Medio Oriente, lugar común. Ezequiel Kopel
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Sin ser una democracia como la conocemos en muchos países occidentales –en los Estados musulmanes existen evidentes barreras, que muchas veces tienen que ver con ciertas características sociales o políticas que sus sociedades comparten–, hay importantes debates dentro del islam sobre cómo amoldar el rol de la religión en tiempos de naciones Estado, sistemas multipartidarios y economías capitalistas (10). La obsesión por resaltar solamente los extremos en los discursos de los islamistas –junto a la hostilidad hacia la cultura política de las poblaciones árabes– ha llevado a muchos autores a considerar que no existe ninguna posibilidad de coexistencia entre el islam y la democracia.
Es cierto que muchos musulmanes solo han abrazado la democracia como un proyecto a corto plazo que les permita imponer un modelo islámico que termine siendo autoritario y antiliberal, como tal vez el caso de la Hermandad Musulmana en Egipto, pero la noción del poder político de la Hermandad Musulmana se basa en un gobernante elegido, no en un gobernante infalible como puede ser un califa (o imán para los chiitas)(11).
Existe una importante diferencia con el islamismo chiita iraní desarrollado por el ayatola Ruholah Jomeini. La Hermandad Musulmana representa una idea republicana que adoptó sus principales rasgos de modelos de gobierno europeos enunciados en la década de 1930; en contraposición, y para resaltar su especificidad, la jurisprudencia enunciada por Jomeini tiene una concepción muy distinta de la autoridad política, en la que una clase de individuos particularmente religiosos –los ayatolas– actúan en representación de toda la sociedad (12).
Paradojas del poder
Sin embargo, en muchos casos son las propias elites gobernantes de esos mismos países las que han limitado la participación de los partidos islamistas, como barrera a la introducción democrática en las sociedades musulmanas. Esta circunstancia no ha hecho más que desatar una repetida dinámica, por la cual los regímenes autoritarios no pueden deshacerse de los islamistas, pero con el endurecimiento del autoritarismo logran el efecto contrario, que es generar más apoyo hacia esos partidos.
En otras situaciones –como el proceso de democratización de Irak luego de la invasión estadounidense de 2003, o la presión de George W. Bush para que el exdictador egipcio Hosni Mubarak y la Autoridad Palestina convocasen elecciones–, la intención de imponer la democracia en Medio Oriente ha pretendido funcionar como un medio para solucionar los incontables problemas que enfrenta la región.
Aunque muchas veces es el islam mismo el que funciona como la excepción para imponer la democracia en Medio Oriente. Por ejemplo, ha sido la misma fuerza islámica representada en el poderoso clérigo chiita Alí Sistani la que ha mantenido la intención democrática en la era posderrocamiento de Sadam Huseín (13).
Después de los levantamientos de la Primavera Árabe de 2011, surgió el debate en las poblaciones locales sobre la naturaleza misma de sus sociedades. ¿Cuánto de la democratización en curso era una representación “auténtica” de la sociedad? Sin el control autoritario del ejército o de las respectivas policías secretas, ¿los árabes finalmente podrían expresar sus verdaderos deseos políticos sin temor a la persecución?
Tras el parcial éxito de las revoluciones –cayeron cuatro dictaduras vitalicias–, los islamistas, los liberales, los seculares y los izquierdistas descubrieron que tenían menos razones para trabajar juntos fuera de los objetivos esgrimidos durante la llamada “revolución”.
En algunos casos se convirtieron en adversarios políticos y acordaron resolver sus diferencias dentro del proceso democrático; en otras oportunidades –como en el caso del golpe de Estado de 2013 en Egipto (con notorio apoyo de las llamadas fuerzas democráticas) que derrocó a la democráticamente elegida Hermandad Musulmana–, pasaron a ser enemigos implacables en una batalla aún sin final aparente. Esas fuerzas presuntamente democráticas justificaron la violencia política y la intervención militar como un mal menor si los elegidos eran los islamistas, al considerar que la Hermandad, a pesar de imponerse legalmente en las urnas durante 2013, era una amenaza para la identidad y libertad egipcias (según su particular entendimiento).
Probablemente creyeron –correctamente o no– que si la Hermandad Musulmana se mantenía en el poder, seguiría ganando elecciones sucesivas, porque en las sociedades conservadoras de la zona si las personas tienen el derecho de votar, tienden a hacerlo, de una u otra manera, por un papel público y político del islam. Estaba en juego la lucha por el premio de la revolución, es decir, el control del Estado, sus recursos y por ende el carácter de sus sociedades. Y se dio la paradoja de que ante la posibilidad de que la administración del país cayera en manos islámicas (aunque hubiesen llegado por vías democráticas), los supuestos demócratas prefirieron el autoritarismo como una barrera ante el advenimiento (iliberal) de los islamistas.
Así quedó en evidencia que –antes y durante los levantamientos– la mayoría de los partidos árabes no habían tenido una conversación sobre qué hacer el día después. Ninguno de ellos había pensado que podían llegar al poder en lo inmediato, creían que era un debate para el futuro. Pero con las revoluciones árabes, las cuestiones esenciales de identidad e ideología, de Dios y de la religión, y –mucho más relevante– de si era compatible una democracia con el islam adquirieron una nueva urgencia.
La oposición a los partidos islamistas no necesariamente tiene que significar favorecer su represión o remoción de la vida política. La transición tunecina, desatada a partir de 2011 con la renuncia de Zine el Abidine Ben Ali, ofrece un claro ejemplo de que la democracia y el islamismo pueden convivir dentro de un Estado de derecho, pero solo si los partidos islamistas son incorporados a la vida política. De 2011 a 2014, Túnez fue liderado por una coalición gobernante que incluyó al partido islamista Ennahda (fundado a imagen y semejanza de la Hermandad Musulmana egipcia), un partido socialdemócrata y otro secularista de centroizquierda (14).
Hoy, excluyendo a Túnez, solo un país árabe, Irak, posee un sistema democrático donde los partidos islamistas gobiernan desde 2005 (son chiitas, pero más parecidos a la Hermandad Musulmana sunnita que a la versión iraní bajo custodia clerical). Paradójicamente, el caso de Irak es muchas veces dejado de lado simplemente por su origen non sancto: debido a la invasión estadounidense en 2003 se democratizó el país y los chiitas –que son mayoría– pudieron tomar el gobierno. Líbano y Marruecos también podrían ser citados como casos de presencia islamista en coaliciones gubernamentales, pero el de Líbano está basado en un sistema de representación netamente sectario y el régimen de Marruecos es una monarquía. Cabe destacar que después de una sucesión de avances electorales islamistas en Egipto, Líbano y los territorios palestinos, sumada a la inestabilidad de una guerra civil en Irak, Estados Unidos empezó a dejar de lado su proyecto de democracia para la región.
En la actualidad, los Estados de base religiosa son raros o escasos. Los pocos que existen, o han existido, no han dado el mejor de los ejemplos. Arabia Saudita, Irán, Afganistán y Sudán son los modelos inmediatos que vienen a la memoria, pero tienen un valor limitado para dar sentido al islamismo (si se entiende el concepto en el sentido de creer que el islam, o la ley islámica, debe jugar un rol central en la vida política) después de la Primavera Árabe. Ninguno de ellos era o es democrático. Aunque gozaron de diversos grados de apoyo popular, no se precisó el consentimiento real de los ciudadanos (los gobernados) para manejar dichos países.
Como contraste, los partidos islamistas de hoy están interesados en crear Estados de orientación