El mundo moderno y la comprensión de la historia. Juan Carlos Chaparro Rodríguez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El mundo moderno y la comprensión de la historia - Juan Carlos Chaparro Rodríguez страница 5
Tanto el paulatino y ascendente florecimiento del comercio como la consecuente formación de las ciudades, dice Le Goff, fueron asuntos que se vieron favorecidos por varios factores. En primer lugar, la cesación o disminución de las destructivas invasiones que los pueblos europeos de las zona mediterránea y centro-occidental históricamente habían padecido a manos de los pueblos germanos, escandinavos, euroasiáticos y sarracenos facilitaron los intercambios comerciales que comenzaron a realizarse entre distintas localidades sin que ello significara que los mercaderes y comerciantes dejaran de estar expuestos al bandidaje y al robo del que comúnmente eran víctimas al recorrer los extensos y solitarios caminos y parajes.
Igualmente, y siendo pieza clave del empuje comercial que se vivió desde esa histórica época, la producción y los intercambios de todo tipo de mercancías se vieron favorecidos por el crecimiento poblacional que empezó a observarse en muchos lugares del continente (momentáneamente detenido por la peste bubónica que se suscitó en el siglo XIV), lo cual generó, a su vez, un aumento de la demanda de bienes y productos que los productores estuvieron dispuestos a elaborar y que los mercaderes estuvieron complacidos en ofrecer trayéndolos y llevándolos de uno a otro lugar animados por las significativas ganancias que ello les representaba. Correlativamente, y siendo asunto que se desarrolló consustancialmente con las cruzadas, el comercio se extendió y se retroalimentó con la expansión que los cruzados hicieron hacia el Medio Oriente, lugar al que llevaron sus productos y del que trajeron todo cuanto pudieron, incluyendo parte de la diversa y rica cultura producida por los árabes y bizantinos.4
A efecto de esa nueva situación, expresa Pirenne, las ciudades comenzaron a experimentar una fulgurante actividad comercial y cultural y, por ello mismo, a generar una nueva forma de vida, una nueva forma de actuar y hasta una nueva manera de pensar gracias a las diversificadas actividades comerciales y a las prístinas pero crecientes actividades industriales que fueron desarrollándose en un mundo que poco a poco empezaba a salir de los confines rurales en donde había permanecido durante tantos siglos y del virtual estancamiento cultural e intelectual que había experimentado. Dicho proceso, ciertamente, fue lento y diferenciado a lo largo y ancho del continente, pero su efecto no solo se hizo sentir en las formas de vida que fueron adquiriendo las personas, sino que signó la identidad que la sociedad europea fue adquiriendo de manera paulatina.
En efecto; al cabo de pocos siglos, el continente vio surgir decenas de ciudades interconectadas por el comercio, habitadas por gentes venidas de los más diversos lugares y pertenecientes a los distintos grupos y estamentos sociales. Dotadas de una administración especial, desarrollando una vida propia, creando nuevas formas de vivencia y convivencia, imponiendo nuevos patrones sociales y de consumo, y erigiéndose, finalmente, como centro de la organización y de la irradiación del poder, de la mentalidad y de los valores que a mediano y largo plazo iría a imponer la burguesía, esa poderosa clase social que comenzó a configurarse a partir de las actividades desarrolladas por mercaderes y banqueros o, mejor decir, que fue constituida por estos mismos a partir de las actividades que desarrollaban, las ciudades se constituyeron en el epicentro de todo el desarrollo económico, cultural y político que desde entonces empezó a experimentar el continente europeo.5
Bajo la influencia de la burguesía (influencia no absoluta, ciertamente, pero sí creciente y cada vez más notoria), las ciudades fueron adquiriendo una nueva fisionomía gracias a las dinámicas económicas y políticas que aquella imprimió, lo mismo que a efecto de las nuevas prácticas sociales y culturales que también realizaron los gremios en los que se agruparon los maestros de distintos oficios, las que desarrollaron las gentes del común que pugnaban por hacerse a un lugar dentro de ese cambiante orden, las que continuaron llevando a cabo los clérigos, monjes y sacerdotes, y las que simultáneamente acometieron los intelectuales y pensadores que fueron emergiendo en distintos lugares del continente.
