Dotado no sería tan útil como un mago de la pólvora. Los Dotados eran más frecuentes, y sus habilidades eran más un talento que un poder mágico. Pero si podía usar su tercer ojo para ver hechicería, podría resultar beneficioso.

      Tamas se acercó a las puertas de la capilla, que estaban atrancadas. Un par de soldados de Tamas emergieron de las sombras de la pared con los mosquetes listos. Tamas les hizo un gesto con la cabeza y señaló la puerta.

      Uno de los soldados extrajo de su cinturón un cuchillo largo y lo insertó entre las puertas de la capilla.

      —Echó el cerrojo del diocel —dijo el soldado—, pero ni siquiera se molestó en amontonar objetos frente a la puerta. Le falta experiencia, en mi opinión. —Levantó el cerrojo con el cuchillo, y él y su compañero abrieron las puertas de un empujón.

      La capilla era grande, como todas las habitaciones del palacio. Sin embargo, a diferencia de las demás, se había salvado de las remodelaciones de estación típicas de los caprichos del rey y permanecía similar a como debió de ser hacía doscientos años. La bóveda del techo era exageradamente alta; y entre las columnas anchas como un carro de bueyes había balcones para la realeza y los altos nobles. El suelo tenía un intrincado diseño de mosaicos de mármol de distintas formas y tamaños, mientras que el techo estaba decorado con paneles ilustrados en los que se veía a los santos al fundar los Nueve Reinos bajo la mirada paternal del dios Kresimir.

      Al frente de la capilla había dos altares, apenas más elevados que las bancas, junto a un púlpito de granadillo. El primer altar, el más pequeño y el más cercano a la gente, estaba dedicado a Adom, el santo fundador de Adro. El segundo altar, que tenía laterales de mármol y estaba cubierto con satín, estaba dedicado a Kresimir. A un lado de ese altar se encontraban acurrucados Manhouch XII, soberano de Adro, y su esposa Natalija, duquesa de Tarony. Natalija miraba hacia atrás, por encima del altar, moviendo los labios en plegaria silenciosa a la Cuerda de Kresimir. Manhouch estaba pálido, tenía los ojos enrojecidos y sus labios formaban una línea delgada. Le dijo algo al diocel susurrando con desesperación. Se detuvo cuando Tamas se acercó.

      —Espere —dijo el diocel levantando una mano, a la vez que el rey bajaba los escalones del altar y avanzaba con furia hacia Tamas. El viejo rostro del diocel expresaba su angustia, y su sotana estaba arrugada a causa de la precipitada carrera hacia la capilla.

      Tamas observó a Manhouch marchar hacia él. Notó la mano que llevaba oculta detrás de la espalda, y la furia de emociones que cruzaban su rostro joven y aristocrático. Gracias a la alta hechicería de su camarilla real, Manhouch aparentaba no tener más de diecisiete años, aunque en realidad ya había pasado los treinta. Se suponía que eso reflejaba la eternidad de la monarquía, pero a Tamas siempre le había resultado difícil tomar en serio a un hombre que parecía tan joven. El mariscal se detuvo y lo observó, y lo vio dudar antes de acercarse.

      Cuando estuvo a unos cuatro metros, el rey reveló su pistola. La elevó rápidamente. El tiro sería certero a esa distancia; después de todo, el propio Tamas le había enseñado a disparar. Sin embargo, que Manhouch siquiera lo intentase era un desafortunado reflejo de su desconexión con el mundo. El rey apretó el gatillo.

      Tamas se estiró mentalmente y absorbió la fuerza del estallido. Sintió que la energía le recorría el cuerpo y le daba calor como un trago de un buen vino. Redirigió esa energía hacia el suelo; uno de los mosaicos de mármol que había a los pies del rey se rajó.

      Manhouch dio un salto hacia atrás. La bala rodó por el cañón de la pistola y cayó al suelo, y se detuvo a los pies de Tamas.

      Tamas avanzó y tomó la pistola del rey por el cañón. Apenas sintió que le quemaba la mano.

      —¿Cómo te atreves? —dijo Manhouch. Tenía el rostro cubierto de pólvora, las mejillas coloradas. Su ropa de cama de seda estaba arrugada, empapada en sudor—. Confiábamos en ti para que nos protegieras. —Temblaba levemente.

      Tamas miró al diocel, que seguía junto al altar. El viejo cura estaba inclinado contra la pared, con su alto solideo bordado haciendo equilibrio a duras penas sobre su cabeza.

      —Supongo —dijo levantando la pistola— que esto se lo dio usted, ¿verdad?

      —No era para eso —resolló el diocel. Levantó la barbilla—. Era para el propio rey. Para que pudiera quitarse la vida con honor y no ser abatido por un traidor impío.

      Tamas extendió sus sentidos, en busca de más cargas de pólvora, pero no había ninguna.

      —Solo trajo una pistola, con una bala —dijo—. Habría sido más bondadoso traer dos. —Dirigió la mirada hacia la reina, que aún seguía rezándole a la Cuerda de Kresimir.

      —No se atrevería —dijo el diocel.

      —¡No lo hará! —lo interrumpió el rey—. No nos matará. No puede. Somos los elegidos de Dios. —Respiró hondo, temblando.

      Tamas sintió un poco de pena por él. Sabía que Manhouch era más viejo de lo que parecía, pero en realidad no era más que un niño. No tenía la culpa de todo. Consejeros ambiciosos, tutores idiotas, hechiceros indulgentes. Había una gran cantidad de motivos por los que había resultado ser un mal (no, un terrible) rey. Sin embargo, era el rey. Tamas aplastó su pena. Manhouch se enfrentaría a las consecuencias.

      —Manhouch XII —dijo—, queda arrestado por su completa negligencia hacia su pueblo. Será llevado a juicio por traición, fraude y asesinato por inanición.

      —¿Un juicio? —susurró el rey.

      —El juicio será ahora mismo —dijo Tamas—, y yo seré el juez y el jurado. Ha sido encontrado culpable ante el pueblo y ante Kresimir.

      —¡No pretenda hablar en nombre de Dios! —exclamó el diocel—. ¡Manhouch es nuestro rey! ¡Autorizado por Kresimir!

      Tamas rio sin alegría.

      —Es rápido para invocar a Kresimir cuando le conviene. ¿Piensa en él cuando tiene una concubina entre sus sábanas de seda o cuando come un plato de manjares con el que se podría haber alimentado a cincuenta campesinos? Su lugar no es a la derecha de Dios, diocel. La Iglesia ha autorizado este golpe de estado.

      El diocel abrió grandes los ojos.

      —Yo lo habría sabido.

      —¿Los archidióceles le cuentan todo? Ya me imaginaba que no.

      Manhouch juntó fuerzas y sostuvo la mirada de Tamas.

      —¡No tienes pruebas! ¡Ni testigos! ¡Esto no es un juicio!

      Tamas extendió la mano hacia un lado.

      —¡Mis

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