Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-Figueroa

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Brazofuerte. Cienfuegos V - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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manos como si por un momento considerara que era suyo.

      –¡Por todos los demonios! –exclamó estupefacto–. ¿Habláis en serio?

      –Cuando se trata de dinero siempre hablo en serio –fue la seca respuesta–. Decidme: ¿estaríais en condiciones de reunir idéntica cantidad?

      Los tres hombres se miraron, y no cabía duda de que la codicia había hecho presa en ellos hasta el punto de que su atención fue luego alternativamente del dinero al puño del cabrero como si estuvieran intentando calibrar hasta qué punto estaba en condiciones de conseguir su propósito de matar a una mula de un solo golpe.

      –Podría intentarse… –carraspeó de nuevo el ronco–. ¿Elegiríamos nosotros al animal?

      –¡Desde luego!

      –¿Y lo haríais con el puño desnudo?

      –Naturalmente.

      Cuando poco más tarde observó cómo se alejaban hacia el puesto de guardia, el gomero se sintió satisfecho de sí mismo, pues resultaba evidente que había conseguido sembrar en su ánimo la duda de si sería o no cierto que podía realizar tan brutal hazaña.

      Se contempló el puño y sonrió; aún recordaba cuando en La Gomera era capaz de tumbar patas arriba a un cerdo de un cabezazo, pero le constaba que ni un cerdo era una mula, ni un puño la frente, y lo que no sabía era si alguna vez se había dado el caso de que existiese un tipo tan desmesuradamente bestia como él había alardeado ser.

      Su absurda bravuconería comenzó no obstante a rendir frutos al mediodía siguiente, cuando fueron ya cinco los oficiales de la guarnición que acudieron a la taberna a cerciorarse de que en verdad existía un pedante alcarreño dispuesto a arriesgar una fortuna en tan disparatada apuesta.

      –No dudo… –admitió el bigotudo alférez Pedraza, el mismo que un día persiguiera inútilmente a doña Mariana Montenegro y su tripulación hasta las playas de Samaná– …que puede existir, en algún lugar del mundo, un Hércules capaz de llevar a cabo semejante proeza, pero a fe que incluso yo me atrevería a venceros a la hora de echar un pulso, por lo que no entiendo que afirméis que podéis matar a una mula.

      –Si de echar un pulso se trata… –comentó el cabrero con tanto aplomo que obligaba a tomar en consideración sus palabras– podéis contar con ello en cuanto pongáis sobre la mesa los mil maravedíes correspondientes. Esa es, de igual modo, la apuesta mínima que acepto.

      –¿Os habéis vuelto loco?

      –En absoluto –fue la tranquila respuesta–. Loco estaría si arriesgara mi brazo, que es hoy por hoy mi única fuente de ingresos, por menos de ese precio.

      –¡Dejadme verlo!

      Se subió la manga y lo mostró a la curiosidad de los militares.

      –No es más que un brazo… –señaló uno de ellos–. No le veo nada de extraordinario.

      –Traed el dinero entonces…

      Cienfuegos lo dijo en tono displicente, convencido como estaba de que el monto de la cifra impresionaba a unos hombres tan escasos siempre de recursos y que a la hora de arriesgarlos preferirían hacerlo apostando por la dureza del cráneo de una mula.

      –Se me antoja que no sois más que un fanfarrón de tres al cuarto.

      El gomero lanzó una larga mirada de soslayo al esmirriado y barbilampiño muchachito que había lanzado tan alegremente semejante acusación, y sin perder en absoluto una calma que constituía en esos momentos su única arma, replicó sonriente:

      –Con alguien como Vos podría arriesgarme a una pequeña demostración, ya que me bastaría la mano izquierda para romperos la cabeza, y si recuperáis el conocimiento antes de cinco horas, invito a cenar a toda la guarnición.

      La tez del lechuguino tomó un tinte cerúleo e hizo ademán de echar mano a su espada, pero pareció pensárselo mejor puesto que a primera vista aquella especie de impasible gigante de ojos gélidos parecía en condiciones de cumplir su promesa.

      –¿Nadie os ha advertido que esa forma de hablar os puede acarrear graves problemas? –inquirió al fin, esforzándose por evitar que la voz le temblara.

      –A diario.

      –¿Y…?

      –Jamás he tenido problemas. –El gomero sonrió como un niño–. Ni los busco –añadió–. Me limito ha ofrecer un trato a quien quiera aceptarlo. Si reúne la cantidad convenida, seguimos adelante. En caso contrario… ¡Tan amigos!

      –Reuniremos ese dinero.

      –Me alegra oírlo. El mío se impacienta.

      –En verdad que estás loco –fue el lógico comentario del renco Bonifacio cuando esa misma noche Cienfuegos acudió a verle a casa de Sixto Vizcaíno para contarle sus progresos–. ¿Cómo se te ocurre provocar a toda una guarnición? –Lanzó un sonoro bufido–. ¡Nunca lograré entenderte! –añadió–. En lugar de buscar su colaboración para salvar a Ingrid, te enfrentas a ellos… ¿Qué diablos persigues con semejante actitud?

      –Intrigarlos –fue la sincera respuesta.

      –¿Intrigarlos? –se asombró el otro–. ¿Con qué fin?

      –Con el de conseguir que me franqueen las puertas de La Fortaleza. Si intentara ganar su amistad, lo más probable es que me las cerrarían a cal y canto, pero no lo harán si solo creen que trato de estafarlos. –Hizo una corta pausa–. Y ten por seguro que ninguno de ellos me ayudará a salvar a Ingrid. Eso tengo que hacerlo a mi manera. Y mi manera es esta.

      –La más estúpida.

      –Quizá no –puntualizó–. Quienes están tan acostumbrados a sospechar de todos no suelen sospechar de quien llama demasiado su atención. Ahora su mayor preocupación estriba en despojarme de esos mil maravedíes.

      –¿Y qué harás cuando te los ganen, aparte del ridículo…?

      –Pagar, si es que pierdo.

      –¿Lo dudas? –se asombró el renco–. ¿Es que acaso alguna vez has intentado matar una mula de un puñetazo?

      –No –fue la burlona respuesta del cabrero–. Y por eso mis posibilidades siguen intactas; puedo conseguirlo, o no conseguirlo. –Rio divertido–. ¡Las apuestas están a la par!

      –¡No me hace gracia! –masculló el otro malhumorado–. Lo que está en juego es la vida de Ingrid, y se diría que no te lo tomas en serio.

      –Me lo tomo mucho más en serio de lo que imaginas –le hizo notar el gomero–. Y puedes creerme si te digo que no veo otro camino que el que estoy siguiendo… –Le apretó con afecto el antebrazo–. ¡Confía en mí! –pidió–. De momento he conseguido averiguar que está bien y que no piensan tocarla hasta que nazca el niño. Por lo visto para la Inquisición es mucho más importante la vida de un feto que la de un ser humano.

      –Para ellos cualquier cosa es más importante que la vida de un ser humano, y si te descubren acabarás en la hoguera.

      –Si

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