Al ser la gestora y principal beneficiaria de los grandes y significativos cambios que comenzaron a producirse con el comercio y la urbanización, la burguesía, indica el historiador José Luis Romero, no solo fue definiendo su carácter y su identidad, sino que fue imponiendo su dominio en todos los aspectos de la vida social y económica en el seno de todas esas ciudades que se dispersaban en el continente; y luego, con el paso de los siglos, también allende las fronteras europeas. Gracias a que cada día atesoraban más y más riqueza por cuenta del comercio, la es peculación financiera y el acaparamiento de capital, los burgueses fueron situándose en un preponderante lugar dentro de la cerrada y estratificada sociedad medieval, y gradualmente fueron cambiando los viejos ideales del heroísmo y la santidad que les eran propios a señores, caballeros y sacerdotes, para imponer, en su lugar, los valores del trabajo, la acumulación de riqueza y el goce terrenal de los bienes que conseguían y atesoraban al amparo de las actividades que tradicionalmente habían sido censuradas y condenadas por la Iglesia y que ahora se posicionaban como las actividades que muchos querían realizar.6
Así, y teniendo que sortear los diversos obstáculos que seguían interponiéndose en su camino, los burgueses llevaron a cabo su lucha contra los anquilosados y manipuladores dogmas con los que operaban la Iglesia y los demás grupos sociales y estamentales, y no pasó mucho tiempo para que empezaran a exhibir el fruto de sus victorias, como tampoco pasó mucho tiempo para que la misma Iglesia, como apunta Le Goff, dejara de lado los resquemores que en algún momento tuvo contra las actividades comerciales y especialmente contra las que se asociaban a la usura, para plegarse a ellas y recoger los frutos que ese nuevo orden económico dispensaba. Su complacencia con esas nuevas dinámicas de la vida económica fue tal que, aunque no llegó a manifestarlo abiertamente, se mostró más indulgente con las prácticas usureras que tendieron a multiplicarse, pues estas también llegaron a representarle beneficio.7
Pero la burguesía, sin embargo, no fue la única que agenció esos determinantes cambios que comenzó a experimentar la sociedad europea ni fue el único grupo social que prorrumpió simultáneamente con la emergencia de las ciudades. Junto a ella estuvieron los intelectuales, esos hombres a quienes Le Goff caracterizó de esa manera para diferenciarlos de los teólogos medievales, los cuales cumplieron un papel igualmente revolucionario, ciertamente no en el plano económico como sí en el campo cultural. A este respecto, y aduciendo que estos tuvieron aún más importancia que los propios mercaderes —antecesores de los burgueses— en la formación de la vida y de la cultura que la sociedad tardomedieval fue adquiriendo desde el siglo XII, el citado autor afirmó:
El mercader no es ya el único y tal vez ni siquiera el principal actor en la génesis urbana del Occidente medieval. Todos aquellos que por su ciencia de la escritura, por su competencia en derecho y especialmente en derecho romano, por su enseñanza de las “artes” y ocasionalmente de las artes mecánicas [que] permitieron afirmarse a la ciudad, y especialmente en Italia convertir el Comune en un gran fenómeno social, político y cultural, merecen ser considerados como los autores intelectuales del crecimiento urbano, y uno de los principales grupos socioprofesionales a los que la ciudad medieval debe su poder y su fisionomía.8
Aunque a veces poco reconocida por la historiografía, la obra cultural que estos hombres llevaron a cabo fue de notable trascendencia, toda vez que con sus ideas y sus acciones forjaron las herramientas que sus sucesores, los humanistas y pensadores de los siglos XV y XVI, utilizaron para empezar a romper el dogmático y dominante sistema de creencias que la Iglesia impuso durante tanto tiempo, y que los filósofos de los siglos XVII y XVIII consumaron no