El mundo moderno y la comprensión de la historia. Juan Carlos Chaparro Rodríguez
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Con la exaltación de la posibilidad y la facultad que le asistía al hombre para conocer y aprehender la realidad humana y natural por vía de la reflexión, de la experiencia, de la experimentación y de la deducción sin que de por medio obrara la fe, esos pensadores fueron forjando una nueva y reveladora imagen del hombre. Los dogmas y patrones de santidad, obediencia y pobreza que la Iglesia católica había impuesto como fundamento de la vida moral paulatinamente fueron invirtiéndose por los dogmas de la virtud humana, el amor terrenal, la pasión mundana, el goce de los sentidos, el despertar de las estéticas profanas y seculares, lo mismo que por la actividad productiva y el atesoramiento de riqueza como formas de sustentar la existencia y de proyectar y realizar la vida humana. Con este poderoso arsenal ideológico e imaginativo, manifiesta Romero, fue entonces que los pensadores de la época, lo mismo que los burgueses, empezaron a forjar una nueva mentalidad y, a la larga, un nuevo mundo signado por los horizontes de sentido que les eran propios a unas sociedades que, como la tardomedieval y la renacentista, comenzaron a encaminarse por las sendas de la permanente transformación.14
A ese respecto, y enfatizando en lo que sucedió en la época renacentista, el filósofo Erich Kahler aduce que los humanistas y pensadores no solo forjaron unas nuevas maneras de concebir al hombre, sino que hicieron lo propio con respecto a la naturaleza, liberándola de la quietud en la que la había mantenido el pétreo imaginario clerical medieval, para, en su lugar, apropiarla y ponerla al servicio y provecho de los hombres. La idea de que la alegría de la vida se hallaba en el mundo terrenal empezó a abrirse camino y a tal efecto muchos pensadores orientaron sus reflexiones hacia el estudio de los medios de los que podrían valerse para alcanzar fines terrenales superiores a los que hasta el momento habían podido acceder.15
Un nuevo estado de ánimo, un creciente deseo de saber y conocer, una nueva manera de estar y de sentirse en el mundo y una ferviente y cada vez más arraigada fe en lo que el hombre podía hacer para forjar su destino y para realizarse en sus más diversos aspectos y facetas fue, pues, lo que comenzó a gestarse a partir de aquellas históricas transformaciones. Así lo puso de manifiesto el floreciente ideario humanista que fue germinando durante aquella época y así lo expresaron tanto el teólogo Nicolás de Cusa (1401-1464), cuando conceptuó que la historia adquiría su sentido en virtud de lo que el hombre hacía y podía hacer,16 como el afamado humanista Pico della Mirandola (1463-1494), cuando expresó que el hombre, por voluntad divina, estaba destinado a actuar libremente en procura de buscar y consumar su propia realización.
Entonces el Supremo Hacedor decretó que, al hombre, a quien no podía conceder nada singular, le pertenecería en común, todo lo que había sido dado por Él a sus otras criaturas. […] La naturaleza conferida a todas las demás criaturas, dentro de leyes establecidas por mí mismo, las restringe y coarta. Pero tú, sin hallarte atado por ninguna estrecha ligadura, con arreglo a tu propia y libre voluntad, a cuyo poder he querido confiarte, definirás tu naturaleza por ti mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para que desde allí puedas abarcar con la mirada cuanto en él suceda. No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú mismo, pudiendo como puedes, hacerte y moldearte a tu albedrío, hagas de ti lo que mejor te parezca.17
En tal sentido, y no obstante el férreo control social y cultural que la Iglesia católica continuaba ejerciendo y del tutelaje que las iglesias protestantes vinieron a imponer en la vida de los hombres y en la producción del pensamiento,18 los pensadores de la época fueron desbrozando el camino que lentamente habría de conducirlos hacia la exploración, vindicación y explotación de otras formas de realización humana correspondientes con lo que Romero llamó la mentalidad burguesa, es decir, esa forma de pensamiento que se orientó hacia el constante e incesante cambio del orden existente, hacia la proyección de la vida en todos sus aspectos y hacia la realización efectiva de los terrenales intereses y propósitos materiales, sociales y políticos de los hombres; y, a partir de allí, hacia la constitución de una nueva concepción de la historia en la que el hombre sería vindicado como su principal y fundamental agente.19
