Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-Figueroa
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Brazofuerte
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novela histórica
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Brazofuerte
Primera edición: 1993
Reedición actualizada y ampliada: Mayo 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18263-96-5
Impreso en España
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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–¿La Inquisición?
–La Inquisición.
La temida palabra tuvo la virtud de estremecer incluso a quien, como el canario Cienfuegos, había demostrado ser capaz de enfrentarse a todo en este mundo, por lo que tenía razones más que suficientes para creer que nada ni nadie podría ya inquietar seriamente su ánimo.
Tener conocimiento de que la mujer que amaba, y que llevaba en su vientre a un hijo suyo, había sido detenida bajo acusación de brujería constituyó un mazazo tan inesperado que le obligó a permanecer momentáneamente sin habla, teniendo que buscar apoyo en el tronco de un árbol para dejarse resbalar, por fin, hasta quedar sentado sobre sus gruesas raíces incapaz de hilvanar una sola idea.
–¿Pero por qué? –balbuceó al cabo de unos instantes alzando los ojos hacia Bonifacio Cabrera, que era quien le había traído la infausta noticia–. ¿Qué tiene que ver Ingrid con la Inquisición?
–Parece ser que El Turco Baltasar Garrote, el lugarteniente del capitán De Luna, la acusó de hacer pactos con el demonio para que las aguas del lago Maracaibo ardieran.
–¡Pero fui yo quien le prendió fuego al lago! –protestó el canario–. Y no tiene nada que ver con el demonio. Es cosa del mene. Iré, lo confesaré y la dejarán en libertad.
El renco Bonifacio, que se había acuclillado junto a él, agitó la cabeza pesimista.
–No creo que resulte tan sencillo –replicó convencido–. ¿Cómo vas a explicarles a los curas que en Maracaibo existe un agua negra que arde sin motivo? Lo único que conseguirías es que te torturaran para hacerte confesar que realmente tienes tratos con el demonio.
–¿Han torturado a Ingrid?
–No lo sé.
–Si le ponen la mano encima, los mato.
–¿A quién? ¿A todos los inquisidores y verdugos de la isla? No acabarías nunca.
El cabrero cerró los ojos y de nuevo guardó silencio tratando de ordenar sus ideas y conseguir que el insoportable dolor que sentía no continuara impidiéndole razonar.
–¿Qué opina don Luis de Torres? –quiso saber.
–En cuanto se enteró de la noticia corrió al barco y se hizo a la mar con el capitán Salado y la mayor parte de la tripulación. Todo el que tuvo algo que ver con el incendio está aterrorizado. A la Inquisición lo mismo le da matar a uno que a diez.
–¡Hijos de puta!
–No debes culparlos. También a mí me invadió el pánico.
–No lo digo por ellos. Lo mejor que han hecho es huir. –Le miró de frente, como temiendo su respuesta–. ¿Crees que volverán?
–Lo ignoro, pero imagino que a estas horas estarán ya rumbo a Lisboa. Morir es una cosa –admitió–. Que te descoyunten los huesos y te achicharren luego en una hoguera, otra muy distinta.
–¿Es eso lo que piensan hacer con Ingrid?
La pregunta era tan dura, directa y difícil de responder, que el cojo Bonifacio Cabrera prefirió abstraerse contemplando el diminuto riachuelo a cuyas orillas se habían encontrado, para acabar por encogerse de hombros admitiendo a las claras su ignorancia.
–No sé mucho sobre la Inquisición –puntualizó–. En La Gomera era tan solo La Chicharra, algo a lo que no había que temer si no blasfemabas. Es la primera vez que actúa aquí, en Santo Domingo, pero si sus métodos son los mismos, Dios nos proteja.
–¿Dónde la han encerrado?
–En La Fortaleza.
–¿Tiene muchos guardianes?
–Por lo menos cincuenta. –Lo aferró por el brazo–. No sueñes con sacarla de allí –le aconsejó–. Jamás conseguiríamos salvarla por la fuerza.
–¿Cómo entonces? –quiso saber–. ¿A quién podemos recurrir?
–A nadie que yo sepa –admitió el renco–. En cuanto se nombra a La Chicharra todo el mundo se espanta. El único que me ha ayudado, escondiendo a Araya y Haitiké, es Sixto Vizcaíno, el carpintero del «Milagro».
–¿Y tú qué piensas hacer?
–Lo que tú decidas, pero no permitiré que le hagan daño a Ingrid. –Su tono era sincero–. Me sacó de La Gomera, me enseñó todo lo que sé, y siempre me ha tratado como a un hermano. Estoy dispuesto a dar la vida por ella si es preciso.
–Si alguien tiene que dar la vida por Ingrid, soy yo, ya que si se ve en este trance es por mi culpa. –El canario lanzó un hondo suspiro que parecía significar que había tomado una determinación–. ¡Bien! –añadió–. Supongo que ha llegado la hora de demostrarles a esos fanáticos que no se puede ir por el mundo asustando a la gente.
El cojo pareció sorprenderse por el tono de voz de su amigo, lo observó con fijeza, y, por último, señaló con cierta incredulidad:
–Cualquiera diría que no estás asustado. Recuerda que se trata de la Inquisición, que ha quemado a miles de personas influyentes, importantes y poderosas.
–Me