Medio Oriente, lugar común. Ezequiel Kopel
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No obstante, la primera vez que el término Medio Oriente apareció impreso fue dos años antes, en 1900, dentro de un artículo del general sir Thomas Gordon, un oficial de inteligencia británico y director del Banco Imperial de Persia. Gordon, que estaba preocupado principalmente por proteger de las amenazas rusas a una India gobernada por los británicos, localizó el Medio Oriente en Persia (actual Irán) y Afganistán. Luego, en septiembre de 1902, el marino e historiador estadounidense Alfred Thayer Mahan popularizó el término, que utilizó en su artículo “El golfo Pérsico y las relaciones internacionales”, aparecido en la publicación conservadora británica National Review. Allí escribió: “El Medio Oriente, si puedo adoptar un término que no he visto, algún día necesitará su Malta, así como su Gibraltar (...) La armada británica debería tener la capacidad de concentrarse en la fuerza, si surge la ocasión, sobre Adén [hoy Yemen], India y el Golfo…”. Mahan empleó Medio Oriente para designar un área no especificada a lo largo de la ruta marítima que va desde Suez a Singapur. La vía era de importancia crítica para el entonces Imperio británico, y Mahan instó a los ingleses a fortalecer su poder naval en el área por esa misma razón.
Desde entonces y con el transcurrir del tiempo, el concepto de “Medio Oriente” fue modificándose sin cesar, a veces extendiendo sus límites, otras achicándolos o aun intercambiándolo con el de “Cercano Oriente”, tanto por parte de autoridades del Reino Unido como de otras potencias europeas. Lo mismo ocurrió con los sucesivos gobiernos de Estados Unidos. Técnicamente, hoy en día no hay diferencia en el lenguaje empleado por Washington para referirse al Cercano y al Medio Oriente. Incluso si diversas secretarías y secciones del gobierno consideran que cada uno posee límites distintos, como es el caso del Departamento de Defensa o su Central de Inteligencia (CIA).
En el caso de los países de lengua árabe, la idea de “Medio Oriente” o al Sharq al Awsaṭ (según la traducción a su idioma) ha sido adoptada –aunque cuestionada– por sus propios habitantes a partir de su uso político y diplomático alrededor del mundo en la segunda mitad del siglo XX. Muchos prefieren denominar la zona como el Mundo árabe excluyendo a Israel e Irán y colocando a Turquía en el sur de Europa (el término árabe generalmente se refiere a las personas que hablan árabe como su primer idioma, ya que este el más hablado en el Medio Oriente).
También circulan otras definiciones que pretenden agrupar a los pueblos de la región según coordenadas geográficas, cuando es, en cambio, la cuestión étnica –y también la religiosa– la que muchas veces se impone como principal factor de identificación: Irak (chiitas, sunnitas y kurdos); Siria (árabes, kurdos, drusos, etc.); Israel (judíos y árabes); Irán (persas, kurdos y árabes), etc.
De la misma manera que existen discrepancias sobre el nombre y los contornos del Medio Oriente moderno, también habitan –dentro de sus límites y fuera de ellos– estereotipos sobre sus cuestiones más ríspidas, comúnmente reguladas tanto por miradas condescendientes como por ideas inocentes. Medio Oriente existe de forma separada a Occidente, pero no es solo una cuestión geográfica: hay connotaciones culturales y políticas entre las dos.
Por lo tanto, si bien existe el orientalismo –considerando el término como un enfoque crítico sobre la construcción cultural de “Oriente” por los poderes hegemónicos de Europa y Norteamérica–, también se emplea algo parecido a una especie de “occidentalismo”, que resulta la imagen calculada de “Occidente” como una entidad unificada que posee una mirada siempre equivocada sobre la región. Las dos ideas contienen en sus contornos ingredientes peyorativos. Es cierto que el principal lente con que se conoce a Medio Oriente pueden ser películas o libros occidentales, en los que no hay una mirada muy abarcadora o benigna sobre cuestiones más bien complicadas, pero no puede dejarse de lado que muchas veces los autóctonos (habitantes en general y estudiosos) no se destacan por ser muy diferentes, tienen una visión idealizada de la zona y, por consiguiente, una concepción de Occidente como la creadora de todos los males.
Ambos son conceptos interrelacionados en los que se repite la inversión del imaginario –y el contradiscurso– con un objetivo político. Si se tiene una perspectiva antioccidental, con el objetivo de servir a una agenda tercermundista que desea muchas veces acallar toda discusión, el otro repite una mirada esencialista. Incluso en un punto se tocan: si el orientalismo fue creado por los “grandes Estados” de Occidente para lograr sus objetivos, el concepto fue popularizado por una elite oriental que trabaja y vive en Occidente, que se siente atraída por muchos de sus principios y valores. Al fin y al cabo, las dos ideas tienen sus problemas y agujeros negros, y ninguna logra captar todo lo que ocurre en los ámbitos de referencia.
Teniendo en cuenta estas complejidades, y con la intención de trabajar entre los “grises” de esas dos ideas, este libro pretende desarmar, o por lo menos matizar, lugares comunes, prejuicios y clichés que abundan sobre las cuestiones más difundidas de Medio Oriente.
Capítulo 1
“La democracia es incompatible con el islam”
La participación de los musulmanes en la vida política es considerada como algo inherente a la misma religión islámica. No obstante, su carácter político presenta ciertos aspectos excepcionales que suscitan la pregunta de si el islam es compatible con la democracia. Dos factores que contribuyen a su particularidad se relacionan con la naturaleza de su escritura principal, el Corán, y la vida del mensajero de Dios, el profeta Mahoma. Los musulmanes creen que el Corán es el mismísimo discurso de Alá (Dios) y que cada letra y palabra del Corán reveladas al profeta Mahoma –y luego recopiladas por sus seguidores– provienen directamente de la voz de Dios. Por lo tanto, si el Corán es el discurso de Dios, y Dios es perfecto e inimputable, entonces también lo es su mensajero infalible. Cuestionar el origen divino del Corán es cuestionar a Dios mismo (1).
En cuanto al profeta Mahoma, un análisis de su figura y legado deja en claro que no era solo un religioso, sino también un político, un guerrero, un predicador y un comerciante (todo al mismo tiempo, por lo que es difícil saber cuándo actuó en un papel u otro); pero más importante, fue el creador y líder de un Estado. De esta manera, el Corán aborda el contexto sociopolítico de ese tiempo, así como las cuestiones de gobierno, ley y orden. Religión y política no van por canales separados en las enseñanzas del islam sino que están mezcladas.
En contraste, las diferencias con el cristianismo (la otra religión monoteísta que llegó a controlar vastos territorios fuera de su lugar de origen) quedan en evidencia al analizar a su figura central: Jesucristo fue un disidente, un rebelde contra un Estado, que no controló ni llegó a gobernar ningún territorio. Es así que, en el Nuevo Testamento, no se habla de gobernabilidad. Además, la doctrina cristiana es ambigua acerca del gobierno y el poder: la salvación es solo a través de Cristo, por lo que el Estado no regula el comportamiento público y privado más allá de proporcionar un entorno propicio para que los individuos sean más fieles al hijo de Diosn (2).
Además, la historia del cristianismo, una religión de salvación a través de la gracia, que en sus comienzos existió como un culto rechazado y perseguido, es bastante diferente de la del islam, que tuvo un gran éxito político desde su inicio.
Notable expansión
El profeta Mahoma impuso el ejemplo primordial cuando, luego de su huida de la Meca durante el siglo VII d. C., se concentró en administrar y gobernar