Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-Figueroa
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En un principio le tranquilizó descubrir que el improvisado inquisidor no era más que un desecho humano , incapaz de imponer respeto a un perro de lanas, pero a los diez minutos de responder a sus preguntas descubrió que tras aquella espesa capa de mugre, hediondez y piojos se escondía un astuto hijo de puta de retorcida mente que podía llegar a resultar más peligroso que un alacrán en las letrinas.
–¿Os reafirmáis en vuestra aseveración de que no existe ánimo de lucro, ni deseo de venganza personal en el hecho de acusar a doña Mariana Montenegro…? –repitió por tercera vez aquel nauseabundo saco de mierda con una vocecilla aparentemente sin vida, pero que escondía un sutilísimo matiz de amenaza o advertencia.
–Me reafirmo.
–¿Tenéis bien presente a lo que os arriesgáis en caso de que se descubriera que habéis mentido?
–Lo tengo.
–Esa mujer puede pasar años en prisión o acabar en la hoguera y eso es muy serio.
–Lo sé.
–¿Y estáis convencido de que merece tal castigo?
–El castigo no es negocio que me ataña –replicó El Turco en su tono más humilde–. Será una decisión del tribunal. Lo único que me atañe es el hecho de que por culpa de las malas artes de esa bruja, el Infierno subió a la Tierra, Lucifer mostró todo su maléfico poder, y muchos de mis compañeros de armas tuvieron la muerte más espantosa que imaginarse pueda. –Pareció conmoverse–. Aún resuenan en mis oídos sus alaridos cuando los envolvió aquella inmensa ola de fuego.
–¿De dónde surgió?
–Del barco.
–¿Cuánta gente había en el barco?
–Lo ignoro. Treinta hombres; tal vez cuarenta.
–¿Cómo podéis estar tan seguro entonces de que fue doña Mariana la autora del conjuro?
–Porque era la única mujer a bordo –replicó Baltasar Garrote absolutamente impasible pese a lo delicado del momento–. Y porque la pude ver erguida en proa, lanzando sobre el lago palabras mágicas mientras la tripulación permanecía como alucinada.
–¿Estáis absolutamente seguro de lo que decís?
–Lo vi con mis propios ojos.
–¿A qué distancia se encontraba el barco?
–A tiro de piedra.
–¿Y pudisteis distinguirlo con claridad pese a que por lo que tengo entendido el incendio tuvo lugar al anochecer?
–No fue al anochecer, sino a la caída de la tarde, y por eso mismo pude ver a doña Mariana recortándose contra el disco del sol, erguida con su negro y largo vestido de hechicera. –El lugarteniente del capitán León de Luna hizo una dramática pausa buscando sin duda impresionar a su interlocutor, y extendiendo el brazo en ademán melodramático, añadió–: De su mano nació el fuego.
Fray Bernardino de Sigüenza permaneció muy quieto, olvidando incluso de rascarse, tal vez impresionado por el complejo relato, o tal vez tratando de discernir hasta qué punto cabía dar crédito a tan fantástica historia.
Sin poder evitarlo experimentaba un instintivo malestar en presencia de Baltasar Garrote, al igual que se sentía gratamente atraído por la personalidad de la acusada, pero conocedor como era de las sutiles intrigas del Maligno, se preguntaba hasta qué punto podía estar este influyendo sobre su mente.
Si doña Mariana Montenegro era, como pretendían, una sierva del Ángel Negro, no resultaba extraño que su amo tratara de salvarla haciéndola parecer inocente ante sus ojos, pues sabido era que el demonio era por propia naturaleza el ente más capacitado que existía para confundir al ser humano haciendo que el bien se le antojara mal y viceversa.
Un auténtico inquisidor ducho en su oficio tenía que saber aceptar que no siempre su razonamiento era el correcto, y a menudo se veía en la obligación de enfrentarse al hecho indiscutible de que la verdad era mentira, mientras que lo que sus ojos tomaban por mentira era verdad.
Pero –y eso lo había discutido a menudo con sus colegas dominicos– podía darse el caso de que Lucifer fuera más allá aún en sus maquinaciones, haciendo que la verdad fuera auténtica verdad, intentando así obligar a creer que, no obstante, era mentira.
De ese modo, dictar veredicto cuando se trataba de juzgar a un auténtico siervo del Maligno podía llegar a convertirse en un simple juego de azar en el que no existían más que dos opciones: acertar o no acertar a la hora de mandar a alguien a la hoguera, independientemente de las pruebas a favor o en contra que pudiesen acumular sobre la mesa, puesto que, como ya señalara en su día el Gran Inquisidor Bernardo Guí, nadie que muere en la hoguera es del todo inocente, puesto que en los últimos instantes de su vida blasfema de tal forma que tan solo por semejante ofensa a Dios merece ser quemado.
Aunque según tan demencial teoría, muy propia de un fanático discípulo de Corvado de Marburgo, aquellos que perecieron abrasados en el incendio del lago también eran por tanto culpables de blasfemia y ofensa a Dios, por lo que merecían de igual modo la muerte, visto lo cual no cabía culpar de delito alguno a doña Mariana Montenegro.
Al moqueante frailecillo empezaba a obsesionarle seriamente la posibilidad de convertirse en víctima de las falacias de un sistema que empujaba inexorablemente a retorcer más y más los argumentos con miras a llegar a un punto en el que lo único importante era imponer el criterio que más conviniera en cada caso a la razón de Estado, sin tener en cuenta para nada la validez de la auténtica razón.
Al fin y al cabo, y como hombre docto e imparcial en todo cuanto no se relacionase con la fe, había llegado a la conclusión de que la verdad está siempre del lado de quien mejor sepa exponer sus argumentos, y que la mayor parte de las veces, cuando el ser humano busca esa verdad lo hace como el ciego que intenta averiguar el significado del color azul a través de muy distintas versiones.
–Definidme el azul –inquirió de pronto desconcertando a su interlocutor, que no pudo por menos que temer una sutilísima trampa.
–¿El azul? –repitió intentando ganar tiempo–. ¿Qué clase de azul?
–El azul que más os plazca –fue la impaciente respuesta–. Uno cualquiera. Imaginad que soy un ciego y pretendéis hacerme comprender lo que es el azul.
–Eso es del todo imposible.
–¿Por qué razón?
–Porque si un ciego no puede concebir la existencia de los colores, menos podrá concebir un color determinado.
–Excelente argumento –admitió Fray Bernardino–. Sois un hombre inteligente y de recursos.
–¡Gracias!
–No hay de qué. Pero ello me obliga a preguntarme por qué razón un hombre inteligente y que en apariencia no tiene problema alguno se complica la vida sabiendo, como debéis saber, que quien despierta a La Chicharra se arriesga a no dormir.
Se diría que al Turco Baltasar Garrote le sorprendía no ya el hecho de que el buen fraile supiera el popular sobrenombre del Santo Oficio, sino sobre todo que fuese capaz de emplearlo