Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-Figueroa

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Brazofuerte. Cienfuegos V - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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niña mi padre me llevó al palacio de Maguncia, donde se celebró el concilio que le denostó, y al lugar en que fue asesinado cerca de Marburgo. Los peregrinos aún escupen cuando pasan bajo aquel olmo.

      –¿Ya de niña os preocupaban los asuntos relacionados con el Santo Oficio?

      –Jamás tuvieron por qué preocuparme hasta hace tres días –replicó doña Mariana en tono tranquilo–. Mi conciencia siempre estuvo limpia, mi fe en Dios intacta, y mi devoción por la Virgen cada día más fuerte. Ella me librará de todo mal.

      –Me alegra oír eso –admitió el inquisidor en tono sincero–. La Virgen es siempre la mejor abogada en estos casos, aunque por desgracia, hasta el mejor abogado necesita pruebas con que defender a un acusado. Dadme un nombre, ¡solo uno!, y comenzaré a creer en vuestro arrepentimiento y vuestros deseos de colaborar con la justicia.

      Resultaba a todas luces evidente que Ingrid Grass amaba a tal punto al canario Cienfuegos que ni ante la eventualidad de morir en la hoguera se le pasaría por la mente la idea de acusarlo de haber provocado el incendio del lago Maracaibo, por lo que se limitó a observarse una vez más unas manos que comenzaban a obsesionarla, para replicar en el mismo tono reposado y machacón:

      –Os repito que ignoro quién pudo realizar semejante exorcismo. Y quien me acusa, miente. Se trata de su palabra contra la mía.

      –En efecto, pero a él nadie le acusa de nada y eso le hace más digno de crédito que Vos.

      Semejante frase demostraba que si bien Fray Bernardino de Sigüenza jamás había sido inquisidor, sí estaba, no obstante, perfectamente al corriente de los tortuosos métodos dialécticos que estos solían utilizar, y que se basaban en la indiscutible premisa de que todo ser humano debía ser considerado culpable mientras no estuviese en condiciones de demostrar lo contrario. Y fue precisamente ese perfecto conocimiento de las triquiñuelas del sistema a seguir, lo que le impulsó a no prolongar en exceso el interrogatorio, consciente de que el miedo ganaría en intensidad y hondura a partir del instante en que la víctima se quedara a solas en el interior de una mazmorra.

      Desde que en los albores del 1200 el papa Inocencio III creara el Santo Oficio como instrumento de lucha contra las herejías cátara y valdense, el terror que su solo nombre provocaba tras las bestiales actuaciones de hombres como Roben le Bougre, Pedro de Verona, Juan de Capistrano, Raimundo de Peñafort, Bernardo Guí, y sobre todo el sádico Corvado de Marburgo, bastaba la mayoría de las veces para vencer todas las resistencias y aniquilar todas las voluntades, pues sabido es que desde el momento en que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, nada destruye con más facilidad a un ser humano que la sensación de saberse indefenso frente a un oscuro poder desconocido.

      Ninguna imaginación ha conseguido crear un instrumento de tortura que supere al que es capaz de imaginar el reo que aguarda dicha tortura, puesto que la mente humana va siempre más allá de lo que conseguirá llegar el hombre por mucho que se lo proponga.

      Aquella primera visita a doña Mariana en su celda había abonado convenientemente la tierra plantando la semilla que habría de provocar el definitivo resquebrajamiento de su ánimo por fuerte que este fuera, pues otra de las normas básicas de actuación de los inquisidores se centraba en el hecho de que la Santa Iglesia nunca tenía prisa, por lo que un acusado podía pasar veinte años rumiando su desdicha en una mazmorra antes de que se le juzgase y condenase definitivamente. Y ni siquiera le cabía la esperanza de que la muerte viniera a liberarlo, puesto que se habían dado casos en los que el cadáver de un reo había sido exhumado décadas más tarde, para verse juzgado y quemado teniendo que soportar que se aventaran sus cenizas para que de ese modo no pudiera alcanzar la paz eterna y todos sus bienes pasaran al clero.