Asimismo, y en virtud de esas renovadas concepciones humanistas que fueron produciéndose sobre el hombre y de esas históricas transformaciones sociales y culturales que fueron experimentando las sociedades europeas, las nociones sobre la historia también empezaron a ser resignificadas. Aunque ya san Agustín había conceptuado sobre ella asumiéndola como linealidad, universalidad y orden, fue en este nuevo contexto —y tratando de responder a las nuevas realidades, inquietudes y necesidades de la sociedad moderna— cuando se fraguó su secularización y su caracterización como progreso. En este nuevo contexto, y gracias a la secularización de todos los órdenes sociales y culturales, es decir, de la política, la filosofía, el arte y la misma naturaleza, la concepción sobre la historia, enuncia José María Sevilla, experimenta un gradual y sustancial cambio que transita “de la idea radical de Providencia a la no menos radical [idea] de Progreso como leyes históricas”.20
Atendiendo a la necesidad de responder a las preguntas existenciales que fueron generándose a propósito de los cambios culturales e intelectuales que habían estado forjándose en el viejo continente, y en contraste con las nociones dominantes que los teólogos medievales habían creado sobre el hombre y sobre la historia, y especialmente con las que el obispo Agustín de Hipona había fijado, indicando que la historia no era otra cosa que la marcha continua que el mundo tenía que experimentar, por voluntad divina, desde su creación hasta el Juicio Final, y que ese trasegar se desenvolvía en el marco del devenir de los dos reinos —el divino y el terrenal—, algunos pensadores modernos comenzaron a concebir un conjunto de ideas a partir de las cuales afirmaron que la historia era obra y resultado de la acción y la voluntad humana, y que los hombres, en tanto que protagonistas de ella, habrían de actuar con el fin de consumar su propia realización. Aunque no fue una idea originalmente creada por esos pensadores, pues desde antiquísimos tiempos bíblicos los saduceos ya habían afirmado que “los hechos humanos […] dependen de nosotros mismos, de modo que nosotros somos causa no sólo de lo bueno que nos pasa, sino también de nuestras peores desgracias, por culpa de nuestros desatinos”,21 esa noción empezó a erigirse como uno de los más sólidos paradigmas de la nueva época histórica que estaba configurándose y así, como luego veremos, lo hicieron notar los pensadores que se encargaron de reflexionar sistemáticamente sobre el asunto hasta conformar ese particular campo de estudio que vino a llamarse “filosofía de la historia”.22
Pero, si bien es cierto que este cambio de mentalidades y concepciones se fraguó contra los tradicionales y ataviados dogmas religiosos que hasta el momento habían regido la vida social, espiritual e intelectual de las personas, y que gracias a ello se transitó hacia la paulatina entronización del antropocentrismo, hacia la vindicación de la razón como agente rector del hombre y del mundo, hacia el desarrollo y posicionamiento del pensamiento científico, y hacia el posicionamiento que fue asumiendo la noción de progreso como paradigma de la acción y el destino humanos, ello no fue óbice para que la Iglesia continuara denostando de esas nuevas concepciones y para que tratara de impedir la proyección de esas ideas. Como tradicionalmente lo había hecho, en esta ocasión la Iglesia no solo las objetó, sino que con sus inquisidores tribunales excomulgó, condenó y persiguió a quienes las emitieron, y lo propio hizo con quienes se atrevieron a controvertir sus dictámenes y con quienes exigieron las reformas que ella requería.
Ese, por ejemplo, fue el amargo castigo al que fue sometido el pensador Jan Hus (1370-1415) cuando fue acusado de herejía y rebeldía, y esa, igualmente, fue la amenaza que recayó contra John Wyclif (¿?-1384), William Tyndale (1494-1536) y Martín Lutero (1483-1546) debido a las traducciones vernáculas y a los usos que estos hicieron de la Biblia, lo mismo que por las opiniones y denuncias que profirieron contra la corrupción que había carcomido a la Iglesia, contra la vulgarización que esta había hecho de los auténticos mandatos de Cristo y contra la venal y disoluta conducta que los clérigos habían asumido en todas las esferas eclesiásticas.