      Esa seguridad de que se luchaba con una impávida institución que carecía de alma, rostro o sentido del tiempo, aumentaba a tal punto la sensación de impotencia y desaliento de sus víctimas que con frecuencia estas preferían admitir de inmediato sus culpas –cualesquiera que fuesen las culpas que quisieran imputarles– antes que soportar años de dudas y angustias sobre su incierto futuro.

      Aunque, por lo general, no solía ser una rápida y total confesión lo que el Santo Oficio pretendía, dado que en ese caso su labor se hubiese limitado a actuaciones aisladas en el tiempo y desconectadas entre sí, lo que a la larga no hubiesen surtido el deseado efecto de ser considerado una especie de invisible poder o capaz de controlar todas las vidas y todos los estamentos de la sociedad de su tiempo.

      La Inquisición, tal como Fray Tomás de Torquemada la reestructurara en otoño de 1483 más como arma política al servicio de la Corona española, que como cumplida prolongación del Santo Oficio, tenía por objetivo aparente resolver el problema religioso que planteaba el hecho de que una parte muy importante de nuestra sociedad estuviese constituida por conversos judíos o musulmanes, pero actuaba en realidad como instrumento laico de innegables tintes racistas.

      El año 1492 traería luego consigo tres acontecimientos claves para la historia de España: la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la expulsión de los judíos, y si bien trescientos mil de estos últimos abandonarían el país sin llevar más que lo puesto, otros cincuenta mil decidirían quedarse renunciando –la mayoría de las veces falsamente– a sus ancestrales costumbres y creencias.

      Eran demasiados hechos, demasiado importantes y demasiado complejos como para que un recién nacido Estado tuviese capacidad para controlarlos, y por ello el inapreciable refuerzo de una institución supranacional que nadie se atreviera a poner en tela de juicio fue hasta cierto punto el único medio que encontraron los Reyes Católicos de evitar una auténtica debacle.

      Crear un Estado centralista y autoritario en una península en la que convivían tantas lenguas, tantas ideologías y tantas creencias religiosas hubiera resultado harto difícil para quienes carecían de la más mínima infraestructura política, por lo que se decidió recurrir a la única organización cuyos tentáculos se extendían hasta el último punto de la geografía nacional, dotándola de una capacidad ejecutiva y un poder del que hasta aquel momento había carecido.

      El enemigo a destruir no eran ya los herejes cátaros que sostenían la existencia de un Dios del bien y un Dios del Mal, o los valdenses, que proclamaban que las ingentes riquezas y los desaforados lujos de la Iglesia de Roma ofendían a Cristo y que sus sacerdotes debían ser ante todo humildes y ascéticos, sino que a partir del nacimiento del nuevo siglo, el enemigo a combatir era ante todo el enemigo de la Corona, cualquiera que fuese su credo, raza o condición.

      En cierto modo, podría asegurarse que Isabel y Fernando no se constituyeron en Reyes Católicos por el hecho de que pusieran sus ejércitos al servicio de Dios, sino más bien por la indiscutible realidad de que habían sabido poner los ejércitos de Dios a su propio servicio. Fray Bernardino de Sigüenza, a quien la mugre, el moquillo y los piojos no bastaban para oscurecer el entendimiento y poseía una amplia cultura y una mente extremadamente lúcida, era consciente de ello, y mientras se encaminaba con su rápido paso de enano nervioso hacia su cercano convento, le iba dando vueltas y más vueltas a cuanto acababa de ver y escuchar. Aún no había conseguido descubrir la mano del Maligno en toda aquella confusa historia del lago en llamas, ni había olfateado hedor a azufre en la proximidad de una pobre mujer aterrorizada, por lo que se sentía en cierto modo desconcertado, aunque más decidido que nunca a llegar al fondo de una cuestión en la que se sentía hasta cierto punto personalmente involucrado. Debido a ello, lo primero que hizo, tras dar rápida cuenta de su frugal almuerzo, fue mandar llamar a Baltasar Garrote, al que recibió a la caída de la tarde en el rincón más fresco del amplio claustro conventual. El Turco se presentó en esta ocasión sin alfanje, gumía, ni turbante, temeroso quizá de que tales signos externos de su afición por la cultura mahometana le restasen credibilidad a los ojos del celoso franciscano, esforzándose al propio tiempo por demostrar una

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